Los dioses inútiles. Alver Metalli

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Los dioses inútiles - Alver Metalli

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la voluntad del gobernador, salvo unos pocos y mal armados que jamás se hubieran involucrado en una disputa tan despareja. En Trinidad no había muchos hombres; los válidos buscaban oro en los cursos de agua de la región. El resto se preparaba para embarcar en la expedición de Cortés y, si hubiera sido necesario pelear, lo habrían hecho, sí, pero del lado del comandante y no por cuenta del gobernador Velázquez.

      –¡No, señor! Todavía es posible detener a Fernán Cortés, no permitáis que zarpe –insistió el más alto de los dos emisarios haciendo un último intento para convencer a Francisco Verdugo de que interviniera–. Algunos capitanes que lo siguen le deben mucho a Su Excelencia el señor gobernador, no se quedarán al margen.

      –En cuanto a los demás –completó el segundo emisario–, será suficiente prometerles que nada va a cambiar, que Porcallo tiene más medios y un mandato más extenso que el recibido por Cortés. El gobernador ha enviado cartas al Tribunal Real de Santo Domingo a fin de obtener el permiso para poblar las nuevas tierras. Ya veréis, Cortesillo quedará con pocos secuaces; Ordás, Morla y Velázquez de León harán el resto.

      Verdugo no cambió de idea; arrugó la carta y despidió a los mensajeros de manera brusca.

      –Ya habéis comunicado las malas noticias, vuestra misión está cumplida. Ahora poneos de nuevo en camino, regresad a San Yago y dejadme en paz.

      Visto que todo era inútil, los mensajeros de Velázquez ensillaron los caballos y partieron.

      Cortés, enterado de las intenciones del gobernador Velázquez de hacerlo arrestar y llevarlo de vuelta a San Yago, se reunió con los capitanes que participaban de la expedición y mandó llamar al alcalde, elogiándolo delante de todos.

      –Señor Francisco, habéis sido sabio; os estaremos agradecidos. Cuando veáis al gobernador, tranquilizadlo. Decidle que no tiene nada que temer: servir a Su Majestad y salvar nuestras almas es lo que más nos preocupa en el mundo. Don Diego podrá estar satisfecho de lo que hagamos. Le enviaremos riquezas, informaciones, mapas, como nadie hasta ahora ha estado en condiciones de reunir, para que Nuestras Majestades conozcan la configuración de las nuevas tierras, el pueblo que las habita, las ventajas que España puede conseguir y recibir de ellas.

      –No dudo que lo haréis –comentó el alcalde.

      –Entonces no tenéis nada que temer –agregó Cortés con una nota de buen humor en la voz–. Tenemos muy claras nuestras responsabilidades, lo que nos está permitido y lo que nos está prohibido. Ni yo ni los demás capitanes somos hombres de faltar a la palabra empeñada.

      –No es de vos que dudo, don Fernán, sino de Velázquez –le respondió preocupado Francisco Verdugo–. Vos lo conocéis, no es persona que olvide una negativa.

      –Porque lo conozco os digo que también sabe poner buena cara al mal tiempo –replicó Cortés–. Vos habéis cumplido vuestro deber, explicadle que no hubierais podido hacer otra cosa y que habéis seguido el consejo de la razón –continuó diciendo mientras prendía el botón de su jubón, como acostumbraba hacer para dar por terminada una audiencia.

      Verdugo no sólo no impidió la partida de la expedición sino que entregó a Cortés forraje para los caballos, demostrando ser hombre sabio y con experiencia.

      –Señores, el viento en el mar es mejor que aquí en el puerto –dijo por fin el comandante–, y el aire es más puro que en tierra –agregó con una nota de ironía–. No hay nada que nos retenga. Alvarado, ¿acaso falta algo?

      Pedro Alvarado sacó el pergamino de su jubón.

