El último de la fiesta. Dioni Arroyo
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Las clases discurrieron con la misma sensación evanescente de siempre, y cuando terminaron, y antes de que se pudiese escabullir, le rodeó su grupo para marchar juntos al pinar. Salieron en estampida corriendo calle arriba con sus pesadas mochilas a las espaldas. Dirigidos por Tomé, atravesaron calles abandonadas y guarderías transformadas en precarias viviendas de okupas hasta que llegaron dando voces a la acequia para fumar como descosidos.
Una vez más, hasta Óscar, el chico obeso que no podía con su tremenda barriga, ganó a Marco, que se lamentó porque no le apetecía vivir aquella situación; se sentía débil pero no podía confesarlo, se lo pondría muy fácil para que se riesen de él.
—Vamos, venga, unas caladas cada uno, ¡con ganas! —exigió Tomé encendiendo un cigarrillo—. ¡Y quiero que os traguéis el humo!
—¡Oye, a ver quién da más caladas en menos tiempo! —exclamó otro arengando al grupo.
—¿Os habéis enterado ya de cuántas máquinas hay entre las chicas? —preguntó Tomé con un brillo malévolo en los ojos.
—Nadie lo sabe, tío. Lo único seguro es que en las nuestras todavía no hay robots —sentenció Óscar con gesto maduro.
—Pues yo no estaría tan seguro —les hizo reflexionar Luis—. Igual a ellas les dicen lo mismo: que las máquinas están entre los chicos. ¡Igual todos somos máquinas sin saberlo!
—¡Anda ya! ¡Alucinas! Aquí todos somos de carne y hueso, y si hubiera una máquina, la desconectaríamos a hostia limpia. Mientras no haya chicas, no hay sospechas —sentenció Tomé calibrando la mirada de todos.
—Yo sangro por la nariz, ya lo sabéis todos. Así que soy un ser humano —reclamó la atención Marco, desviando así la atención sobre el tema de las chicas.
—¿Y por qué las máquinas no van a sangrar? Son igualitas a nosotros —le interrogó el líder con el gesto serio y los brazos en jarras.
—Pues lo que yo me pregunto a todas horas, es que, ¿para qué estudiamos tantas chorradas? Si al final las máquinas lo van a hacer todo mejor que nosotros, si ellas nos están sustituyendo —alertó Luis para que se olvidaran de Marco—. Cuando seamos mayores, ya no habrá trabajos para personas de carne y hueso, nos darán un sueldo bajísimo y nos internarán en zoológicos para que nos estudien las máquinas, estoy convencido.
—Claro, por eso han construido humanoides con nuestro mismo aspecto, por eso van a clase con nosotros, para aprender y vigilarnos —aseveró otro del grupo con el rostro rubicundo y tan tímido como Marco—. Pero lo que no sé es por qué dicen que todas las máquinas tienen el cuerpo de una chica.
—La profe de biología dijo un día que así se reduce el efecto del valle inquietante —sentenció otro con aspecto de mojigato, que ocultaba su mirada a través de sus gafas de culo de vaso.
—¿Qué coño es eso? —rezongó Tomé al escuchar algo que desconocía—. No lo he oído en mi vida.
—Que si sabemos que algo es artificial, nos provoca rechazo y nos repugna. Es algo instintivo. Por eso, si su aspecto es el de una tía buena, lo aceptamos sin reservas y con ganas. —Sonrió con seguridad sabiendo que había captado la atención del grupo, y decidió terminar la frase—: Esa es la razón de que a los robots los construyan como si fueran chicas, y encima, chicas buenorras.
—Vaya, te creerás muy listo con esa chorrada del valle inquietante —le espetó con desdén Tomé—. Y ya que lo sabes todo, ¿por qué los mezclan entre nosotros? ¿Para vigilarnos y luego darnos una patada en el culo?
