Las Muertes Chiquitas. Mireia Sallarès Casas
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Escribo «mujeres» entre comillas y releo fragmentos del texto que Paul B. Preciado, cuando todavía firmaba Beatriz Preciado, redactó para la primera edición del que este libro es relectura:
Parece urgente extraer el término género del colapso esencialista que lo reduce a «mujer», aseptizándolo y privándolo de su historicidad y de su multiplicidad (haciéndolo coincidir con «bio-mujer blanca heterosexual») y de las codificaciones excluyentes en términos de clase, raza, sexualidad… o discapacidad. En este sentido las políticas de género no son ni pueden ser «políticas de o para las mujeres». Para ello es necesario operar dos desplazamientos: primero, desnaturalizar la noción de género evitando que esta sea absorbida por uno de sus ideales normativos («mujer»), para después, segundo, situar el análisis de género en una transversal más compleja que dé cuenta de las construcciones de clase, raza, sexualidad, etnia, religión, edad, estableciendo alianzas con los movimientos contra la guerra y de lucha por la justicia social, impidiendo así que el feminismo y los movimientos homosexuales puedan operar como simples «estilos de vida» dentro de la agenda del imperialismo neoliberal. […] invención de formas de «desobediencia de género» que proceden de los colectivos transgénero y gender-queer, pero también críticas de los dispositivos teológico y médico-jurídico de asignación de género en la primera infancia que proceden de los colectivos intersexuales o de los movimientos feministas en contextos cristianos o musulmanes, proposiciones de multiplicación y distorsión de las formas de visibilidad sexual que surgen en los movimientos pospornográficos, alianzas de cuerpos pauperizados de trabajadoras sexuales y de cuerpos cuya sexualidad ni siquiera es considerada como trabajo… Estas luchas, al mismo tiempo locales, modestas y sofisticadas, están redefiniendo los términos de la gramática de la democracia por venir. […] Podríamos decir que, en este sentido, el paisaje del feminismo contemporáneo es deleuziano: está hecho de minorías, de multiplicidades y de singularidades, y todo ello a través de una variedad de estrategias de lectura, reapropiación e intervención irreductibles a los eslóganes de defensa de la «identidad», la «libertad», o la «igualdad».1
Todavía hoy, siempre con sorpresa y como una barricada frente a la explotación y autoexplotación de nuestros cuerpos, creo que el cuerpo de todas las personas que viven cualquier forma de opresión sigue siendo un lugar obstinado y capaz donde el goce auténtico y la vida pueden existir. Donde todas y todos podemos hacer las paces con el mundo y nuestra historia. Y pienso que, como Maite Larrauri afirmaba respecto de este proyecto:
Ser conscientes de que hay que salir de la caverna de la ignorancia no es tener energía para hacerlo. Pero estas mujeres parecen saber que es de ellas mismas, de sus cuerpos, de donde se puede extraer esa energía. Por eso sus declaraciones pasan, sin ruptura, de hablar de sus condiciones vitales a hablar de su sexualidad. Apuntan así hacia una idea de energía que concuerda con lo que algunos filósofos clásicos formularon. La energía, dirán estos, son las alas que nos llevan de este mundo a otro mejor, más hermoso, más justo, más verdadero. […] No son impostoras, lo que cuentan son historias de violencia y de sexo en las que ellas han sido protagonistas, y son casi siempre experiencias excepcionales, experiencias límite. Porque a pesar de que la historia de lo que les ha sucedido la han sufrido, ellas no han sucumbido, no se han dejado vencer, y la prueba es su discurso. Si no han podido ser sujetos de sus propias vidas, ahora son sujeto de sus propios discursos, en los que se esfuerzan por narrar y por comprender. Ni siquiera Eva –la mujer que declara sentirse muerta– se ha dejado vencer cuando habla. La persona derrotada calla o habla solo con las palabras del vencedor. Y este no es el caso.2
Este volumen no recoge todos los contenidos que se publicaron en la primera edición de Las Muertes Chiquitas. Están aquellos que los recursos y el empeño han permitido, porque la libertad, como diría Doña Chelo, también cuesta dinero. De los textos se han escogido solamente las voces procedentes de México y se han incorporado nuevas imágenes que documentan hechos especialmente singulares como el estreno de Las Muertes Chiquitas en el mítico cine Ópera de la capital mexicana.
