Los dioses inútiles. Alver Metalli

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Los dioses inútiles - Alver Metalli

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y ahora estáis aquí con el timón en la mano… –empezó diciendo Velázquez cuando llegó bajo la nave, clavando su mirada en la de Cortés.

      –El juego no está hecho para durar, lo sabéis; hay que saber retirarse en el momento oportuno si uno no quiere perder lo que ha ganado –le respondió desde lo alto el comandante.

      –¿Y creéis que ha llegado el momento, verdad? ¿Deseáis partir ya, de improviso y sin hacer ruido?… –lo reprendió el gobernador.

      –Estas cosas hay que hacerlas así. Si se piensan demasiado, ya no se hacen –dijo Cortés sin insolencia.

      –No es la forma correcta de dejarnos la que habéis elegido, sin pedir licencia siquiera –le replicó Velázquez.

      –¿Vuestra excelencia tiene nuevas órdenes para mí? –le preguntó Cortés como respuesta.

      –Las que habéis recibido son más que suficientes –cortó Velázquez.

      –Están muy claras y las tendré bien presentes –dijo Cortés tocando con el puño la casaca a la altura del corazón, para demostrar que las capitulaciones estaban allí, en su pecho, escritas y firmadas, y no hacía falta nada más.

      –Ya veis, tal como os he dicho, el cepo no lo ha ablandado –exclamó Millán poniendo la boca en la oreja de Velázquez–. Si no hubiera sido por Escudero, también se habría burlado de vos aquella vez en el convento.

      En efecto, la justicia lo había alcanzado allí, cuando en un momento de distracción Cortés abandonó sus muros por los brazos de una mujer. Un gendarme lo había capturado y entregado a Velázquez, y se había vuelto a plantear el dilema entre la horca y el matrimonio.

      –Merecía la horca entonces y la merece ahora –prosiguió Millán con tono de reproche–. No debisteis hacer caso de ese fraile mercedario.

      Se dice que precisamente fray Olmedo persuadió a Cortés para que contrajera matrimonio y, pensándolo bien, no me parece tan raro conociendo, como lo conocí después, al fraile de aquel convento. El honor de las Juárez quedó finalmente reparado y el gobernador bendijo, junto con la boda, la sumisión del seductor.

      –Se vengará, ya lo conocéis, no es de los que olvidan –insistía el cortesano con insolencia–. O lo detenéis ahora o tendremos todos que cuidarnos las espaldas…

      Velázquez lanzó una mirada torva a Millán, que enmudeció. Después, con actitud arrogante, dijo al comandante: –Las malas lenguas afirman que no respetáis la autoridad, que no dudaríais en escupir el plato de vuestros benefactores.

      –Decidme su nombre y dadme licencia para cortar esas lenguas venenosas, y lo haré hoy mismo, para haceros merced –respondió Cortés prontamente, sin perder la oportunidad de lanzar sobre Millán una mirada amenazante. Dijo también que prefería morir leal antes que vivir como traidor; agregó después una de sus frases en latín que debía haber sacado de la Biblia y que produjo el efecto de sorprender a los espectadores, los que estábamos en las naves y los que estaban abajo, en la explanada. Lo único que pude comprender es que se trataba de un rey y su buen gobierno, pero Juan Millán debió entender mejor que yo, porque masculló entre dientes palabras incomprensibles mientras los hombres que rodeaban a Cortés cerraron filas a su lado.

      El puerto, mientras tanto, se había poblado de marineros y soldados que acarreaban sus pertenencias para embarcar, acompañados por el llanto de las mujeres con sus niños. Velázquez no agregó nada y dio la espalda a la nave junto con todo su séquito. Cortés hizo una discreta reverencia, sin moverse del parapeto. Cuando la ampolla de la clepsidra volvió a quedar vacía, dio la orden de soltar amarras y poner rumbo a alta mar. Santiago, satisfecho, dejó el balde y se trepó al palo para sujetar una vela que se movía con excesiva libertad.

