Los dioses inútiles. Alver Metalli
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Читать онлайн книгу Los dioses inútiles - Alver Metalli страница 6
Extraños versos los del bufón, que en aquel momento no comprendí –ni podía comprender– y que Cortés no daba muestras de oír, absorto como estaba en sus pensamientos, o que si llegó a escuchar, no consideró que merecieran una reprimenda. Fue Andrés de Duero quien hizo callar a Cervantes el loco. La mano del secretario voló hacia el bufón, cayó sobre su cogote sonoramente mientras la voz prorrumpía en una expresión de cólera.
–Cállate ya, loco borracho, mentecato. Cierra esa boca embustera. Estas bromas malignas no son harina de tu costal.
Cervantes trastabilló hacia adelante, manoteó en el aire un minuto, recuperó el equilibrio y, junto con el equilibrio, la irritante cantinela.
–¡Viva, viva el honor de mi señor; viva el astuto capitán que está a su lado! ¡Oh Diego, oh Diego, qué mal negocio habéis hecho. ¡Oh Diego, oh Diego, cómo lo vais a lamentar! Con él me iré, para no veros llorar, a las ricas tierras que quiere encontrar.
Al oír aquellas palabras el pie de Andrés de Duero se estrelló contra el trasero de Cervantes, que esta vez cayó hacia adelante arrastrando la panza por el camino pedregoso. El bufón quedó tirado, jadeando, con las manos detrás de la cabeza y bamboleándose sobre la panza como el cascarón de un escarabajo. Agitó las pequeñas piernas de insecto y lo sacudió un estertor que no apiadó en lo más mínimo al secretario de Velázquez.
–He dicho que te calles, ¿qué son estas historias? –vociferó Andrés de Duero–. ¿Qué rufián te las ha contado? Puedes rumiar maldades en tu estómago podrido pero después vomítalas a los pies de quien te las metió en la cabeza.
Cortés no se dignó mirar ni a Cervantes ni a su airado represor y –lo recuerdo bien– sus ojos se mantuvieron bien abiertos, fijos en el camino; aquella vez la vena del cuello no se le hinchó y la expresión siguió siendo calma y melancólica. Santiago no rió de la suerte de Cervantes. Cuando el grupo se adelantó al bufón, mi hijo se movió para ayudar al pobre infeliz que se retorcía en el piso tratando de ponerse de pie. Pero yo lo contuve. Siempre he pensado que no es buena norma entrometerse en las disputas de los demás, y con mayor razón cuando uno quiere entrar a su servicio.
Fue una suerte que aparecieran las hermanas Juárez para alegrar la atmósfera. Desembocaron por un sendero lateral y fueron al encuentro del grupo contoneándose vistosamente, enfocadas por el ojo lascivo de Velázquez.
–Hermosas señoras, sabréis que Cortesillo nos deja –exclamó el gobernador cuando estuvieron bastante cerca para escucharlo–. No podíamos negarle este honor.
Fue la primera vez que oí a Velázquez llamar a Cortés de esa manera, Cortesillo, no por afecto, creo, sino para que resultara claro que don Fernán estaba en deuda con él y, por lo tanto, todo lo valioso que hubiera podido llevar a cabo en el futuro era a su propio mérito y ventaja que debía adjudicarse.
Al sonido de la voz de Velázquez las dos hermanas se separaron según sus respectivas conveniencias, que coincidían, por otra parte, con las obligaciones de su recíproca condición. La joven Catalina tomó a Cortés del brazo. Elena dejó que la mano de Velázquez le rodeara la cintura y subiera bajo la axila hasta rozarle el seno.
–Hubierais demostrado mayor sabiduría negándole el permiso –comentó la bella Elena–. Pero no hubiera servido para nada –aclaró enseguida, estrechándose al gobernador más de lo que el decoro hubiera aconsejado y la ocasión permitiera–. Don Fernán no piensa en otra cosa, quiere partir a toda costa… nadie puede retenerlo. –Se asió con mayor fuerza al brazo del gobernador, inclinándose hacia Cortés con una sonrisa maliciosa en los labios.
