Los dioses inútiles. Alver Metalli
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Читать онлайн книгу Los dioses inútiles - Alver Metalli страница 12
El de Alvarado era bien conocido: perseguía a los indios rebeldes con saña; los rastreaba días y días, como un mastín detrás de su presa, hasta que devolvía los fugitivos a los encomenderos. Los administradores lo buscaban por su coraje y solicitaban su intervención siempre que la situación escapaba a su control. Pero también lo temían por su impulsividad; con buenas razones, debo decir ahora que lo he conocido. En audacia nadie lo superaba, y por su vehemencia y su arrojo era el primero de los capitanes de la expedición.
Pedro Alvarado quiso saber quiénes eran los hombres de confianza del gobernador Velázquez; Cortés dio los nombres de Ordás, Morla, Escudero, Montejo y Juan Velázquez de León, pariente del gobernador, que tenía apuro por dejar Cuba en razón del gentilhombre que había matado. “Los mantendrán a raya tus hermanos”, agregó con una mueca burlona y espió a los restantes Alvarado de soslayo, hasta que todos estallaron en una sonora carcajada.
Gruñidos de cerdo cubrieron las risas y cualquier otro ruido. En ese momento estaban empujando la manada de puercos dentro de la bodega de la nave; provocaban un estruendo tan ensordecedor que Cortés no escuchó a su secretario, Hernández, que lo estaba llamando.
Hernández tenía un trabajo agotador en esos tiempos. Seguía al comandante como una sombra, desde la salida del sol hasta el ocaso, armado con papel, pluma de oca y tintero: anunciaba visitas si se las esperaba y las rechazaba cuando no eran bienvenidas, enviaba y llevaba embajadas, recibía y consignaba, regalaba y adquiría, siempre obedeciendo las órdenes del comandante. A un gesto de este último, Hernández alcanzó a Cortés con unos papeles en la mano.
–Es la lista del señor Morla, está aquí y no puede quedarse: quiere ochocientos pesos. ¿Qué debo hacer? ¿Hago embarcar todo?
Cortés revisó la lista con una rápida ojeada; con igual rapidez dispuso lo que se debía hacer: –Todo, haz cargar todo, pero no es suficiente. Necesitamos más pólvora, más fusiles, más ballestas. Dile a Morla que busque más, de las buenas, de caoba o de haya, y con el surco en el centro. Para el pan de mandioca escribiré a La Habana. Lo cargaremos allí.
El secretario recuperó la lista de manos de Cortés y le entregó otra. –El vino de la propiedad de Dávila está en el depósito junto con quinientas piezas de tocino, mil quinientas raciones de pan, quinientos pollos salados…
–Hazlos embarcar –ordenó Cortés sin esperar el resto–, y busca más pan.
Lo del pan era una verdadera obsesión. Y también la sal. Ni uno ni otro podían faltar, y su escasez era motivo suficiente para atrasar o anular cualquier expedición. Allí donde hiciera escala, Cortés buscaba raciones de pan. Y junto con el pan, sal y tocino.
–Hay un tal Sedeño de San Cristóbal de La Habana que tiene una nave llena de pan y de tocino –siguió diciendo Hernández llamando la atención de Cortés que había vuelto con los Alvarado–. Ha venido a venderlo a los mineros de esta zona, pero dice que si le compramos toda la carga de una sola vez lo pasa directamente a la bodega de la Santa María. ¿Le compramos el tocino? Podría sernos útil; pan ya tenemos, y cargaremos más en San Cristóbal de La Habana, pero tocino…
–No, no, compra también el pan… el tocino y el pan… y la nave, la nave y todo lo que contiene –le contestó Cortés–. Y cómpralo también a él, que venga. Esto será suficiente para convencerlo. –Se sacó del cuello la pesada cadena de oro y se la dio junto con otras recomendaciones.
–¿Qué han decidido Jaime y Gerónimo Tría?
–Los cuatro mil pesos en oro os lo harán llegar dentro de dos días. El señor Pedro Jerez os manda otros cuatro mil, pero en mercaderías; quiere una hipoteca sobre la hacienda, con la seguridad de que le transferirán los indios en encomienda.
