Bajo el disfraz. Kate Hoffmann

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Bajo el disfraz - Kate Hoffmann Julia

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de Santa Claus.

      Él hizo una mueca de incredulidad.

      —¿Cómo?

      —Debería haberme entrevistado con el señor Robbins. Pensé que era usted.

      —Pero yo estaba hablando de ropa interior… ¿Cree que hablo de estas cosas con todo el que entra en mi oficina?

      Claudia se encogió de hombros. Hacerse la ingenua podría funcionar.

      —Yo también me quedé un poco sorprendida, pero es que necesito el trabajo. Podría haberme hablado de su vida sexual y yo le habría aconsejado… siempre que así consiguiera el puesto.

      Thomas Dalton esbozó una sonrisa que se borró inmediatamente de sus labios. Claudia se quedó helada. Había descubierto que estaba jugando con él y tenía que hacer algo para que no la echase a patadas.

      —Me gustaría mucho ser uno de los pajes de Santa Claus.

      —¿Por qué?

      —Porque he oído las historias que cuentan sobre el Santa Claus de los almacenes Dalton. Por lo visto, hace realidad los sueños de los niños.

      —Yo no sé nada de eso —replicó él.

      —¿Cómo? Santa Claus es su empleado y usted es el jefe, ¿no?

      —Ahora mismo eso sería tema de debate.

      —Pues yo quiero hacer realidad los sueños de los niños. Quiero conocer a ese hombre y… y disfrutar de la pureza de su corazón.

      En ese momento alguien abrió la puerta del despacho.

      —Señor Dalton… ¡Ah, ahí está! —exclamó la secretaria dirigiéndose a Claudia—. Creía que se había marchado.

      —Señorita Lewis, dígale a Robbins que recomiendo a la señorita Moore para el puesto de paje de Santa Claus. Es lista, atrevida… y posee todas las cualidades que debe tener un buen paje.

      —Venga conmigo —dijo la secretaria—. El señor Robbins está esperando.

      Claudia se levantó, cortada.

      —Ha sido un placer conocerla, señorita Moore —sonrió Thomas Dalton, estrechando su mano—. Y espero que encuentre en los almacenes Dalton la «pureza» que tanto desea.

      Aquella vez no pudo dejar de notar la fuerza de sus dedos y el calor que recorría su brazo. Por un momento, pensó que no quería dejarla ir.

      —Puede llamarme Claudia —dijo por fin—. Ha sido un placer conocerlo, Tom. ¿O es Thomas?

      Él sonrió de nuevo, encantador, tan diferente de la fachada distante que quería mantener al principio.

      —Mis socios me llaman Thomas. Mis amigos me llaman Tom. Pero si quiere ser uno de nuestros pajes, tendrá que llamarme señor Dalton.

      La señorita Lewis carraspeó y Claudia la siguió hasta la puerta. Cuando se volvió, vio a Thomas Dalton mirándola con una sonrisa enigmática. Desde luego, si sabía algo sobre la vocación benéfica de su Santa Claus no pensaba decírselo. Pero ella no pensaba rendirse. Tendría que volver a intentarlo y, tarde o temprano, cantaría.

      Nada impediría que consiguiera aquella historia. Ni siquiera el guapísimo e increíblemente sexy Thomas Dalton.

      —No entiendo por qué no encontramos buenos pajes. El último que contrataste era…

      —Yo no lo contraté —dijo Tom, distraído—. Lo hizo Robbins. Pareció pensar que, como era bajito y tenía la nariz roja, daba el papel. Pero no se dio cuenta de que olía a whisky. Si estás decidido a seguir con esto, deberías entrevistar a los pajes tú mismo, abuelo.

      Theodore Dalton sacudió la cabeza.

      —No puedo perder el tiempo con esas cosas. Además, tú puedes hacerlo perfectamente Lo único que haces es trabajar. No sales, no vas a bailar…

      Tom apartó la mirada. Sí, desde luego tenía tiempo. Llevaba siete años en Schuyler Falls, aprendiéndolo todo sobre el negocio y esperando el día en que su abuelo y su padre lo enviaran a la oficina de Manhattan. Conocía el negocio de memoria y no podía entender por qué seguía dirigiendo el negocio más pequeño de la familia.

      —Si fuera por mí pondría punto y final a este asunto —murmuró—. Si quieres regalar tu dinero, hazlo de otra forma. Tienes una fundación, ¿no? Esto cada año es más complicado, abuelo.

      Estaban paseando por el departamento de electrodomésticos, los dos con las manos a la espalda. Los almacenes Dalton eran una reliquia del pasado, de un tiempo en el que los grandes negocios eran dirigidos por una sola familia. Su bisabuelo no había reparado en gastos: suelos de terrazo, paredes forradas de caoba, portero uniformado… La mayoría de los empleados llevaban toda la vida trabajando allí.

      Dalton era también el primer peldaño en el imperio familiar, un trabajo que llevaba a un puesto mejor. El padre de Tom, Tucker Dalton, que dirigió los almacenes cuando era joven, vivía en Nueva York y se dedicaba a controlar las inversiones inmobiliarias. Su abuelo, ya retirado, pasaba los inviernos en Arizona y volvía a Schuyler Falls solo para llevar a cabo su pasión secreta: hacer de Santa Claus. Tom era el único de la familia que seguía aislado en aquel pueblo diminuto.

      —Dime una cosa, Tommy. ¿Cuándo fue la última vez que estuviste con una mujer?

      Él lo miró, atónito.

      —¿Qué has dicho, abuelo?

      —¿Cuándo fue la última vez que tuviste relaciones sexuales? No te preocupes, a mí puedes decírmelo. Soy muy discreto.

      —¿Qué tiene eso que ver?

      —En realidad, nada. Solo era por curiosidad. A mi edad uno se vuelve curioso —contestó su abuelo.

      —No pienso hablar contigo sobre mi vida sexual. El problema no es el sexo, sino el aburrimiento. Puedo hacer este trabajo dormido y tú lo sabes. Además, he triplicado los beneficios del almacén. ¿Por qué no me envías a Nueva York?

      —Aún quedan muchas cosas que hacer aquí. Si te aburres, estoy seguro de que encontrarás la forma de mantenerte ocupado.

      En realidad, Tom había encontrado algo… o más bien a alguien que había despertado su interés. Claudia Moore. Había pensado en ella muchas veces desde que la había visto en su despacho. Con aquella sonrisa contagiosa y los ojos brillantes…

      —Robbins ha contratado un nuevo paje para Santa Claus —dijo, para cambiar de conversación—. Es muy guapa, por cierto.

      Su abuelo se volvió para mirarlo.

      —¿Guapa? ¿Cómo de guapa?

      Tom vaciló un momento. ¿Lo había dicho en voz alta? Normalmente no decía en voz alta lo que pensaba, pero Claudia Moore tenía la habilidad de hacerle decir cosas que no solía decir. Tenía la capacidad de desarmarlo.

      —Mucho —contestó—. Tiene muy buena figura y una melenita morena,

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