La máquina genética. Venkatraman Ramakrishnan
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JENNIFER DOUDNA
Premio Nobel de Química 2020
Prólogo
En retrospectiva, resulta sorprendente el poco efecto que tuvo su visita. Era un día gris del otoño de 1980; en un tablero de anuncios de la Universidad de Yale, una notita informaba sobre una conferencia con un título vago. No tuve problemas para encontrar asiento, aunque llegué sólo un poco antes que la invitada, pues apenas un puñado de especialistas se había molestado en asistir.
La conferencista irradiaba confianza al caminar, incluso cierta audacia. Tras una breve introducción de su anfitrión, ella se puso a describir los esfuerzos de su grupo en Berlín por obtener cristales de un enorme conjunto de moléculas que formaban parte del mecanismo de traducción de genes en proteínas. Por ese entonces, obtener cristales era un paso clave para descifrar este tipo de estructuras.
Casi nadie hizo preguntas al final de la plática: no sabíamos muy bien qué pensar sobre su trabajo. Nos parecía sorprendente que alguien hubiera persuadido a una partícula tan grande y flexible de formar los arreglos tridimensionales de moléculas que conforman un cristal. Cuando volvíamos a nuestros laboratorios, uno de mis colegas le dijo a otro en tono burlón: “¿Por qué tú no puedes cristalizar ni un pedacito y ella ya pudo cristalizarla toda?” Sin embargo, sus cristales no tenían la calidad suficiente para dilucidar una estructura y en esa época ni siquiera sabíamos cómo descubrir la estructura de algo tan grande. Al final pensamos que se trataba de una curiosidad interesante, pero nadie sintió que su mundo se hubiera transformado para siempre ni que debíamos dejar al instante el trabajo que nos ocupaba.
En ese momento no podía saber que esta científica, Ada Yonath, sería un personaje central en mi vida profesional durante tres décadas, que competiría con ella y con otros en una intensa carrera para entender un objeto que yace en el núcleo mismo de la vida o que un día de diciembre me sentaría entre ella y la princesa heredera de Suecia en el banquete del premio Nobel en Estocolmo.
1. Un inesperado cambio de planes en Estados Unidos
Cuando me fui de la India, deseaba de todo corazón convertirme en físico teórico. Tenía 19 años y acababa de graduarme en la Universidad de Baroda. La costumbre dictaba que debía quedarme en el país para obtener una maestría y luego viajar al extranjero para hacer el doctorado, pero yo tenía muchas ganas de llegar a Estados Unidos tan pronto como pudiera. Para mí representaba no sólo la tierra de las oportunidades sino la patria de héroes de la racionalidad, como Richard Feynman, cuyas famosas Lecciones de física formaron parte de mi plan de estudios en la licenciatura. Además, mis papás ya se encontraban allí, pues mi padre estaba tomando un breve año sabático en la Universidad de Illinois en Urbana.
Puesto que era una decisión de último minuto, no había presentado el GRE, el examen de registro de egresados de la universidad que exigen los programas de posgrado estadounidenses, y sin el cual la mayor parte de las universidades no considerarían siquiera mi candidatura. Al principio me aceptó el Departamento de Física de la Universidad de Illinois, pero cuando en el programa de posgrado descubrieron que sólo tenía 19 años me informaron que si acaso podía unirme como estudiante de licenciatura con dos años de créditos universitarios. Por aquel entonces, ningún indio de clase media podía asumir el costo de la colegiatura y la vida en Estados Unidos, pero por suerte el director de mi departamento en Baroda me enseñó una carta de la Universidad de Ohio en la que le pedían que les informara sobre su programa a posibles estudiantes del país. Nunca antes había oído hablar de la Universidad de Ohio, pero descubrí que el departamento tenía una computadora IBM System/360 y un acelerador Van de Graaff, y que miembros de su cuerpo docente habían estudiado en algunas de las mejores universidades, y eso me pareció suficiente. Ohio prescindió del requisito del GRE, me aceptó y me brindó apoyo económico. Tras la entrevista para obtener la visa de estudiante en el consulado de Estados Unidos en Bombay, una experiencia típicamente angustiante, compré mi boleto de avión hacia la tierra prometida.
