El último de la fiesta. Dioni Arroyo

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El último de la fiesta - Dioni Arroyo Young Adult

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ficción que tanto le apasionaban. Suspiró y detuvo sus pensamientos ante la entrada al Centro Educativo.

      Franqueó las puertas y buscó en el pabellón de las chicas, entre tantos rostros anónimos, el de ella, el que le obnubilaba con su mirada perdida y sus ojos luminosos. No le importaba que llegase escoltada por un adulto, lo que confirmaría que era una IA. Era su secreto, algo que solo Luis podía intuir, la única persona en quien había confiado y que para su desgracia, de sobra sabía que no lo comprendería nunca. Por lo menos, saber que guardaría su secreto, le permitía dormir tranquilo.

      La primera clase fue la de biología, clase que se interrumpió con violencia. Sonó la característica alarma a la que nunca se acostumbrarían, la alarma que dejaba boquiabiertos a los mayores y que tanto pavor causaba; la alarma que se escuchaba hasta en los lugares más recónditos del colegio. La profesora, acalorada, reaccionó a toda velocidad, conduciéndoles al laboratorio en una disciplinada fila india, donde les hicieron beber un vaso de gelatina con dos gotas de yoduro sódico de sabor repugnante, por culpa de la contaminación de aquella mañana. Habían escuchado algo sobre los niveles altos de roentgens en el dosímetro del Centro Educativo, por lo que después, como de costumbre, fueron desfilando al baño para lavarse la cara y la cabeza con agua fría y una pastilla de jabón. Esa era la mejor forma de expulsar la radioactividad, y ejecutaban aquel ceremonial a conciencia y sin titubeos: estaban cansados de escuchar que aquello iba muy en serio y que sus vidas corrían un grave riesgo. Todos tiritaron por lo fría que estaba el agua, y encima no había toallas suficientes para secarse la cabeza, por lo que se veían forzados a compartirlas. Cuando le tocó el turno a Marco, la suya estaba empapada. A continuación abrieron de nuevo los grifos y mojaron con abundante agua tibia las suelas de los zapatos, durante dos rigurosos minutos.

      Después, en silencio, y ante la aquiescencia de la profesora, regresaron cada uno a su aula.

      Por fin, como si no hubiese sucedido nada, pudo empezar la clase de biología, tan aburrida como el resto, pero la profesora planteó un tema que, en contra de lo que pensaba, capturó todo su interés. Unos días atrás, más de un centenar de orcas habían varado en las costas argentinas, y cuando la marea subió, ya era demasiado tarde. La masiva muerte de estos cetáceos había causado mucho estupor, reabriendo una encendida polémica: ¿se suicidan los animales? La profesora mostró unas diapositivas que mostraban ballenas que llegaban desorientadas a las playas y cómo morían ante la impotencia de los bañistas. Marco sintió una punzada en el corazón, pues había olvidado por completo el episodio del caballo, como si se tratase de un mal sueño, como si nunca hubiera ocurrido. ¿Se trataba de un suicidio? ¿Se habría arrebatado la vida de forma consciente y deliberada? Aún tenía grabado a fuego en su cabeza la mirada de lástima del animal, sus expresivos ojos y cómo parecía sollozar. Su sentido común le corrigió insistiendo en que se trataba de sudor, pero en lo más profundo de su ser, sintió que lloraba, que se estaba despidiendo de la vida. Y que Marco había sido el único testigo.

      En vano trató de hilvanar pensamientos inconexos, en los que concluyó que, si los animales podían poner fin a sus vidas de manera intencionada, ¿acaso no era porque, de alguna manera, pensaban? Entonces, los robots, de la misma forma, ¿no serían también capaces de pensar? ¿Pensar con mecanismos distintos que los humanos no apreciaban? ¿Acaso no habría otras formas de razonar distintas a las humanas? Tal vez lo supieran los científicos y lo ocultasen como el gran secreto de la IA. Quizás la gente se enfadara tanto ante la presencia de seres artificiales, porque, en lo más profundo de sus corazones, con toda su ignorancia y desconocimiento de la ciencia, intuían que podían pensar… mejor que ellos.

