Los dioses inútiles. Alver Metalli
Чтение книги онлайн.
Читать онлайн книгу Los dioses inútiles - Alver Metalli страница 8
–No con las mujeres, con ellas no hablo jamás de estos asuntos, tenéis razón, pero con vos sí, mi querida, con vos que sois mujer excelente y tan perspicaz como un hombre –le respondió el gobernador.
–¡Entonces decidme! Sabéis muy bien que soy mujer y como tal, curiosa –lo alentó Elena Juárez esbozando una sonrisa maliciosa.
–La obstinación, la obstinación, ésa es el arma irresistible que usa –explicó Velázquez volviendo un instante la cabeza hacia Cortés.
–¿Es suficiente pedir para obtener, entonces? –se sonrió con garbo doña Elena.
–La obstinación y la escasez de pretendientes –completó Velázquez, siempre parco para hacer cumplidos.
Ese día, mientras el bufón Cervantes hacía versos con palabras misteriosas y la panza de Diego Velázquez rebotaba, Cortés saboreaba en silencio su triunfo.
Y allí, delante de la iglesia, con Santiago mi hijo que temblaba de impaciencia, me presenté a Fernán Cortés y le ofrecí mis servicios.
–¿Estáis seguro de lo que hacéis? –preguntó Cortés como era costumbre al reclutar soldados.
–Mi hijo lo está más que yo, comandante –respondí. Cortés lo miró largamente, con atención.
–Bien, entonces, ¡seguidlo! –dijo concluyendo el examen–. Todavía no soy comandante, pero si llego a estar al mando de la flota, lo sabréis; en ese caso llevad al muelle vuestras pertenencias y preparaos para partir. Si fuera otro –Dios no lo permita– embarcaos con él, no os arrepentiréis.
Santiago no abrió la boca por la emoción. Se armó de valor poco antes de despedirnos para preguntar qué había sido de Alonso Boto y de otro viejo portugués cuyo nombre no pudo recordar. En aquel momento sólo se sabía que no habían vuelto a la nave después que desembarcaron para registrar una aldea, en una provincia de tierra firme que los indios llaman Yucatán.
Cortés se sorprendió de la pregunta y yo junto con él. Sólo le dijo que hablara con un soldado, un tal Bernardo del Castillo. Fue la primera vez, aquel día, que oí el nombre de Bernardo.
III
Tanto lo deseó, y con tanto empeño, que Cortés finalmente fue nombrado capitán general, comandante de la armada para las nuevas tierras. Y mi hijo y yo formábamos parte de la expedición.
Santiago no perdía oportunidad para subir a la nave del comandante, una carabela de buen calado que llevaba el nombre de Santa María de la Concepción. Fregaba el puente, enjabonaba los cabos, rasqueteaba las tablas de popa atacadas por la broma, recogía los desechos y los tiraba al mar, ordenaba el cordaje en el castillo de proa, hacía cualquier cosa con tal de mantenerse cerca de Cortés, quien mientras tanto se dedicaba en cuerpo y alma a organizar la expedición, ocupándose personalmente de cada detalle. Para financiar la empresa hipotecó una mina de plata y vendió la hacienda que poseía: tierra y casa junto con los indios que vivían dentro; gastó seis mil castellanos para pagar a los marineros y conseguir alimento para los soldados que llegaban al puerto para embarcarse. Compró naves, vituallas, armas y, cuando se terminó el dinero, pidió en préstamo otro tanto a Velázquez y a su astuto tesorero, Amador de Lares. Vació el recinto de cerdos de Pedro Jerez, compró todos los pavos de Cabral el portugués. Entregó a Juan Derves y Antonio Santa Clara mil doscientos pesos de oro para que los hombres que llegaban sin dinero pudieran comprar lo necesario en sus almacenes. Otros treinta cerdos los adquirió en la carnicería de la ciudad, cien cargas de pan de Rodrigo Tamayo; vino, vinagre y aceite por mil pesos de Diego de Mollinedo, otros tantos pesos en equipamiento de Gandilla y Ramos.
