Impulsiva. Jamie Denton Ann
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De pie frente al espejo de cuerpo entero que había colocado junto al armario de los zapatos, pensó en cambiarse de ropa. El corto vestido dorado de Anna Molinari rozaba el límite de la decencia, por no decir de la legalidad. Debería haberse puesto el Versace negro que había recibido como regalo de agradecimiento del modisto, sobre quien Natalie había escrito un artículo para Woman. Pero entonces tampoco podría llevar los zapatos de tacón dorados de Monticello.
Se volvió y frunció el ceño al ver el reflejo de su espalda. Definitivamente, el vestido era muy llamativo y dejaba muy poco a la imaginación.
«Un momento», pensó. ¿Acaso no era ésa la idea para ponerse aquel vestido? ¿Para captar la atención de un hombre y acabar de una vez por todas con su autoimpuesto, aunque involuntario, celibato?
Se ajustó una vez más el vestido y se colgó de los lóbulos un par de largos pendientes de oro. Una sonrisa desdeñosa curvó sus labios. Después de vivir cinco años en Nueva York, había aprendido a ocultar su pasado rural. Incluso había conseguido desprenderse de sus ridículos modales de Pollyana y ser tan cínica como Isabel. Pero lo que más importaba ahora era que ningún invitado soltero a la fiesta, aparte de sus dos amigas más íntimas, descubriera que la hija única del borracho del pueblo se había atrevido a cruzar la línea de privilegio e invadir el territorio exclusivo de los ricos y famosos.
Armada con su invitación personal a la fiesta más caliente de la ciudad y unos cuantos preservativos, salió de su apartamento y rezó no sólo por encontrar un taxi, sino también por poner fin a su abstinencia. Había durado un año entero sin entregar su corazón. Poco se había imaginado al tomar aquella estúpida decisión que el resultado sería un año sin sexo. Había sufrido más de lo que sufriría cualquier mujer joven y saludable de veintisiete años. Sus necesidades la acuciaban, y no podría pasar de esa noche sin saciar su libido. Y lo haría sin perder su corazón en el proceso.
Sólo tuvo que llegar andando hasta la Quinta Avenida para encontrar un taxi y darle al conductor la dirección de Isabel. Como periodista autónoma de moda, Natalie se tomaba la celebración de esa noche más como una fiesta de trabajo que como un evento social. El Baile Monticello anual prometía abundante material para su artículo de sociedad, desde la última moda hasta los cotilleos más jugosos. Tanto Vogue como Woman le pagarían una fortuna por un artículo sobre la moda exhibida por las celebridades en la fiesta más esperada del año. Tal vez incluso consiguiera una entrevista con Rafe Monticello sobre su colección de zapatos para el próximo otoño. O quizá una entrevista con el genio creativo que se ocultaba tras el imperio, su madre, la esquiva Lucia.
A medida que el taxi se aproximaba a casa de Isabel, Natalie decidió que si iba a responder a las oportunidades sexuales que se le presentaran, tendría que adoptar una actitud más abierta hacia el sexo, igual que su amiga la modista. Isabel Parisi disfrutaba de todo el sexo que quería y nunca dejaba que su corazón se enredara con las sábanas. Por desgracia, Natalie presentía que ella tenía más en común con la contable Arianne Sorenson. Arianne tampoco entregaba su corazón, pero seguramente porque ya lo había perdido. Su amiga tenía que darse cuenta de que su corazón pertenecía al sexy y enigmático Rafe Monticello.
Una vez que el taxi entró en la calle de Isabel, Natalie sacó su teléfono móvil y marcó el número de la modista.
–Estoy de camino, Natalie –respondió Isabel.
–De camino por las escaleras, espero –dijo Natalie–. Arianne se enfurecerá si llegamos tarde, y el tráfico es terrible.
–¿Qué esperabas? Es Nochevieja.
