Crecimos en la guerra. Pilar Lozano

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Crecimos en la guerra - Pilar Lozano

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tortuosas heridas marcadas en sus corazones y en sus mentes que les dejó su pasado; esta es la responsabilidad ética que les debemos para asegurarles el futuro que en la actualidad no tienen.

      Los ya hoy nietos reclutados por la guerra son, además de víctimas de la violencia armada, mártires silenciosos de la llamada violencia social; no escapan a ningún tipo de agresión ni de exclusión social, tal como observarán en cada historia respetuosamente recogida por la autora. Antes de ser parte del conflicto armado muchos fueron maltratados en sus hogares, otras fueron agredidas sexualmente por padres o padrastros o algún miembro conocido o cercano a la familia; quienes creyeron y siguen creyendo que sus cuerpos les pertenecen por el hecho de ser adultos; otros fueron hijos e hijas de padres y madres ausentes, criados por otros miembros de la familia. La mayoría, analfabetas funcionales para quienes luego actualizar sus niveles de formación educativa les es casi un reto inalcanzable, y precisamente por ello sus procesos de reintegración social y oportunidades laborales se limitan a tener que desarrollar actividades o trabajos de muy baja remuneración, porque cuando salieron del grupo armado ya fue tarde para culminar un proceso educativo que les permitía llegar hasta educación superior, y por ello contar con mejores oportunidades.

      Los cortos años de vida de nuestros niños y niñas vinculados con el accionar delictivo y armado de los grupos al margen de la ley han estado tatuados por el dolor, el abandono, el miedo, el inicio de relaciones sexuales tempranas, el maltrato y el abuso. Sus caras de niños y niñas marcan las agudas líneas de experiencias que nunca han debido vivir. Más de cinco mil niños y niñas en Colombia, que desde 1999 han logrado de cualquier forma abandonar los grupos armados, confirman en cada renglón de sus vidas que los conflictos armados y las actividades ilícitas propias solo les han legado la más profunda amputación de sus procesos de crecimiento como niños y como niñas les han arrancado la amorosa exploración de su adolescencia y les marcan una amarga y resignada juventud sin igualdad de oportunidades frente a otras y otros como ellos.

      Pero este impacto de los conflictos armados sobre la vida de las niñas y los niños no es una preocupación exclusiva de Colombia ni del siglo XXI. Desde 1864 año de fundación del Comité Internacional de la Cruz Roja, y luego la aprobación en agosto de 1949 de los cuatro Convenios de Ginebra, la comunidad de naciones ha hecho visible la preocupación por la problemática de las víctimas de las guerras, en particular de la población civil y de la niñez menor de 15 años utilizada por combatientes, de ahí que los países hayan acordado que el objetivo primordial de los Convenios suscritos era el de poner límites a la crueldad de las guerras. En ese orden de ideas, los cuatro convenios concuerdan en un artículo común, el tercero, según el cual se garantiza una mínima protección a las víctimas de las confrontaciones armadas. Finalizada la Segunda Guerra Mundial, la Cruz Roja consideró pertinente ajustar el Convenio a las dinámicas macabras que marcó la mencionada guerra.

      Dicho artículo tercero común que regula los conflictos no internacionales (como es el caso de Colombia) conmina a quienes participan del conflicto, a observar al menos que las personas que no participen de las hostilidades deban ser tratadas con humanidad sin ninguna distinción basada en su raza, color, religión, creencias, sexo, nacimiento o fortuna. En dicha línea se prohíben los atentados contra la vida y la integridad corporal, especialmente el homicidio en todas sus formas, las mutilaciones, los tratos crueles y la tortura, así como la toma de rehenes, los atentados contra la dignidad personal, las condenas y ejecuciones sin previo juicio ante el tribunal competente. Este artículo ordena que los heridos, enfermos y náufragos deberán ser recogidos y asistidos.