Cortés quiso llevar indios consigo, los tainos de Cuba, mansos y trabajadores. Los marineros no comprendieron esta decisión y no me sorprendió ni su asombro ni su disgusto, ya que debíamos compartir con los indios las raciones de alimento y el espacio en las naves. Pero una razón había, y muy buena. Muy pocos saben, en efecto, que Cortés salvó su vida gracias a algunos nativos de La Española. Santiago se enteró por casualidad, a través del negro Estebanillo que le había tomado simpatía, un poco por la edad y otro poco por algunos razonamientos que habían intercambiado sobre la naturaleza de los hombres y el estado más conforme a ella. Estebanillo manejaba a los indios en la hacienda de Cortés; estaba tan unido a su patrón que, aun siendo libre de quedarse o de ir a otra parte después que fue vendida, decidió seguirlo donde quiera que éste se dirigiera.
Una noche, con una jarra de vino de manzana fermentada, contó cuando unos pescadores salvaron a Cortés. El viento lo había sorprendido en una bahía a bordo de una canoa ligera que se alejaba cada vez más de la costa. Agotado por las corrientes contrarias y dándose por vencido, se había dejado arrastrar por las aguas. Eran los primeros tiempos en la isla La Española, cuando la inquietud lo empujaba a buscar refugio ora en las mujeres, ora en el juego, o en ambos al mismo tiempo. Aquella vez el juego salió mal y Cortés debió escapar por mar –o eso es lo que yo creo aunque Estebanillo no lo admitió–. Cualquiera haya sido la razón –escapar de la ira de un marido celoso o de un acreedor sospechoso o cualquier otra cosa–, don Fernán subió a una canoa sin remos y la impulsó dentro de la bahía poco antes de que las aguas se encresparan y el viento proveniente de tierra comenzara a arrastrar todo hacia mar abierto. Comprendió que no podía hacer nada contra la corriente que lo alejaba de la orilla y se arrojó al agua, pero, aunque vigorosas, sus brazadas no eran suficientes para vencer la fuerza contraria de las olas. La noche se aproximaba y junto con ella una muerte segura si algunos indios no hubieran arriesgado la vida para salvarlo. Lo vieron a la deriva, se lanzaron al agua y lo alcanzaron a nado; lo arrastraron hasta la orilla más muerto que vivo, pero todavía conservaba el alma en el cuerpo. Creo que Cortés jamás olvidó esto y que precisamente por esa razón deseaba tener algunos de ellos a bordo.
En esa etapa de preparativos se lo veía sentado frente a una mesa durante horas y horas, bajo un toldo que había hecho armar sobre el puente, con la pluma en la mano y el papel delante sujeto con un clavo. Redactó, corrigió y firmó capitulaciones durante cuatro meses; desde octubre hasta febrero se dedicó con todas sus fuerzas a preparar la expedición. Escribía cartas a los amigos de otras ciudades de Cuba para que se unieran al viaje, ilustrando la empresa que estaba organizando y las ventajas que esperaba conseguir. Deseaba que fuera la mejor armada y la más grande que jamás hubiera navegado por aquellos mares, la más intrépida y la mejor equipada de las expediciones. Con ese fin escribía y controlaba las cargas, elaboraba registros, examinaba consignaciones, preparaba listas y se aseguraba en persona de que no faltara nada de lo que consideraba necesario: vino, aceite, calabazas, maíz, sal, tocino, ajo, carne de cerdo bien salada y charqui; bolsas, cajas, provisiones, lastre, enseres y barriles, todo bien estibado en el vientre de las naves. Se aseguraba de que los cables y amarras, las anclas y las velas, estuvieran en buen estado, que los barriles no filtraran, que las hamacas de la tripulación fueran colocadas en el castillo de proa, en el lugar más conveniente.
La nominación de Cortés como comandante de la Armada –y más aún la noticia de la inminente expedición– desató el entusiasmo en San Yago, donde me encontraba, y en todos los rincones de la isla donde los españoles se habían dispersado para buscar oro. Todos los días subían al puente de la Santa María soldados y marineros para pedir información. Todos, después, se sumaban a la expedición. Y si la bella cesareña intercedía por Cortés, los allegados a Diego Velázquez no perdían la oportunidad de denigrarlo