Tan pronto terminé los exámenes finales, abandoné el sofocante calor de la India y me puse en camino a Estados Unidos. Tenía fiebre y el vuelo, que hacía escala en Beirut, Ginebra, París y Londres antes de aterrizar en Nueva York, me pareció interminable. Abordé otro avión hacia Chicago y luego tomé un vuelo corto a Champaign-Urbana. En el instante en el que toqué el asfalto, la tarde del 17 de mayo de 1971, recibí una ráfaga del viento más helado que había sentido en mi vida.
Mi repentina inmersión en la vida universitaria estadounidense me dejó conmocionado. La vida universitaria en la India era más bien formal. Los estudiantes usaban ropa conservadora y se concentraban en sus estudios; muchos, como yo, aún vivían con sus padres. Las citas románticas, y el sexo prematrimonial en particular, eran muy poco comunes. Allí estaba yo, un nerd de pelo corto, anteojos con gruesos armazones de plástico negro y zapatos de gamuza anaranjada dos números más grandes que lo necesario, llegando a un país que en 1971 vivía una prolongación de los años sesenta. Los estudiantes nativos parecían pertenecer a una especie totalmente diferente: los hombres con jeans desgastados y el pelo más largo que las mujeres, y ellas con shorts cortísimos y blusas sin mangas que las hacían ver casi desnudas en comparación con las muchachas indias que yo había dejado atrás. En los campus de todo Estados Unidos se organizaban manifestaciones contra la guerra de Vietnam. Una tarde, mitad por curiosidad, mitad por solidaridad, fui a una de las manifestaciones a favor de la paz. Destacaba entre la multitud como si fuera un marciano, pero por suerte avisté al fondo a dos hombres un poco mayores que tenían el mismo pelo corto y usaban los mismos pantalones baratos de poliéster y el mismo tipo de camisa que yo. Caminé hasta ellos y traté de ser amable, pero eran cortantes y parecían suspicaces. Supe después que eran agentes del FBI que estaban allí para vigilar a los pacifistas alborotadores.
Pasé el verano tomando clases en la Universidad de Illinois para llenar las lagunas de mi educación en Baroda. Al final del verano, mis padres, mi hermana y yo condujimos hasta Athens, en el sur de Ohio, una ciudad pequeña y llena de colinas que sería mi hogar por los próximos años. El primer problema fue encontrar alojamiento: como tenía que vivir de mi sueldo como adjunto y era vegetariano, pensé que sería mejor rentar un departamento pequeño donde pudiera prepararme mi propia comida. Buscamos en el periódico anuncios de lugares en renta, pero sin mucho éxito. En una ocasión, una casera dijo que el departamento estaba disponible, pero, cuando fuimos a verlo, unos minutos después, me echó una mirada y acto seguido nos explicó que “se acababa de rentar”. Ésa fue la primera vez que sufrí racismo en Estados Unidos. Como ese fin de semana no logré conseguir un departamento, me registré en un dormitorio universitario y pasé el primer año subsistiendo básicamente de sándwiches de queso de la cafetería.
FIGURA 1.1. El autor en sus tiempos de estudiante de posgrado en física en la Universidad de Ohio.
A pesar de sus desventajas gastronómicas, el dormitorio tenía una gran cualidad: me permitió adquirir instantáneamente un grupo de amigos y evitar el aislamiento y la “guetización” tan comunes para los extranjeros. Mis compañeros del dormitorio me ayudaron a integrarme rápidamente en la vida universitaria estadounidense. El primer sábado fuimos a un juego de futbol americano; la ostentación —con las porristas, las bandas de música y el escandaloso sistema de sonido del estadio— opacaba la experiencia del juego mismo.
El dormitorio también tenía la ventaja de estar cerca del Departamento de Física y muchos compañeros