A Roma sin amor. Marina Adair
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Emmitt no tenía un hermano mayor. En su casa, estaban sus padres y él. Si hubiera tenido un hermano, imaginaba que habría sido tan pesado como Gray.
—No puedo. Y no quiero llegar tarde a recoger a Paisley. Eso sería…, ¿qué fue lo que dijisteis? Ah, sí, ir por un mal camino como padre. —Le escoció recordar el comentario, casi tanto como le había escocido oírselo decir a ellos—. Más vale que no perdamos el tiempo, doctor.
Se miraron a los ojos. Ninguno de los dos cedía.
Gray se cruzó de brazos. Emmitt lo imitó. Lo mismo ocurrió con las miradas. Pero cuando al niño de la mancha de kétchup sobre el labio superior —que se había estado rascando los huevos hasta hacía unos segundos— se le cayó el coche de juguete, que empezó a avanzar hacia Emmitt, este señaló el reloj de Gray.
—Tic, tac. —Se dio unos golpecitos con un dedo.
—Vale. —Gray le dio una montaña de historiales a Rosalie—. Retrasa cinco minutos la cita de Tommy Harper. Y si los cinco pasan a ser seis, entra y finge que me llaman para que pueda echar a este de una patada.
—Estoy aquí —dijo «este», ofendido.
Gray lo ignoró y empezó a caminar hacia su despacho.
—Cinco minutos. Los voy a cronometrar con mi reloj —le dijo Rosalie a Emmitt.
Él le lanzó un saludo militar respetuoso antes de echar a andar por el pasillo, y se sorprendió al ver que Gray se detenía en una consulta y no en su despacho.
Emmitt dejó atrás la camilla, que estaba lista para hacer un chequeo concienzudo, y se sentó en la silla que normalmente se reservaba para el acompañante del paciente.
Reclinado hacia atrás, apoyó la cabeza en la pared, estiró las piernas al máximo, dispuesto a abarcar todo el territorio posible. Aunque esa postura lo ayudara con los mareos y le aliviase un tanto el dolor, tuvo que admitir que ver cómo Gray pululaba nervioso alrededor de sus piernas fue lo mejor de todo.
Emmit se permitió el lujo de arrugar, de vez en cuando, la bata del buen doctor, que colgaba del perchero.
—¿Qué te trae por aquí? —le preguntó Gray.
—¿Acaso necesito un motivo para visitar a mi compañero de piso?
—No vivimos juntos, así que no somos compañeros de piso. —Gray cogió el aparato con velcro de la pared y le rodeó el brazo, apretándoselo mucho.
Emmitt abrió la boca para protestar… y Gray le metió el termómetro.
El doctor presionó la muñeca de Emmitt con el dedo y observó su reloj en silencio. Sonreía, como si experimentara un cierto placer al hacer que Emmitt siguiera las normas.
—¿Qué tal mi pulso? —preguntó con el termómetro en la boca.
Gray arqueó una ceja y compuso su expresión de tío serio.
—¿Has vuelto nadando de China?
—No.
—Pues entonces, mal.
—Cuanto más me acerco a un imbécil, más se me acelera.
El termómetro hizo un pitido.
—37,2. —Gray se enrolló el estetoscopio en el cuello y se sentó—. ¿Qué ocurrió en China? Y antes de que me des una respuesta a medias, como anoche, recuerda que, si quiero y creo que me estás haciendo perder el tiempo, te mando a hacer un porrón de pruebas sin ton ni son.
Las agujas y sentir que alguien lo controlaba eran los dos puntos débiles de Emmitt. Las agujas, porque había visto morir a uno de sus padres; sentirse controlado, porque así fue como reaccionó su otro progenitor para intentar sobrevivir en su reciente viudedad.
—Pues ya os lo conté más o menos todo —empezó Emmitt, escogiendo las palabras con cuidado. Debía proporcionarle a Gray la suficiente información para que le diera el alta, pero no tanta como para que comenzara a formularle más preguntas—. Uno de los silos falló, el sistema de alarma también falló, y catapún. —Hizo una bomba con las manos y fuegos artificiales con los dedos.
—Lo que leo en internet no es tan simple como lo pintas.
—No lo fue. Murieron casi sesenta personas —añadió Emmitt, incapaz de apartar la mirada de su regazo—. Parecía una zona en guerra, tío. —Aún oía los gritos de las personas atrapadas en el interior, las cuales, si no tuvieron la suerte de desmayarse por el humo tóxico, murieron quemadas vivas. Emmitt se despertaba todas las noches y percibía el penetrante olor de cenizas ardientes—. Pero mis heridas son superficiales porque yo estaba muy lejos del epicentro de la explosión, a mí me pilló en la otra punta de la fábrica. Fui un afortunado.
Por el sonido que hizo Gray, era evidente que no estaba de acuerdo con él.
—¿Has hablado con alguien de lo que pasó? Este tipo de traumas…
—Sí, con la Dra. Phil. En el hospital tenían psiquiatras y nos hicieron hablar con uno. —Emmitt se pasó buena parte del tiempo inconsciente, y para librarse de la terapia se dedicó a piropear a la mujer. Contarlo de nuevo no iba a serle de ayuda. En lo único en lo que pensaba era en llegar a casa y abrazar a su hija. Ese abrazo haría que se sintiera mejor que cualquier medicación que le hubiera recetado un loquero.
—Estupendo. Yo empecé a ver a uno cuando Michelle… —Gray carraspeó—. Me ayudó. Mucho. —Antes de que Emmitt le preguntara qué tal lo llevaba, el médico volvió a la medicina—. ¿Algún trozo de metralla te golpeó en la cabeza?
Emmitt lo miró fijamente a los ojos sin titubear. Una técnica convincente que había aprendido del ejército norteamericano con el que estuvo en Faluya. Cuando alguien miente, tiende a apartar la mirada. Tener contacto visual era una manera sencilla de convencer a alguien de que se decía la verdad…, aunque fuera una mentira.
—A todos nos golpearon partículas pequeñas, pero más allá de unos cuantos cortes por el hormigón y varios rasguños, nada grave. —No mentía. Los traumatismos más graves se los provocó el techo, que se derrumbó encima de él.
—¿Me vas a contar entonces por qué anoche no te podías sentar derecho? Si ni siquiera estabas atento al juego, joder. Y no me vengas con lo de tu culo.
Pues sí, Emmitt había sido lo bastante tonto para mencionar la vergonzosa metralla que le alcanzó el trasero. Levi le había preguntado por sus heridas, Emmitt se puso nervioso y se le ocurrió contar lo único que los otros dos jamás dejarían de sacar a colación.
Aunque mejor eso que decir la verdad. Paisley lo estaba pasando muy mal sin su madre, y revelar todos los detalles no haría más que preocuparla innecesariamente.
—Cuesta concentrarse en el juego cuando los jugadores refunfuñan como si fueran un par de viejas.
—Eso no explica por qué estás de tan mala hostia. Además, tienes