      –Nada que necesitemos –respondió con gallardía–. Quinientos dieciocho soldados, toda gente de Castilla y Extremadura, algunos vascos, asturianos, un puñado de italianos, portugueses. Treinta y dos ballesteros con armas, trece fusileros y un centenar de marineros…

      –¿Cañones?

      –Diez, todos de bronce.

      –¿Espingardas?

      –Cuatro, y otras tantas bombardas.

      –Hacedlas pulir bien, deben estar brillantes. Y probadlas. No ahorréis pólvora. Aseguraos de que la cuerda de las ballestas haya sido renovada y tened aparte una buena reserva. Haced tirar a los ballesteros muchos tiros y que tomen nota de los pasos que alcanzan, cuando la flecha baja y toca tierra.

      –¿Las mujeres?

      –Son doce. No podíamos…

      –Ya sé, ya sé. ¿Caballos?

      –Quince.

      –Dieciséis. La potranca alsaciana era demasiado hermosa para dejarla en tierra. Es tuya, Alonso.

      Los ojos de Portocarrero brillaron de gratitud.

      –Todos los soldados deben tener casacas bien rellenas de algodón y los caballos sus gualdrapas –ordenó el comandante–. Y escudo y lanza… y doscientas flechas por cabeza y otras tantas puntas. El que no las tenga, fregará las naves sin bajar a tierra. Llevad los caballos bajo cubierta y que les den poca comida. Cuando el sol haya llegado sobre nuestras cabezas ya debemos estar en el mar, a una buena distancia.

      –Y vos, señor Verdugo –concluyó dirigiéndose al alcalde–, sabéis qué hacer. Tranquilizad al gobernador, si podéis, y esperad noticias nuestras con confianza. Pronto deberéis velar sobre las riquezas que enviaremos a esta ciudad.

      Cortés hizo una profunda inclinación y entró bajo cubierta seguido por Alvarado y Portocarrero.

      –¿Habéis visto la cara de Verdugo? –dijo cuando estuvieron solos–. De Velázquez no tenemos ya nada que temer, tampoco de Verdugo. Es más, veréis que al final recogerá sus cosas y vendrá con nosotros. Tú, Pedro, zarpa con la San Sebastián y el piloto Camacho, mañana a la mañana. Nosotros esperaremos a los últimos y después nos haremos a la mar.

      Santiago no esperó que le ordenaran poner a punto la ballesta; cambió la cuerda de las dos armas, enceró la madera con resina para lustrarlas, colocó la punta de metal en otras flechas, superando ampliamente las doscientas exigidas por Cortés. Se despidió de los frailes esa misma mañana; lo vi volver del convento con una bolsita de semillas, de maíz y de zapallo me dijo, y una carta para el abad de San Cristóbal de La Habana, un tal Bartolomé si bien recuerdo.

      Habíamos estado pocos días en la ciudad; al día siguiente, después de escuchar misa, con poco viento y las bodegas en desorden, desplegamos las velas y navegamos a lo largo de la costa por un buen trecho, hacia nuestra última etapa. En La Habana nos quedamos sólo el tiempo necesario. No era la intención de Cortés demorarse en el mundo conocido. Las sirenas de lo desconocido tañían las cuerdas del arpa extrayendo de ellas notas irresistibles para nuestros oídos. Santiago era el más impaciente de la tripulación; no hacía más que preguntar cuándo partiríamos. Entre una respuesta y otra, escribía en sus hojas y corría a ver otro fraile, uno de los que tenían al beato Domingo como fundador. Éste estaba adquiriendo cierta fama en las islas, desgraciadamente tenía el proyecto de expulsar de ellas a los españoles que ya se habían establecido, para repoblarlas con campesinos y religiosos elegidos por él, reclutados en España. Decía a diestra y siniestra, desde el púlpito y por las calles, que solamente los religiosos temerosos de Dios y los aldeanos de recta conciencia, buen carácter y acostumbrados al trabajo duro, podían vivir en las aldeas con los nativos y ayudarlos a progresar, tanto en ciencia como

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