–¡Usurero! Todo. Dale todo lo que quiere, a él y a sus socios, que en ésta perdemos honor, vida y haberes, o Dios nos devolverá todo cien veces.
–Ah, comandante, ha llegado el señor Duero. ¿Lo hago venir?
–¿Qué estás esperando? ¿Todavía no sabes a quién recibo con gusto?
Cuando supo lo que debía hacer, Pedro Hernández le dio la espalda y se fue.
Pasamos la noche en Trinidad, bien acomodados en las casas de los residentes que competían para hospedarnos. No era frecuente que llegara gente a la aldea y menos todavía expediciones como la nuestra, hacia confines apenas conocidos. Los habitantes de Trinidad sabían que de nuestra buena suerte también dependía un mejor destino para ellos. En los días que siguieron compramos todo lo que logramos rastrillar en la aldea, especialmente utensilios y muchos otros objetos que podían ser intercambiados con los nativos. Santiago consiguió cinco espejos con marco de haya, esferas de vidrio de colores, algunos cuchillos sin filo, yesos de color blanco, verde y rojo, camisas y telas de distintos tipos y de colores brillantes; y también hojas de papel de pergamino, no para comerciar sino para escribir, cosa que ya hacía sobre algunos encuentros con los frailes de la isla. Yo compré diez espejos, seis con marco de alabastro y cuatro de haya, muchas perlas de vidrio y algunas piedras margarita con decoraciones adentro, camisas de algodón y telas de colores, papel pergamino y una botellita de tinta de cobre labrado.
Cortés siguió acumulando víveres y carnes. Ciento cincuenta cerdos obtuvo de Francisco de Montejo, otros doscientos de Pedro Castellar y Villarroel, seiscientas raciones de pan las compró a Pedro de Orellana, más sesenta cerdos que no habían llegado a la edad de ser sacrificados. Compró todos los cerdos y el pan de Cristóbal de Quesada, administrador del obispo de Cuba, más cinco caballos a quinientos pesos. No sabíamos que en ese mismo momento, a un tiro de ballesta, el alcalde de Trinidad estaba reunido con algunos visitantes llegados de San Yago como nosotros, pero animados por un interés opuesto: detener a Cortés y enviarlo de regreso, por las buenas o por las malas. Lo que sucedió en aquel encuentro lo supimos al día siguiente, por boca de Verdugo.
Francisco Verdugo se puso serio, hizo girar entre sus manos la carta del gobernador Velázquez y la dejó caer sobre la mesa con fastidio. Los dos mensajeros, de pie en la sala, esperaban una señal de aprobación y como no llegaba, para animarlo, empezaron a decir sobre Cortés lo peor que se les ocurría en el momento.
–No se puede confiar en él, el gobernador está arrepentido de haberlo elegido. Está seguro de que una vez que se ponga en marcha se desentenderá de todos. Le ha revocado el mando, se lo ha dado a Vasco Porcallo… –refirió el primer mensajero–. Desea que lo detengáis aquí en Trinidad, que lo arrestéis y lo enviéis de vuelta a San Yago con buena escolta –aportó el segundo–. Por este servicio seréis recompensado con tierra e indios; Porcallo lo hará por su cuenta, podéis estar seguro, no es hombre que olvide los favores recibidos.
Francisco Verdugo escuchó en silencio, y en silencio volvió a leer la carta de Velázquez, pariente suyo por parte de su esposa, hermana del gobernador. Cuando habló, fue para hacer saber las conclusiones a las que había llegado.
–Ya es tarde, debió pensarlo antes –dijo el alcalde como si lo lamentara–. Ustedes mismos lo han visto: la expedición está a punto de partir. Los hombres han invertido en ello todos sus haberes; están decididos a zarpar sin más demoras. Además, ¿cómo puede un funcionario sin tropas tomar prisionero a un comandante rodeado de sus soldados? Velázquez debería saber estas cosas. ¿De qué sirve la autoridad cuando no se puede hacer valer? Si tan sólo se lo propusieran, Cortés y los suyos podrían arrasar estas cuatro casas y a nosotros junto con ellas.
Debió