The twittering machine . Richard Seymour
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Ahora, la escritura, como todo lo demás, se ha reestructurado siguiendo el formato del ordenador. Miles de millones de personas, sobre todo en los países más ricos del mundo, estamos escribiendo hoy más que nunca antes, en nuestros teléfonos, tabletas, ordenadores portátiles y de mesa. Y no es tanto que escribamos, como que estamos siendo escritos. No se trata realmente de las «redes sociales». Esta expresión se ha usado tan excesiva y ampliamente que sería deseable que desapareciera o, como mínimo, corresponde ponerla en tela de juicio. Es una forma de propaganda taquigráfica. Todos los medios, todas las redes, todas las máquinas son sociales. Antes de ser tecnológicas, las máquinas son sociales, como escribió el historiador Lewis Mumford. Mucho antes del advenimiento de las plataformas digitales, el filósofo Gilbert Simondon exploraba de qué maneras las herramientas generaban relaciones sociales. Una herramienta es, primero, el medio de una relación entre un cuerpo y el mundo. Las herramientas conectan a quienes las usan en una serie de relaciones entre sí y con el mundo que los rodea. Además, el esquema conceptual a partir del cual se crean las herramientas puede transferirse a nuevos contextos y generar así nuevos tipos de relaciones. Hablar de tecnologías es hablar de sociedades.
Esta es una historia sobre una industria social. Como industria puede, a través de la producción y recolección de datos, objetivar y cuantificar la vida social en una forma numérica. Como señala William Davies, su singular e extraordinaria innovación ha sido dar visibilidad a las interacciones sociales y permitir que sean sometidas al análisis de datos y al análisis de los sentimientos. Esto vuelve la vida social eminentemente susceptible de manipulación por parte de los gobiernos, los partidos y las empresas que compran servicios de datos. Pero, más que eso, este fenómeno produce vida social, la programa. Eso es lo que sucede cuando pasamos más horas tecleando en la pantalla que conversando con otros cara a cara: nuestra vida social está gobernada por algoritmos y protocolos. Cuando Theodor Adorno escribía sobre la «industria de la cultura», argumentando que la cultura estaba siendo mercantilizada y homogeneizada universalmente es posible que estuviera haciendo una simplificación elitista. Hasta la línea de producción de Hollywood mostraba más variación de la que admitía Adorno. La industria social, en cambio, ha ido mucho más allá hasta someter la vida social a una fórmula escrita invariable.
Estamos hablando de la industrialización de la escritura. Estamos hablando del código (la escritura) que modela la manera en que la usamos, los datos (otra forma de escritura) que generamos al escribir y el modo en que se utilizan esos datos para moldearnos (escribirnos).
III.
Nadamos en escritura. Nuestra vida se ha vuelto, como dice Shoshana Zuboff, un «texto electrónico». Gradualmente, una parte cada vez más amplia de la realidad va cayendo bajo la vigilancia del microchip.
Mientras algunas plataformas se proponen contribuir a que la industria pueda hacer más legibles, más transparentes y, por ende, más manejables, sus procesos laborales, las plataformas de datos como Google, Twitter y Facebook concentran su atención en los mercados de consumo. Intensifican la vigilancia y de pronto dejan a la vista enormes substratos de conductas y deseos que habían estado ocultos, lo que hace que, en comparación, las señales de precios y la investigación de mercado parezcan prácticas casi pintorescas. Google acumula datos leyendo nuestros correos electrónicos, monitoreando nuestras búsquedas, recolectando imágenes de nuestros hogares y ciudades en Street View y registrando nuestras ubicaciones en Google Maps. Y, gracias a un acuerdo con Twitter, también supervisa nuestros tuits.
El matiz que agregan las plataformas de la industria social es que no necesariamente tienen que espiarnos. Han creado una máquina para que nosotros les escribamos a ellas. El señuelo está en que estamos interactuando con otras personas: nuestros amigos, nuestros colegas profesionales, las celebridades, los políticos, la realeza, los terroristas, los actores y actrices porno: cualquiera con quien queramos hacerlo. Sin embargo, no estamos interactuando con ellos sino con una máquina. Le escribimos a ella y ella transmite nuestro mensaje después de conservar un registro de los datos.