      Estas obligaciones consagradas en textos legalmente vinculantes desde 1949 rigen como si hubiesen sido escritos para coyunturas bélicas que han debido desaparecer hace muchas décadas, las que en cambio están más que vigentes aun 65 años después de su aprobación. Esta mirada sugiere escepticismo y desesperanza frente a las luchas legales que pretenden regular la conducta humana: por un lado, el universo jurídico de las normas en el que las naciones llegan solamente hasta su adopción formal pero quedan allí, escritas. Estas normas que en los imaginarios colectivos no generan transformaciones (siempre se quiere modificar o hacer nuevas leyes), no son malas per se; el punto y el reto anterior (1949) y actual (2014) para los pueblos es entender que la norma no es un fin en sí misma sino un medio para transformar los comportamientos y regular la convivencia entre las personas. Pero las normas no pueden solas y de manera aislada producir esos cambios. Ellas deben estar acompañadas por acciones de política social y económica, acciones de cultura, pedagogía y alfabetización en derechos humanos y programas de desarrollo humano entre otras. Ese es el reto del siglo XXI.

      En efecto, así lo ha intentado la comunidad de naciones. Además de los Convenios del 49, el Comité Internacional de la Cruz Roja promovió en 1977 la aprobación de los dos Protocolos Adicionales a los cuatro Convenios en los que se regula, en tiempos de conflictos armados, la protección debida de la población civil y se prohíbe alistar a personas menores de 15 años para que participen en las hostilidades. Posterior al 77 se aprobaron, en el ámbito de las Naciones Unidas y de la Organización Internacional del Trabajo –OIT–, el Convenio Adicional a la Convención de los Derechos del Niño relativo a la prohibición de reclutar menores de 18 años para que participen en conflictos armados (1999), y el Convenio 182 sobre erradicación de las peores formas de trabajo infantil que abarca el reclutamiento y utilización de menores de 18 años en conflictos armados y la utilización de personas menores de 18 años en actividades ilícitas, particularmente el narcotráfico y sus acciones concomitantes (2002). Estos acuerdos normativos son pasos importantes, pero reitero, por sí solos no logran avances. Las normas son una de las tareas, no la única.

      También es importante anotar que tal sería la honda preocupación por la situación de la niñez reclutada y utilizada por grupos armados ilegales en el mundo, que en 1996 se crea en el ámbito de la Secretaría General de Naciones Unidas la Oficina del Representante Especial del Secretario General para la cuestión de niños soldados, oficina que desde entonces viene promoviendo Resoluciones del Consejo de Seguridad y de la Asamblea General, para que se conmine a los países que sufren conflictos armados a no permitir el reclutamiento y utilización de niños y niñas por los citados grupos, y en particular una Resolución exclusiva (1325) sobre el trato y el respeto que debe asegurarse a las niñas y a las mujeres víctimas de los conflictos armados. Esta Oficina Especial ha producido de manera sistemática y anual desde 1997, informes del Secretario General para el Consejo de Seguridad de Naciones Unidas sobre la situación de niños soldados en los diferentes países del mundo, incluida Colombia, los que han permitido hacer pedagogía mundial en cuanto a poner en evidencia esta aguda problemática, en el ámbito de la Resolución 1612 del 26 de julio de 2005 que crea un mecanismo de monitoreo y seguimiento para los países del mundo en los que persiste el reclutamiento y utilización de personas menores de 18 años para que participen en conflictos armados.

      Estos ejercicios de política pública internacional han sido suscritos por la mayoría de los países del mundo y con fundamento en ellos, Colombia ha sido particularmente juiciosa, no solo en su suscripción y adopción, sino en la aprobación de leyes de contenido contundente para consagrar sanciones severas para quienes recluten y utilicen menores de edad y para organizar todo el aparato estatal en torno del trato jurídico y de protección social que debe asegurarse a las personas menores de 18 años que en cualquier condición abandonen los grupos armados ilegales. También Colombia es parte del Estatuto de la Corte Penal Internacional para el cual el reclutamiento forzado de menores de 15 años es tipificado como crimen de guerra, y por ende es un delito de carácter imprescriptible.

      Otras normas nacionales como las de Orden Público, el Código Penal y la Ley de Infancia y Adolescencia, además de las que ratifican los tratados internacionales ya relacionados y que contienen previsiones claras y precisas, componen el cuerpo normativo regulatorio de una de las condiciones más aberrantes a las que puede ser sometido un ser humano que no ha llegado a su mayoría de edad: el reclutamiento y utilización para participar directa o indirectamente en el conflicto armado y del accionar criminal que funciona paralelo al conflicto.

      Colombia ha hecho,

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