–Cállate y date prisa –le ordenó Natalie, odiando el tono desesperado de su propia voz–. No quiero llegar tarde.
–No tengas miedo, Nat –la tranquilizó Isabel, riendo–. Tus Monticellos te estarán esperando aunque lleguemos tarde.
Natalie cortó la llamada. No eran sólo los Monticellos lo que ella esperaba que la estuviese aguardando en el baile. Aunque aquel año no pudiera conseguir su zapatilla de cristal, sí esperaba encontrar a su príncipe. Un príncipe dispuesto y bien dotado para acabar con su maldito año de abstinencia sexual.
Joe Sebastian supo que era ella en cuanto la vio entrar en el baile. Desde su estratégica posición en el bar, esperó a que sus pulmones se llenaran de aire y el corazón recuperara su ritmo normal. El tiempo no había borrado las imágenes de su memoria. Al contrario. Eran incluso más nítidas ahora que la había visto.
Una visión sobrecogedora envuelta en una tela dorada que ceñía sus curvas letales. En opinión de Joe, era la mujer más atractiva y sensual que había en la sala, y a pesar del satén, la máscara, y las plumas doradas que brotaban del costado izquierdo, habría reconocido ese cuerpo en cualquier parte. No podía ser de otro modo, ya que había sido el objeto de sus fantasías durante todo un año.
¿Lo recordaría ella?, se preguntó, y apuró el resto de su whisky escocés con agua. Sin quitar los ojos de ella, le hizo una seña al camarero.
–Ponme otro –le dijo–. Pero esta vez que sea doble. Y seco.
¿Le hablaría? No podría culparla si le arrojaba a la cabeza una de las urnas renacentistas de Rafe. No se merecía menos, después de haber desaparecido tras el rato que habían pasado a solas con una botella de champán en una de las alcobas del piso de arriba. A ninguna mujer le gustaba sentirse utilizada, y Joe imaginaba que era así como Natalie vería aquel increíble encuentro de un año atrás. A menos que lo hubiera olvidado.
Le dio las gracias al camarero y volvió a la sala de baile para mirar de cerca a la mujer que seguía grabada en su mente. El sabor de su boca, la curva de sus labios, sus cabellos sedosos… Vivas imágenes que seguían ardiendo en su cabeza y en su cuerpo. El sonido de su risa cuando la llevó a la alcoba y echó las cortinas rojas de terciopelo para tener intimidad. Sus ronroneos de placer cuando le pasó las manos por todo el cuerpo y la besó hasta que ambos casi se ahogaron de deseo… un deseo tan intenso que casi mató a Joe cuando se apartó de ella y le ofreció una excusa ridícula, que ni siquiera podía recordar ahora, y la promesa de volver enseguida.
Nunca llegó a ver su indignación, porque las despedidas estaban prohibidas para él. Se había marchado, pero nunca la había olvidado, y por primera vez en su carrera como oficial de inteligencia marina, había maldecido su juramento.
Pero, gracias a Dios, sus días de desapariciones habían quedado atrás. Después de doce años sirviendo a su país, había vivido bastantes operaciones secretas y asuntos de seguridad, y estaba cansado de vivir a bordo de un barco rumbo a un destino clasificado.
Reconocer que estaba listo para asentarse en un lugar y echar raíces era una cosa, pero tener la resistencia para permanecer en ese lugar era otra muy distinta, como también lo era saber a qué se dedicaría. En vez de licenciarse en la Marina, podría haber aceptado la oferta para convertirse en instructor de los SEAL y conseguir una pensión completa en diez o quince años. Pero mientras pudiera volver a la vida civil, ansiaba la estabilidad. Después de su última misión, cuanto más pudiera alejarse de una vida en la que ya no creía, mejor. La investigación de los delitos administrativos para la Comisión de Seguridad carecía de la emoción a la que él se había acostumbrado en los SEAL, pero al menos nadie resultaba torturado o mutilado por culpa