Proyectamos la película en las ruinas del templo de la época dorada del cine mexicano de los años cincuenta del siglo pasado. Por si acaso se producía algún derrumbe, tuvimos que hacer un seguro de vida a todas las personas del público que asistieron. Y elegí empezar el 12 de diciembre para que la Guadalupe nos cuidara. No había calefacción ni servicios. Instalamos la electricidad indispensable para iluminar los ángeles de la fachada y los espacios de tránsito. El generador ocupaba una habitación entera. El aforo era de ciento treinta sillas, las que cabían en el perímetro que la aseguradora consideró fiable. No quedó dinero para alquilar una limusina para trasladar a las protagonistas al estreno, tal y como ellas se merecían. En el vestíbulo, Doña Chelo nos dijo que era un acierto estrenar la película allí porque «el Ópera está como nosotras, las mujeres, que por fuera todavía se aguanta pero por dentro está hecho una mierda»; y que la proyección era un «acto de justicia histórica» porque por fin en ese espacio se daba voz a aquellas que durante tantos años «se habían tenido que contentar con un pinche abrazo de un macho como Pedro Infante».
Yo decidí estrenar en el cine Ópera porque sentía que era un espacio capaz de transformarse en una matriz enorme que contuviera todos los cuerpos presentes: los que escuchaban y los que hablaban, borrando límites entre obra y público. También estaba convencida de que habría gente que vendría a ver la película solamente por entrar en el Ópera: una estrategia de seducción y apertura para todas aquellas personas que, a priori, no tenían vínculos o interés ni con el arte contemporáneo ni con el placer de las mujeres. La película merecía ser vista por el público más diverso posible y casi llenamos.
Unos meses más tarde, en una presentación de lo que fue la primera versión de este libro, se me acercó un hombre mayor de aspecto humilde. Me contó que era vecino de la colonia San Rafael y que de pequeño sus padres le habían llevado a ver películas de estreno en el Ópera. Luego el cine cerró y sus padres murieron. Cuando en los noventa volvió a abrir, no se animó a entrar porque el lugar se había recuperado como sala de conciertos de rock hasta que hubo un altercado y se clausuró definitivamente. Aquella vez no quiso perderse la oportunidad, la entrada era gratuita y, con la intención de curiosear disimuladamente y salir antes de que la larga proyección terminara, entró. Sin embargo, a pesar del frío, se quedó hasta el final. Ese día, con un ejemplar bajo el brazo, había venido a felicitarme.
Por eso hemos querido que este nuevo volumen incorpore también el largometraje que vio la luz por primera vez en esas ruinas. Las cinco horas con la voz, el rostro y el testimonio directo de todas las mujeres que compartieron conmigo su historia y viven en este libro. Aquellas que, como yo, entienden que, frente a todo lo que reglamenta y calcula la vida, el placer y la muerte de nuestros cuerpos, la narración es una estrategia de resistencia y supervivencia. Las mismas que amplifican el grito revolucionario mexicano por excelencia. Una frase que atraviesa todas las historias de resistencia, de goce y de sufrimiento de los cuerpos oprimidos en este mundo doliente: los orgasmos, como la tierra, son de quien los trabaja. Y la lucha sigue.
Badalona, agosto de 2019
1Beatriz Preciado, «Revoluciones vivas y muertes chiquitas» en Las Muertes Chiquitas, Blume, Barcelona 2009, p. 75
2Maite Larrauri, «Muertes chiquitas y vida