Bajo el disfraz. Kate Hoffmann
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—Parece que te has fijado mucho en esa chica —rio su abuelo—. No olvides la primera regla de los Dalton. Regla número uno, nunca…
—Lo sé, lo sé. No mantener relaciones con los empleados —dijo Tom, impaciente.
Nunca había sentido la tentación de hacerlo, pero Claudia Moore lo intrigaba. Le gustaría conocerla mejor, charlar con ella, disfrutar de sus afilados comentarios.
—No, esa no es la regla número uno —dijo Theodore entonces—. Es la número tres. La número uno es no dejar pasar la oportunidad de conquistar a una mujer hermosa. Así es como conocí a tu abuela. Estaba tras el mostrador de los caramelos con un mandil de florecitas. Me sonrió, yo le sonreí y el resto es historia.
—No pienso salir con un paje de Santa Claus —replicó Tom, nada convencido—. Ni con una empleada.
Pero podía pasarlo bien con ella mientras estaba allí, ¿no? Para pasar el rato, se dijo.
—Pero no mojes el palito en el tintero de la empresa —le aconsejó su abuelo.
Tom soltó una carcajada.
—Mojaré el palito fuera de la empresa, te lo prometo.
—Por cierto, me voy a Nueva York la semana que viene.
—Oh, no. No pienso hacerlo, abuelo. No pienso ponerme el traje de Santa Claus, no pienso sentarme en el sillón y tener a un montón de mocosos sobre la rodilla…
—Hacer de Santa Claus es una tradición familiar —lo interrumpió Theodore—. Yo lo hecho, tu padre lo ha hecho y ahora lo harás tú. Y algún día lo harán tus nietos. Además, así tendrás más tiempo para estar con esa encantadora jovencita —añadió, mirando el reloj—. Y ahora tengo que irme. El deber me llama.
Suspirando, Tom lo observó salir del despacho. Quería mucho a su abuelo, pero no podía entender aquella devoción por hacer de Santa Claus.
Conocía bien la historia. El año que abrieron los almacenes su bisabuelo, Thadeus Dalton, decidió que el éxito económico debía ser mitigado con cierta humildad. Según él, siempre era bueno acordarse de los menos favorecidos. De modo que se convirtió en Santa Claus para hacer realidad los deseos de los niños y continuó hasta su muerte en 1988. Como creía una grosería alardear de eso, el secreto empezó a formar parte de la tradición.
En 1920 era imposible averiguar quién había dejado un sobre con dinero debajo de una puerta. Pero últimamente los regalos eran cada vez más elaborados y había que contratar gente de fuera, de modo que tarde o temprano la historia llamaría la atención de la prensa.
Tom insistía en usar el dinero de forma más eficiente; le pidió a su abuelo que donase una buena cantidad al ayuntamiento de Schuyler Falls, que comprase ordenadores para el instituto… Y Theodore Dalton hizo ambas cosas, pero seguía negándose a dejar el papel de Santa Claus.
Tom podía tolerar el secretismo, pero no si lo obligaba a ponerse una barriga postiza. Después de todo, como director de los almacenes tenía una reputación que proteger. ¿Y si los empleados lo reconocían bajo el traje rojo y la barba blanca? ¿Seguirían respetándolo? Si Claudia Moore era un ejemplo, tenía razones para preocuparse.
Nunca había conocido a nadie como ella, nunca había sentido una atracción tan inmediata… ni una irritación tan severa.
Quizá su abuelo tenía razón; llevaba demasiado tiempo sin estar con una mujer. Desde que su compromiso se rompió tres años atrás, apenas tenía vida social. Schuyler Falls era un pueblo pequeño y la mayoría de las chicas solteras, que lo consideraban un partidazo, se dedicaban a perseguirlo. Pero él no estaba interesado.
Había tenido un par de aventuras desde que rompió su compromiso, pero últimamente quería algo más. No solo sexo, como su abuelo había sugerido, sino algo mucho más profundo. Quería una mujer que pudiera interesarlo fuera del dormitorio, una mujer independiente que fuera un reto para él, que hiciera interesante cada día.
Tom salió del despacho de su abuelo y se detuvo ante el escritorio de la señorita Lewis.
—¿Quiere algo, señor Dalton?
—¿Le importa traerme el informe de la señorita Moore? Debe de tenerlo Robbins.
—¿No es la joven que contratamos ayer?
—Esa misma. Dígale a Robbins que quiero también su horario de trabajo.
La señorita Lewis no disimuló su curiosidad.
—¿Hay algún problema?
—En absoluto. Solo quiero echar un vistazo al informe.
Apenas se había sentado tras su escritorio cuando la señorita Lewis entró con el informe en la mano y una expresión de censura en el rostro. Tom conocía a Estelle Lewis desde que era un niño y tuvo que disimular una sonrisa.
—No me mire así. Siempre reviso los informes de los nuevos empleados.
—Solo después de que yo se lo recuerde seis o siete veces. ¿Recuerda la primera regla de los almacenes Dalton?
—Ahora es la tercera. Mi abuelo ha cambiado el orden.
La señorita Lewis lo miró, sorprendida.
—No había sido informada. ¿Por qué no había sido informada?
—Puede discutirlo con mi abuelo. Ya sabe dónde encontrarlo.
Ella salió del despacho haciendo un gesto de fastidio y Tom abrió el informe de Claudia Moore.
Lo primero que encontró fue una copia de su fotografía de carné. Incluso en una foto tan mala estaba guapa, pero la fotografía no mostraba su personalidad, su ingenio, su talento para ponerlo nervioso, su increíble desdén al tratar con quien sería su jefe.
¿Qué hacía una mujer tan inteligente trabajando como paje de Santa Claus? Por su currículum podría haber buscado un puesto en la oficina. ¿Por qué trabajar en el escalafón más bajo?
Tom sacó el horario y vio que empezaba a trabajar a las doce. Quizá pasaría un momento por la segunda planta para comprobar cómo iban las visitas a Santa Claus. No solía ir por allí, pero aquel día había algo mucho más interesante que un montón de críos pidiendo juguetes: Claudia Moore, el nuevo y fascinante paje del hombre de la barba blanca.
—¿Tengo que ponerme esto?
Claudia se miró al espejo con cara de horror. El traje, que debía de haber sido confeccionado treinta años antes porque apestaba a naftalina, era una especie de casaca de lana roja con lunares verdes. Y unos leotardos del mismo color.
—Precioso, ¿verdad?
Claudia se volvió para mirar a su supervisora, la señorita Eunice Perkins.
La idea de trabajar como paje de Santa Claus era humillante, pero tener que llevar aquel disfraz sería una tortura.
—Tiene que haber otra cosa que pueda ponerme. Algo de algodón…