      Por eso el odio a las máquinas no era más que la exhibición impúdica de un miedo atroz, el saberse expuestos a la mayor de las amenazas: el saberse inferiores.

      Pasó el recreo en la más absoluta soledad. Había aprobado un examen por pura chiripa, y los que no habían corrido la misma suerte, la inmensa mayoría de sus compañeros, deberían repetir la prueba durante la media hora de tiempo libre. Ninguno de su grupo de supuestos colegas se había librado, así que paseó por el patio de cemento y hormigón reflexionando sobre si los animales podían pensar en el suicidio. A través de la verja observaba a los camiones regando la calle con detergente para descontaminar la zona, y le invadió un repentino sentimiento de tristeza por tener que vivir en aquella época tan peligrosa. Le llamó la atención la aparición de un coche de enorme cilindrada y con el techo cubierto de paneles solares, que frenó en seco en la acera, con una gran habilidad por parte del conductor. Del coche descendió un chico de su edad, acompañado de un adulto con el rostro acartonado y asombrosamente pálido, un modelo humanoide un tanto antiguo, que abrió el maletero y extrajo una mascarilla antigás con la que cubrió la cara del chico para evitar que respirase el aire contaminado. Debía de ser de la capital, ellos siempre pisaban con temor aquel entorno en el que sobrevivía Marco y los de su clase social.

      —¡No seas vacilón y no te atrevas a mirarme a la cara! —le espetó a Marco con la voz irritada, mientras le señalaba con su mano enguantada y caminaba derecho a la puerta principal, por la que vio salir al director, ansioso por recibirles.

      Marco se volvió perdiendo el interés; de sobra sabía que se trataba de alumnos que habían nacido en aquel lugar mortífero pero con la suerte de pertenecer a una casta privilegiada que les permitía vivir lejos de allí y que, de vez en cuando, acudían a buscar su partida de nacimiento o un certificado de las notas del colegio. Siguió divagando perdido en sus pensamientos y sin dejar de mirar a través de la verja, como si estuviese viendo una película y se encontrase cómodamente sentado en la butaca de una sala de cine.

      De repente, escuchó una voz a sus espaldas. Una dulce voz femenina.

      —¿Nunca te alejas de tu barracón?

      Se volvió intrigado. Ante él, y a pocos pasos, se encontraba ella, con sus luminosos ojos buscando los suyos, con su piel macilenta brillando por los tímidos rayos de sol que se escapaban entre las nubes, y con sus cabellos lisos y rubios enmarañados por el viento.

      —No me permiten distanciarme de mi pabellón. —Le hubiera gustado añadir que era por su enfermedad, para así permanecer cerca del botiquín y llegar a tiempo, pero el sabio instinto le aconsejaba disimular cualquier atisbo de debilidad, que nadie supiera nada de la extraña enfermedad que padecía. Su corazón empezó a acelerarse, y miró con temor a su alrededor: que nadie le viese hablando con ella, por favor, que nadie le viese dirigiendo la palabra a una máquina…

      —Tranquilo, no te preocupes. —Pareció adivinar ella sus pensamientos—. Tus compañeros de clase están repitiendo el examen, no podrán saber que estás hablando con una humana artificial.

      —Ah, vale… Pero no es eso en lo que estaba pensando. —Se encogió de hombros con fingido desdén.

      El mutismo acompañó al silbido del viento, que recorría los edificios con una fuerza imparable, y Marco sentía que se le había trabado la lengua.

      —¿Cómo te llamas, chico misterioso? —Su gesto, impaciente, parecía totalmente humano, pero también su forma de moverse, así como sus muecas. Todo en ella era igual a una chica humana. Solo que más hermosa. Increíblemente hermosa.

      —Marco. Soy Marco —respondió con frialdad y manteniendo las distancias. Sentía que se estaba ruborizando como un tomate y que cada vez le costaba más pronunciar palabras.

      —Pues ya sé algo más del chico que me vigila cuando salgo de clase...

      —¡Eso es mentira! ¡Yo no te vigilo!

      Ella sonrió, comprendiendo que era la actitud propia de un adolescente de catorce años, porque su cerebro positrónico calibraba el entorno con una eficacia impresionante, muy lejos del alcance de los humanos;

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