Las Muertes Chiquitas. Mireia Sallarès Casas

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Las Muertes Chiquitas - Mireia Sallarès Casas

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salida del templo le preguntó por qué lloraba. Ella le contestó que era porque no tenía dinero. La prostituta le dijo que hacía un momento había visto cómo un hombre se le había acercado y le había ofrecido mil pesos para que se fuera con él, y sin embargo ella no lo había aceptado. Ella le preguntó que adónde. ¡Pues al hotel!, contestó la otra. ¿Para qué?, dijo ella. ¡Pues para coger! ¿Y qué es coger?, preguntó Carmen. ¡Pues hacer el amor! ¿Y qué es hacer el amor?, continuó ella. ¡Pues lo que haces para tener estos hijos! Carmen se levantó asustada y se fue mientras escuchaba cómo la sexoservidora le gritaba: «¡Pinches indias ignorantes, se guardan solo para un hombre que además las golpea!». Carmen se detuvo porque sintió que esa era una verdad demasiado grande como para no hacerle caso y regresó para preguntarle a la sexoservidora cómo debía hacer.

      Le recomendó que fuera a buscar al hombre que antes se le había acercado, y así lo hizo. Al terminar con él, ya había una fila con otros esperando. Esa tarde solucionó la mayoría de sus problemas económicos y desde entonces juró que ni ella ni sus hijos pasarían más hambre. Trabajó siempre para ella misma, sin ningún hombre que la representara. Pasados los años se separó de su marido, quien se vengó diciendo a los hijos que su madre era una puta barata de La Merced. Todos le dieron la espalda y Carmen tuvo que irse de la casa dejando todas las cosas que ella había comprado con el trabajo de su cuerpo.

      Me dijo que había tenido orgasmos maravillosos, que algo bueno del trabajo de la prostitución es que puede ser una manera de conocer el cuerpo y disfrutar de él. Le pregunté si alguna vez había tenido alguno con un cliente y me dijo que no porque, aunque algunos clientes lo hacen muy bien, ella se agarraba al cabecero de la cama para reprimirse porque no quería vender sus orgasmos.

      Cuando nos conocimos Carmen estaba enferma, pero no le preocupaba la muerte. Me dijo que tenía preparada una jeringuilla para cuando los dolores fueran demasiado fuertes, para matarse, porque ella sabía que todo tenía un principio y un fin. Le pregunté dónde le gustaría ser enterrada. Sonrió y dijo que le daba igual, que sus hermanos podían tirar las cenizas en la calle, al fin y al cabo era donde siempre había estado. Le pregunté si, siendo creyente, no le preocupaba pecar, y me respondió que su único pecado había sido la ignorancia.

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      [COLONIA CONDESA, ENERO 2007] Entrevisté a Mayra creyendo que no hablaríamos de ella, sino de un ensayo que había escrito sobre la relación amorosa entre Hernán Cortés y la Malinche, su mujer indígena. Por si acaso había pocas mujeres que se animaran a contar su historia, pensé que tendría sentido indagar sobre las grandes figuras femeninas de la historiografía mexicana; y sobre todo porque existe una expresión que me intrigaba y que hacía referencia a la Malinche. «Ser malinchista» tiene un sentido peyorativo, equivale a ser un traidor o a que te guste más lo extranjero que lo propio.

      No hicimos la entrevista en su casa, sino en casa de su madre, y cuando la terminamos entendí que no había elegido el lugar arbitrariamente. Empezamos conversando sobre la vida de la Malinche. Su nombre original era Tenepal y, a pesar de pertenecer a una clase indígena poderosa de la sociedad náhuatl, su familia la había vendido como esclava. A su llegada, Cortés fue recibido por los mayas, que, como símbolo de paz, le obsequiaron con un contingente de mujeres, entre las que estaba la Malinche, que los acompañaron en su ruta conquistadora.