La máquina se beneficia con el «efecto red»: cuanta más gente le escribe tantos más beneficios puede ofrecer, hasta que no ser parte de ella llega a ser una desventaja. ¿Parte de qué? Del primer proyecto de escritura de final abierto, colectiva, en vivo y pública que ha existido. Un laboratorio virtual. Una máquina de adicción que exhibe groseras técnicas de manipulación reminiscentes de la caja de Skinner creada por el conductista B. F. Skinner para controlar la conducta de palomas y ratas con recompensas y castigos. Somos «consumidores», en gran medida como son «consumidores» los adictos a la cocaína.
¿Cuál es el incentivo que nos impulsa a escribir durante horas cada día? En una forma de precarización masiva, los escritores ya no esperan que se les pague ni conseguir un contrato de trabajo. ¿Qué nos ofrecen las plataformas en lugar de un salario? ¿Con qué nos enganchan? ¿Con qué nos recompensan? Con aprobación, atención, retweets, publicaciones compartidas y likes.
Esta es la máquina de trinar: no la infraestructura de cables de fibra óptica, de servidores de bases de datos, de sistemas de almacenamiento, ni siquiera el software y el código. Es la maquinaria de los escritores y la escritura y el bucle de retroalimentación en que habitan. La máquina de trinar prospera basándose en su celeridad, su informalidad y su interactividad. Los protocolos de la plataforma Twitter, por ejemplo, centrados en el límite de extensión de 280 caracteres para cada intervención, alientan al usuario a postear velozmente y con frecuencia. Un estudio sugiere que el 92 por 100 de toda la actividad y participación relativa a un tuit sucede dentro de la primera hora posterior a su publicación. El post tiene una rápida pérdida de repercusión, de modo que cualquier publicación, salvo si «se vuelve viral» tiende a ser olvidada velozmente por la mayoría de los seguidores. El sistema que permite tener «seguidores», «arrobar» o mencionar a otros y desarrollar «hilos», incita a expandir las conversaciones a partir de un tuit inicial, lo cual favorece la interacción. Esto es lo que gusta de la plataforma, lo que la hace atrayente y adictiva: es como enviar mensajes de texto pero en un contexto público, colectivo.
Mientras tanto, los hashtags y los trending topics subrayan en qué medida todos estos protocolos están organizados alrededor de la masificación de voces individuales –un fenómeno alegremente descrito por los usuarios con un concepto tomado de la ciencia ficción: la «mente colmena»– y del despliegue publicitario. La recompensa buscada es un breve periodo de frenesí colectivo extático sobre un tema cualquiera. A las plataformas no les importa particularmente cuál sea el objeto de ese frenesí: lo que interesa es generar datos, una de las materias primas más provechosas descubiertas hasta ahora. Como en los mercados financieros, la volatilidad agrega valor. Cuanto más caos, tanto mejor.
IV.
Desde el capitalismo de la imprenta al capitalismo de las plataformas, los apóstoles de los macrodatos o big data no ven en este fenómeno más que progreso humano. Según el antiguo jefe de redacción de Wired, Chris Anderson, el triunfo de los datos anuncia el fin de la ideología, el fin de la teoría y hasta el fin del método científico.
De ahora en adelante, dicen, antes que realizar experimentos o generar teorías para comprender nuestro mundo, podemos aprenderlo todo de un descomunal conjunto de datos. Para quienes necesiten oír un tono de sonoridad más progresista, la ventaja de hacer que los mercados sean masivamente más legibles es que con ello puede ponerse fin al misticismo de mercado. Ya no tenemos que creer, como creía el economista neoliberal Friedrich Hayek, que solo los mercados, aplicando libremente sus propias estrategias, podían saber realmente qué quiere la gente. Ahora las plataformas de datos nos conocen mejor que nosotros mismos y pueden ayudar a las empresas a modelar y crear mercados en tiempo real. Se augura un nuevo orden tecnocrático en el cual los ordenadores permitirán a las empresas y a los estados anticiparse a nuestros deseos, responder a ellos y moldearlos.
Esta dudosa y fantástica perspectiva es solo plausible en la medida en