El grupo, junto con las hermanas Juárez, continuó su camino hacia la iglesia; Santiago y yo lo seguimos de cerca, esperando el momento propicio para ofrecer nuestros servicios al capitán. Recuerdo todo de aquel día: el aire extraordinariamente luminoso, purificado por el viento suave de la noche, los campos sin cultivar y de color pardo, el olor fuerte de la tierra humedecida por la lluvia, el graznido de las golondrinas de mar. Santiago a mi lado, que hacía una pregunta tras otra y exigía respuestas: sobre el viaje que nos esperaba, sobre las anteriores expediciones, sobre los españoles que habían naufragado en tierras desconocidas y de los que nada se sabía, sobre los indios y lo que se contaba de la costumbre que tienen de comerse unos a otros cuando toman prisioneros en la guerra, y si es verdad que engordan a los prisioneros para después comerlos, como nosotros engordamos y comemos las cabras; si creen en una o más divinidades y de qué manera las adoran; si están gobernados por soberanos y las ciudades por príncipes, como nosotros estamos sujetos al rey y las ciudades a los alcaldes; si tienen derecho a la libertad, como entonces se discutía en España, y cuál era el modo apropiado de tratarlos.
No eran preguntas fáciles, no para mí, amanuense de aldea, que nunca me había planteado estos problemas. En España, cuando vivía en mi tierra con doña Dolores y Santiago, ciertos hombres doctos de Castilla disertaban entre ellos sobre las poblaciones del Nuevo Mundo. Algunos creían que los indios no merecían gran respeto porque les gusta andar desnudos, no honran la virtud, son distraídos e ingratos con quienes demuestran ser sus amigos; ni siquiera soportan grandes fatigas, no son previsores y proveen día por día a sus necesidades sin tener en cuenta el futuro. Santiago, que sabía de estas discusiones, no era de la misma opinión; refería de otros hombres doctos –también de Salamanca– que hablaban de los indios como seres racionales, rápidos para aprender y obedientes a las enseñanzas de quien se hubiera propuesto conducirlos a mejores costumbres con maneras suaves.
Sí, recuerdo todo de aquel día: el grupo de Velázquez y sus acompañantes, Cervantes el loco que hacía piruetas, la cólera de Andrés de Duero, las miradas de Elena Juárez a Cortés, la excitación de Santiago… ¡Y tengo buenos motivos para recordarlo! Ahora sé que ese día de febrero del año mil quinientos diecinueve de Nuestro Señor Jesucristo se decidió la suerte de mi hijo.
II
Catalina Juárez se acercó a Cortés sin una sonrisa; rozó su mentón, apoyando un instante la mejilla sobre la de su marido.
–Se diría que estaréis lejos mucho tiempo –dijo la mujer con tono severo. Sus palabras se mezclaron con los chillidos de las golondrinas de mar, mientras las gaviotas daban vueltas alrededor de la verga de una carabela como moscas sobre un pedazo de carne en descomposición.
–Estebanillo se ocupará de todo –le respondió Cortés con voz ausente.
–Como siempre. Ese negro ardería en el fuego por vos –comentó Catalina con inmutable seriedad.
–Estáis de mal humor… tenéis motivo pero no derecho –observó Cortés.
–Los motivos no pueden hacerle compañía a una mujer; en cuanto al derecho… –Catalina se interrumpió y tuve la impresión de que no dejó salir todo lo que había subido a su garganta desde el corazón amargado. Cortés le rodeó la cintura con ternura.
–Debisteis elegir otro hombre, Catalina. Esta isla es demasiado pequeña para vivir mucho tiempo, nunca os lo he ocultado y por lo tanto no os he engañado.
–Me habéis desposado ya con intención de abandonarla, no creáis que no lo sé…
–No, no es para abandonarla, sino para volver con honores y fortuna –le dijo Cortés sin demasiada convicción.
–… y ahora lo habéis logrado, Velázquez acaba de decirlo, partiréis hacia las nuevas tierras… –objetó Catalina desprendiéndose