      Inicialmente, Marina, el nombre que obtuvo al ser bautizada, no fue amante de Cortés, sino de uno de sus capitanes. En el viaje, al llegar a la zona náhuatl, el traductor que prestaba servicio a Cortés le dijo que no entendía esa lengua y fue entonces cuando la Malinche se ofreció como intérprete. A partir de ese momento se convirtió en la traductora, asesora política, compañera y amante de Cortés. Mayra me contó que, en una de sus cartas a los reyes de España, Cortés se refería a ella como «su lengua». Su relación duró poco más de dos años, de 1519 a 1521, durante los que tuvieron un hijo: Martín Cortés, «el mestizo». Y en Coyoacán, Ciudad de México, todavía existe la casa donde vivieron y que Cortés dejó a nombre de la Malinche. En un parque cercano hay una escultura fascinante e inquietante donde los tres ofrecen las manos a quien mira como si mostraran que no tienen nada que esconder.

      La tesis que Mayra escribió se proponía demostrar que estos dos personajes de la historia española y mexicana sí se enamoraron y que, en su lectura contemporánea, son un ejemplo de una relación avanzada para la época en que vivieron. Fueron dos personas que sabían que sus dos mundos habían llegado a su fin y que todo estaba a punto de transformarse. Sabían que el nuevo mundo sería el resultado de esa mezcla. Personajes valientes que a Mayra le emocionaban; en su opinión, la lectura que se ha hecho de la Malinche solamente como de una mujer abusada y violada que traicionó a su pueblo, es una interpretación machista. Estaba segura de que la Malinche y Cortés sí se amaron y no entendía cómo la lectura oficial de la historia se basaba en algo tan racista como que un europeo como Cortés no podía enamorarse de una india como la Malinche.

      Me aseguró que existían pruebas que demostraban cómo Cortés nunca desatendió a la Malinche ni a su hijo. Y que escribiendo su tesis lejos de México, enfrentada a los textos históricos originales, se dio cuenta de cómo le habían contado la historia y de cómo todos llevamos una máscara cultural introyectada de racismo y de una visión en la que la mujer siempre tiene que ser la víctima. Así se hizo consciente de que a ella, como a la mayoría de las mujeres, la educaron para ser víctima y que por eso durante mucho tiempo siempre se había sentido una pinche víctima. A partir de eso, me habló de la relación de sus padres, que siguieron juntos sin amarse, de la insatisfacción de su madre en el matrimonio, que de niña tanto le había dolido y que ahora entendía; del accidente en el que murió su padre y ella se salvó. Luego hablamos de sus orgasmos. Me contó que una vez las contracciones fueron tan fuertes que expulsaron al amante que la penetraba fuera de su cuerpo. Le pedí que definiera el orgasmo y respondió: «El orgasmo es sentir y el antiorgasmo es pensar». Tiempo después, hablando de un desamor, me dijo: «Ahora sí, ya enterré a mi padre».

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      [COLONIA AJUSCO HUAYAMILPAS, ENERO 2007] Conocí a Citlali una tarde de invierno en el bar del Instituto de Antropología de la UNAM, donde ella cursaba su doctorado. Citlali nació en Ciudad de México, pero su familia es indígena de Oaxaca, del istmo de Tehuantepec, gente que viene de las nubes, los binizaa’.

      Me contó que, de niña, su mamá iba a buscarla a la escuela vestida con su traje indígena tradicional y que sus compañeros le gritaban india. Le preguntó a su madre por qué la llamaban así y ella le explicó que la estaban insultando, porque en México eso era muy peyorativo. De pronto se puso a llorar y me contó que el racismo era la violencia más grande y la primera que recordaba desde pequeña. Y creía que esa era la razón por la cual de mayor se hizo antropóloga.

      Me explicó que había tenido una relación complicada con el placer. Que cuando se fue a vivir con su novio no podía disfrutar ni tener orgasmos. Se dio cuenta de que eso era debido a la educación que había recibido en su casa y decidió hablarlo con sus padres.

      Me fascinó su manera valiente de pedirles permiso y al mismo tiempo de liberarse del peso familiar. Me contó, entre risas, que cuando llegaba a casa de sus padres después de una investigación de campo, cansada y más delgada que de costumbre, su madre le contaba que su padre pensaba que había abortado.

      Hablamos de sus compañeras de la facultad, que parecían mucho más liberadas sexualmente de lo que en realidad lo eran. Me contó que se daba cuenta de que, en la mayor parte del México contemporáneo de clase media aspiracional, ella era todavía un ejemplo de lo que nadie

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