—Bueno… —dudó el chico de las gafas adoptando una postura más humilde—. Tal vez las IA necesiten aprender igual que nosotros y cuando lo hayan hecho les dan un embalaje de adulto para que trabajen a nuestro servicio.
—Sí, el libro de tecnología dice que son como nosotros. Si comparten tantas horas entre nosotros es porque necesitan aprender para servirnos en el futuro —interrumpió Marco—. Pero no creo que les interese sustituirnos. Quizás si aprenden... es porque piensan.
La carcajada fue monumental. El hecho de que pudieran pensar era inimaginable para todos, se suponía que pensar era una capacidad exclusiva de los humanos, que las máquinas actuaban respondiendo a unas órdenes prefijadas inscritas en sus algoritmos y con posibilidad de aprender, pero de ahí a pensar, había un recorrido imposible. Marco se quedó dubitativo, y en su cabeza apareció el rostro resplandeciente de ella. Estaba convencido de que ella sí poseía la capacidad de pensar. Y de sentir.
—Las máquinas son solo cacharros, ¡a ver si lo tenemos claro! Son tostadoras que están fabricadas para currar a lo bestia, tanto, que despedirán a todos los humanos porque lo hacen mejor que nosotros, pero nada más —soltó con desparpajo Tomé, provocando el silencio y la atención del grupo—. Son cacharros para el servicio doméstico de los ricos. Vosotros nunca tendréis uno de esos en vuestra vida, metéoslo en la mollera, ¡sois unos muertos de hambre y unos pringaos! —Terminó la frase inhalando una larga calada que consumió lo que le restaba de cigarrillo.
—Pues yo no sé si podría distinguirlas porque son muy parecidas…
—Vamos, Luis, ¿no ves que siguen siendo como la antigua Sophie, a la que dieron la nacionalidad en Arabia hace años? Con cara de niña mona pero con una sesera transparente repleta de cables de colores. Se nota que son trastos, ¡muñecos, cabezas parlanchinas! Habría que destruirlos antes de que nos condenen al paro —reivindicó Tomé para dejar clara su opinión y contagiarla al resto del grupo.
Marco, pesaroso, tragó una calada tan profunda, que tosió sin parar y de manera convulsa, por lo que todos volvieron a reírse, actitud que agradeció porque no le estaban gustando los derroteros de la discusión.
4
La bruma envolvía la contaminada ciudad. Marco decidió que su cuarto ya estaba suficientemente ventilado y cerró la ventana. La humedad le calaba los huesos y rezumaba por las paredes. Desayunó sus galletas con ColaCao mientras por la radio hablaban del fuerte incremento de suicidios de los últimos meses, y de cómo se había convertido en la primera causa de muerte en todas las franjas de edad. Un periodista exigía moderación a la hora de divulgar los datos, aludiendo a un supuesto «efecto llamada». Miró el reloj y dio un brinco al comprobar lo tarde que era, por lo que recogió su mochila y salió disparado al Centro Educativo.
Caminó con pereza, mientras por las calles avanzaban algunos coches conducidos por robots de asombrosa apariencia humana. En la parte de atrás, viajaban otros chicos como él, aunque más afortunados y de una clase social a la que era muy recomendable «no mirarles a los ojos». Marco caminaba cabizbajo, lamentando haber nacido en una familia humilde, y pensó que, al final, con el paso de los años, todo el mundo acabaría viviendo con su propio robot doméstico, salvo las personas como ellos, con pocos recursos; su madre siempre les recordaba los esfuerzos que llevaban a cabo para poder llegar a fin de mes, y asumió que lo más probable era que nunca pudiera poseer un aparato de aquellos en su casa, fiel a sus órdenes, y no le servía de consuelo lo que se decía, que al menos, podrían tener animales de compañía. Los ricos con robots y ellos con gatos o perros. Era frustrante.
Una vez más volvió a pensar en ella, y en que, cuando ya lo supiera todo de los chicos de su edad, cambiarían su embalaje por otro de mujer adulta, y la enviarían