Cuentos de Arena. Hélène Blocquaux
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Confieso que cuando Hélène me invitó amablemente a prologar su libro, me pasmé: “cómo lo escribiría si no sé nada de este deporte, el cual encuentro hostil y totalmente ajeno a mis intereses?”, pensé. Pero bastó con que leyera el libro Cuentos de arena, para darme cuenta de lo errada que estaba. Para mi sorpresa, mientras intentaba informarme aún más sobre este deporte-espectáculo, mi marido me confesó que en su juventud había sido un gran amante de la lucha libre. Sabía todo sobre Wolf Ruvinskis, quien primero fue boxeador, para convertirse después en un gran luchador, junto con la Tonina Jakson formó lo que se llamó “la pareja infernal” y se enfrentó a leyendas como el Santo, Tarzán López, Blue Demon, Black Shadow, el Médico Asesino y el Lobo Negro”. Todo esto me lo contó Enrique con mucha nostalgia. Igualmente me habló de “El murciélago enmascarado” y de las películas del Santo y las que filmó Crox Alvarado, especialmente “Una rosa sobre el ring” y “Los Tigres del Ring”. De todo lo que me platicó mi compañero sentimental, como dice la revista ¡Hola!, lo que más me impresionó fue la historia de André René Roussimouf, un luchador francés al que llamaban: el Gigante, porque tenía una enfermedad llamada acromegalia, que quiere decir que su hormona de crecimiento seguía funcionando aún a la edad adulta. Desafortunadamente André René de 2.24 de altura, murió a los 46 años. El Gigante llegó a ser Campeón Mundial de Parejas de la WWF y Campeón Mundial Peso Pesado. Curiosamente también él nació, como la autora, en Grenoble. De niño era tan grande y ocupaba demasiado lugar en el transporte escolar, por ello un amigo de su padre, el dramaturgo y Premio Nobel de Literatura, Samuel Backett, se ofreció llevarlo todos los días, en su camioneta, al colegio. “¿De que hablaban en el camino?”, le preguntó, en una ocasión, un periodista al gran luchador. “No hablábamos de otra cosa, que no fuera el cricket”, contestó el Gigante.
A pesar de que llevamos veinte años de casados, Enrique jamás me había comentado su pasión por la lucha libre y todas las historias que se sabía de los luchadores: “¿Por qué nunca me has invitado a la lucha libre?”, le pregunté intrigada. “Pensé que no te gustaría para nada”. Vaya prejuicio que a veces tienen los hombres respecto a los gustos de su esposa. He de decir que tampoco yo le había contado que en una ocasión, hace muchos años, había ido a una lucha libre en la Arena México. No recuerdo quiénes luchaban, pero de lo que sí me acuerdo es del público eufórico y totalmente entregado a su respectivo héroe. También tengo muy presente lo que gritaba este público tan imaginativo y creativo: “¡El racimo, el racimo!”, gritaban a todo pulmón. Cuando le pregunté a mi amigo Nicolás Sánchez Osorio quien nos había invitado, qué quería decir “el racimo”, se echó una carcajada y como buen esnob, me contestó en francés: “les bijoux de famille!!!” Claro, ya me lo había imaginado, pero quería corroborar que se trataba, efectivamente, de los testículos. De allí que cada vez que el luchador quería darle gusto a su público, sus manos se dirigían de inmediato hacia “el racimo” de su contrincante, lo cual a éste le resultaba sumamente doloroso, pero divertidísimo para los admiradores de su luchador. Seguramente se me fueron muchas expresiones de este tipo, porque eso sí, eran muchísimas las que exclamaban desde las gradas y todas ellas, naturalmente, tenían que ver con los típicos albures muy mexicanos. Parece ser que muchos de estos “fans” nada más van a las luchas especialmente para gritar todo aquello que han guardado en su “corazoncito” durante una semana.