      Dejamos San Yago la mañana del día decimoctavo del mes de noviembre de año mil quinientos diecinueve, con rumbo a Trinidad, donde llegamos cinco días después.

      V

      Las casas blancas de Trinidad temblaban como un espejismo en la línea del horizonte. El viento era suave, las velas se aflojaban con frecuencia. La impaciencia del comandante aumentaba cuanto más disminuía la distancia de la costa. Brillaban las barcas fondeadas en la playa, las gaviotas dormían al sol con la cabeza bajo el ala. Cortés no parecía sentir el efecto del calor. Desde el puente de la nave almirante rastrillaba con la vista la gente que se había reunido en el puerto, advertida de la llegada de la flota. Rezumaba impaciencia por todos los poros, controlaba que todo estuviera en orden y volvía a mirar el muelle, impartía órdenes y de nuevo registraba la costa. Quiso que el puente estuviera reluciente, con los cajones y barriles bajo cubierta, el cordamen enrollado entre los palos, las velas bien dobladas y atadas, libre el parapeto de las ropas que acostumbrábamos tender al sol para que se secaran. Algunos marineros tuvieron un buen trabajo para sujetar el estandarte al asta. “Más alto, tiene que verse bien”, bramaba con la excitación de un novato. “Subidlo hasta que llegue bajo la gavia, vamos, vamos”, los incitaba estudiando la posición del estandarte y al mismo tiempo la gente reunida en la explanada del puerto.

      Tiramos el ancla muy cerca de la orilla, porque las aguas son profundas y claras casi hasta el muelle y una nave puede flotar en ellas hasta la distancia de un tiro de ballesta desde el embarcadero. Nos preparábamos para desembarcar cuando Hernández se le acercó para recordarle algo que ya debía saber.

      –Alonso de Ávila, Gonzalo de Sandoval y Pedro Sánchez deberían haber llegado a Trinidad, o por lo menos eso fue lo que mandaron a decir antes de que dejáramos San Yago. Gonzalo Mejía, Martín López, Bartolomé Guerra, hicieron saber que ellos también quieren venir, pero que llegarán aquí mañana o pasado mañana desde el interior, donde fueron a cazar cerdos. Los Alvarado no respondieron a vuestra carta, pero no es probable que renuncien…

      Hernández no tuvo tiempo de terminar el informe; Cortés saltó y se subió a un cajón de madera mirando atentamente un punto más allá del parapeto. En ese momento no comprendí la razón del sobresalto y el secretario también calló. “¡Allí están, allí están!”, gritó como si retomara el hilo de una idea que en su cabeza no se había interrumpido. Recién entonces, siguiendo la dirección de su mirada, pude ver de quién se trataba.

      Lejos, apenas reconocibles, avanzaban hacia la nave los cinco hermanos Alvarado, llevando en el medio al rubio Pedro. Cortés no podía controlar su impaciencia mientras se acercaban, después saltó a la chalupa ya dispuesta y se dirigió al muelle. Desembarcó apenas pudo y corrió a abrazarlos. Pedro el primero y después los otros: Jorge, Gonzalo, Alonso y Juan.

      ¡Qué fiesta hicieron ese día! ¡Cuánta felicidad en aquellos abrazos! ¡Qué alegría en las manos que tocaban los rostros! Seguían dándose palmadas en la espalda y abrazándose como hermanos que no se han visto por mucho tiempo.

      –Tenemos lo mejor, estamos casi todos –empezó a decir Cortés con euforia, enumerando a los que ya habían llegado–: Portocarrero está en camino desde Espíritu Santo; a Martín López y Andrés de Tapia los recogeremos en San Cristóbal de La Habana…

      –¿Ávila? –lo interrumpió Alvarado.

      –Ya está aquí, con Escalante y Olid –le contestó Cortés–. Asomarán la cabeza cuando hayan terminado de engullir y no quede trabajo por hacer; las fatigas de los preparativos no son para ellos, así como cultivar la tierra no es lo tuyo.

      –Debería tomar la decisión y echar raíces –rió Alvarado–. Cada

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