Tentación arriesgada - Diario íntimo. Anne Oliver

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Tentación arriesgada - Diario íntimo - Anne Oliver Ómnibus Deseo

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abiertas las ventanas de la casa flotante para aprovechar la mínima brisa que soplara del río. Ni siquiera la preocupante situación económica que llevaba varias semanas padeciendo.

      Fueron las pisadas que se acercaban por el muelle.

      No eran las pisadas de su hermano –Jared estaba en el extranjero–, y ninguno de sus conocidos iría a visitarla a aquellas horas. Eran las pisadas de un desconocido, pensó con un escalofrío.

      Levantó la cabeza de la almohada y prestó atención. El lento pero firme sonido de las pisadas se oía claramente por encima del crujido de las hojas de palma y de la campanilla que colgada encima de la puerta trasera.

      Sus pensamientos se remontaron nueve meses atrás… y la sangre se le heló en las venas al pensar en Todd. El Sapo no se atrevería a dejarse ver en aquella parte del mundo… ¿O quizá sí?

      No, de ninguna manera. No lo haría.

      Apoyó los pies en el suelo y escudriñó la familiar penumbra en busca de la linterna, hasta que recordó que la había dejado en la cocina cuando fue a examinar una nueva gotera en el techo.

      El embarcadero pertenecía a los mismos dueños de la lujosa mansión que alquilaban a acaudalados veraneantes. Lissa tenía alquilada la casa flotante y el contrato de arrendamiento no vencería hasta dentro de dos años. Febrero era temporada baja y la mansión llevaba dos semanas desocupada. ¿Podría ser que hubieran llegado nuevos inquilinos y no supieran que el embarcadero estaba alquilado por otra persona?

      Rezó porque así fuera.

      El garaje por el que se accedía al patio trasero y de ahí a la casa flotante solo se podía abrir con un código de seguridad. ¿Quién podía ser sino un habitante de la casa? Intentó tranquilizarse y no ceder a la inquietud que llevaba meses agobiándola. Las puertas tenían un seguro; al igual que las ventanas, aunque estuviesen abiertas; tenía el móvil junto a ella y bastaba con pulsar un botón para llamar a sus hermanos: Jared y Crystal.

      Las pisadas se detuvieron. Un objeto pesado cayó al suelo de madera, haciéndolo vibrar unos segundos. El golpeteo del agua contra el casco le puso los pelos de punta.

      Había alguien en su muelle… Justo al otro lado de la puerta.

      Agarró el móvil y marcó frenética un número, pero la pantalla permaneció apagada. No tenía batería.

      Con el corazón desbocado se dirigió a la puerta del dormitorio. Desde allí se podía ver todo el barco hasta la puerta de cristal. Una ligera llovizna caía sobre la cubierta… y sobre una figura alta y masculina.

      Era demasiado ancho de hombros para ser Todd, gracias a Dios, pero podría haber sido el jorobado de Notre Dame, con su perfil iluminado por un relámpago.

      Lissa sintió un escalofrío por toda la piel.

      Entonces la joroba desapareció y Lissa se dio cuenta de que era una bolsa de viaje. El bulto cayó al suelo con un ruido sordo y la figura se irguió en toda su estatura, tan imponente que Lissa dio un paso atrás y tragó saliva para sofocar el grito de pánico que le subía por la garganta. Se puso rápidamente la bata y se metió el móvil en el bolsillo. Podría salir por la puerta trasera, junto a la cama, pero para abandonar el barco tendría que pasar por el estrecho embarcadero, a pocos pasos del hombre, llegar hasta la cochera y esperar a que se elevara la puerta… No, era más seguro permanecer donde estaba.

      Y si aquel hombre no fuese un nuevo inquilino…

      Se obligó a avanzar y, sin hacer ruido, descalza, fue sorteando bolsas y cajas hasta que resbaló en un charco que no había estado allí dos horas antes. Se agarró a la diminuta mesa de la minúscula cocina y miró de nuevo al hombre. Un relámpago reveló ropa negra, antebrazos desnudos, pelo corto y negro mojado por la lluvia, recio mentón oscurecido por una barba incipiente… Demasiado atractivo para ser un ladrón. Y le resultaba vagamente familiar.

      Se palpó el pecho con unas manos grandes y fuertes y se las llevó a los muslos, como si hubiera perdido algo. La imagen de aquellas manos palpándose los pechos hizo estremecer a Lissa, y un recuerdo de su temprana adolescencia asomó al fondo de su memoria. El recuerdo de un hombre tan alto y atractivo como aquel intruso…

      Se sacudió las imágenes de la cabeza. Ya se había dejado engañar por demasiados hombres altos y atractivos. Y aquel hombre se disponía seguramente a forzar la cerradura mientras ella se quedaba mirándolo como una tonta.

      Tensó los músculos e intentó pensar en su próximo movimiento, pero el cerebro no terminaba de funcionarle. Olió la relajante fragancia de la vela de jazmín que había prendido antes, la albahaca que había metido en un tarro, la omnipresente humedad del río.

      ¿Cuál sería su último recuerdo antes de morir?

      Observó, paralizada, cómo el intruso se hurgaba en el bolsillo, sacaba algo y se acercaba a la puerta.

      La adrenalina la impulsó a actuar. Agarró el objeto más cercano, una caracola del tamaño de su puño, y se irguió en su metro sesenta de estatura.

      –Largo de aquí. Esto es una propiedad pri…

      La orden, formulada con una voz patéticamente débil, se le quebró en la garganta al oír el estremecedor sonido de una llave girando en la cerradura. La puerta se abrió y el hombre entró, chocando con la campanilla y portando el olor a lluvia con él.

      Lissa sacó el móvil del bolsillo.

      –No se acerque.

      La figura se cernió amenazadora sobre ella, invadiéndola con el intenso olor a hombre mojado.

      –He llamado a la policía.

      El hombre se detuvo, aparentemente sorprendido pero no asustado, y Lissa comprendió que su voz acababa de delatarla.

      Era una mujer. Y estaba sola.

      Avanzó, apuntando al cuello del hombre con su improvisada arma, pero él la agarró del brazo.

      –Tranquila, no voy a hacerte daño –su voz, profunda y varonil, acompañó al trueno que retumbó en el océano.

      –¿Y yo cómo lo sé? –preguntó ella–. Este es mi barco. ¡Fuera de aquí! –apretó la caracola en el puño y volvió a la carga, pero él bloqueó su ataque con el antebrazo y suspiró pesadamente.

      –No hagas eso, cariño –murmuró, desarmándola con una facilidad pasmosa. Acto seguido aflojó la mano y la bajó desde la muñeca hasta el codo. Lissa sintió otro escalofrío, incapaz de recuperar el control.

      –Este es mi barco –declaró en voz baja y débil.

      –Pues yo tengo una llave.

      Antes de que Lissa pudiera analizar la respuesta, él la soltó y pasó a su lado para encender la luz. A continuación levantó las dos manos para demostrarle que no pretendía hacerle daño.

      Ella parpadeó unas cuantas veces hasta adaptar la vista al súbito resplandor. Vio la marca roja que le había hecho en el cuello con la caracola y comprobó que, efectivamente, tenía una llave y que había encontrado sin problemas el interruptor de la luz. Con lo cual solo podía tratarse de…

      Blake

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