No hay duda de que las máscaras son parte fundamental de este espectáculo. Es sabido que los luchadores invierten grandes sumas de dinero en su respectiva máscara, mallas y capas. Dice Octavio Paz que el mexicano lleva dos máscaras: la que muestra al mundo y la otra que es su auténtico yo, porque en realidad se siente muy solo y porque no quiere que nadie conozca su mundo. Buena definición de nuestro premio Nobel, especialmente en lo que se refiere a los luchadores mexicanos. En relación con este tema tan seductor, recomiendo al lector, el capítulo 9 del libro de Hélène, titulado: “Biografía de una máscara”. En él, la autora nos cuenta, de una forma fluida y con una narrativa llena de sensibilidad y conocimiento del tema, el misterioso destino de la “Máscara de Jade”.
Como dice Hélène Blocquaux: “La lucha libre nunca muere sino todo lo contrario: al verse moribunda es cuando renace de la bravura de los gladiadores de los barrios con la misma fuerza de su nacer. Con la valentía intacta y sin dejarse desmoronar por ningún obstáculo por más grande que sea”. Para entender aún mejor lo que nos quiere decir la autora, los invito a leer Cuentos de arena, escrito con pasión y amor por este verdadero fenómeno cultural mexicano.
7 de octubre de 2020
Cuentos de arena
Marcado por la lucha
La noche iba a ser larga, tal vez interminable, para Efrén quien no sabía cómo ocupar a Camilo y a Marcial a esta hora avanzada de la noche. ¿Quieren ir a las luchas?, preguntó al azar, cuando pasaban delante de la arena. Los niños habían oído hablar de los gladiadores, los héroes que llenaban las revistas con sus glorias semanales, pero nunca habían entrado a una función. Efrén les compró unas habas enchiladas a cada uno, entregó los boletos y les dejó por primera vez unas monedas para sus antojos. “Regreso a medianoche, no se separen”. Emocionados, Camilo y Marcial entraron corriendo, sin despedirse de Efrén, ansiosos por alcanzar un buen lugar.
Camilo no sabía que mientras estaba ovacionando al Escapista Volador, gritándole “¡Tú puedes!”, su padre libraba su última lucha a dos cuadras de ahí, en una cama del hospital de la ciudad, junto a su madre inconsolable. Mientras devoraba el espectáculo con su mirada cándida, Marcial preguntó a su primo: “¿Crees que nos compren una máscara del Pirata?” “Prefiero la del Barón, es mi ídolo, cuando sea grande quiero ser como él, y también como mi papá”, contestó. El impacto del espectáculo para Camilo y Marcial era total, se sentían parte de los combates. Los luchadores ejecutaban sus llaves en exclusividad para los que se quedaron de pie durante toda la función a pesar de las quejas y refunfuños permanentes de la familia sentada atrás. La lucha los había atrapado, absorbidos por su encanto. No existía más ruido que el grito del distinguido público, ni más color que el de las máscaras y del atuendo deslumbrante de los luchadores.
El padre de Camilo se despidió discretamente de la vida, con una última mirada amorosa dedicada a la compañera de su existencia, mientras que en la arena Camilo sentía súbitamente que lágrimas más fuertes que su edad llenaban su corazón y la piel enrojecida de su rostro por tanto defender verbalmente al Barón. “¿Qué te pasa?”, trató de indagar Marcial. “No sé, se me salpicó el refresco a la cara”, respondió avergonzado. Aprovechó el relevo de luchadores para secarse rápidamente con la manga de su camisa. “Los hombres no lloran”, le repetía siempre su padre. Al terminar la función, Camilo recogió y sacudió su chamarra pisoteada en el suelo, junto a su butaca. En la bolsa derecha se encontraba la pipa favorita de su padre. La acarició con respeto y temor a la vez, pensando que de seguro su padre la estaba buscando y se iba a hacer acreedor de un regaño injusto.
Camilo no supo, sino hasta varios años después, que su padre había fallecido. La funesta noticia fue escondida por la versión familiar: su padre estaba ausente por motivo de un largo viaje. Pasó mucho tiempo y Camilo sigue asistiendo a la arena por la fuerza de la costumbre, como alguien que tiene una cita, un compromiso inaplazable qué atender. A veces, se queda afuera, platicando con los mascareros o los luchadores. Insiste cada semana en que su primo lo acompañe, como cuando