El fabuloso hotel mamá. Fernando Vigorena
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Comparo el pasado con el presente y reafirmo que no conocí el Hotel Mamá. Tampoco soy un viudo del pasado y menos un prisionero de los recuerdos. Los adelantos de la vida moderna son extraordinarios y uno no se explica cómo fue posible vivir tantos años, entre otras cosas, sin computadores, teléfonos inteligentes, tarjetas de banco, cajeros automáticos, tren subterráneo, cámaras digitales, televisión por cable, hornos de microondas y Power Point en todas los salones de clases de las universidades, y control remoto para hacer funcionar el data show desde cualquier lugar del aula.
Tampoco me explico, por ejemplo, cómo pudimos, en el campo, tener excusados que eran unas casuchas montadas sobre un hoyo tenebroso y fétido, que se levantaban a varios de metros de la casa, para hacer las necesidades y mantener lejos la pestilencia. Al lado del durísimo asiento de madera había un clavo con hojas de diarios, cortadas en cuadritos no muy chicos por supuesto, para la higiene íntima. Cuando uno se acuerda de esos detalles, agradece vivir en este tiempo.
Las diferencias entre el pasado y el presente no hay que buscarlas en la infraestructura. Muchos matrimonios que bordean los 55 años, en más de una oportunidad, confidencian a sus más allegados que no hayan qué hacer con sus hijos, que viven una eterna adolescencia y una soltería pertinaz y no ofrecen indicios de que quieran abandonar el hogar. Y así como las reformas educacionales que se plantean nunca toman en cuenta el rol de los padres, éstos tampoco parecen asumir su responsabilidad como protagonistas esenciales e irremplazables de la educación de sus hijos. Esta labor se la entregan gozosa y casi completamente al colegio, una institución que lleva años en crisis. Entonces, resulta incomprensible que las familias, que reclaman por la deficiente educación que reciben sus hijos, con tanta tranquilidad le adjudiquen esta obligación a una estructura en riesgo y se desliguen tan olímpicamente de un compromiso que es inherente e irrenunciable, como es la formación de los hijos.
En la sociedad actual, los hijos reciben cariño, muchos bienes materiales (incluso a costa de endeudamiento), confort, seguridad y condescendencia, pero menos disciplina, insuficiente manejo de la moderación, reducido entrenamiento social y los ejemplos de vida de los adultos, en especial de las figuras públicas, no siempre son los más afortunados. En mis clases de Ética Profesional en la universidad, es usual que numerosos estudiantes justifiquen consumir alimentos en los supermercados y no pagarlos, quedarse con los vueltos cuando el cajero se equivoca, no pagar el pasaje en el transporte colectivo, fotocopiar libros y llegar reiteradamente atrasados a clases, por citar sólo algunos patrones de comportamientos impropios, y cuando se les pregunta a qué se deben estas conductas, la respuesta es unánime: todos hacen lo mismo.
En un control escrito del ramo de Comprensión lectora, a partir de la moraleja de la fábula Las dos langostas de Esopo, les pedí a los alumnos que interpretaran o explicaran el párrafo siguiente: “Muchos padres se quejan con amargura de que sus hijos no se comportan adecuadamente. Por ejemplo, que tienen mal lenguaje o que no leen. Antes de expresar quejas de esta naturaleza, los progenitores deberían preguntarse si exigen dando el ejemplo.” Las respuestas fueron muy similares. Todos los estudiantes respondieron con diversos matices lo mismo; que el modo de proceder de la gente joven es consecuencia de los ejemplos que reciben en sus hogares, de sus padres, hermanos y parientes en general. Es decir, tanto los padres y los hijos están de acuerdo en que hay que cambiar, pero ¿por qué no ocurre el cambio? Más todavía, con estas respuestas, me queda la incómoda impresión que los hijos siempre han estado abiertos a cambiar, si primero lo hacen los adultos. José Mujica, expresidente de Uruguay, expresó muy bien esta realidad, en diciembre de 2014, con una frase que resume este conflicto: “No le pidamos al docente que arregle los agujeros que hay en el hogar.” Más adelante justificó su parecer puntualizando que la educación “es responsabilidad de todos, no sólo de los maestros y del Estado, es de la sociedad uruguaya entera, porque ahí nos jugamos el futuro de la nacionalidad.” Estas palabras reflejan lo que ocurre en varios países de Latinoamérica con la formación de las nuevas generaciones y apuntan con exactitud a una deficiencia en el hogar, que nunca se reconoce con franqueza y públicamente, que es la obligación permanente, insoslayable y moralmente irrevocable de contribuir, de manera personal, a la educación de los hijos, empezando por dar buenos ejemplos de vida.
Fernando Vigorena es un observador atento y reflexivo de la sociedad. Sus libros son certeros, porque apuntan a los conflictos esenciales de la comunidad, dan cuenta de la evolución social y se adelantan a las tendencias. Examina el pasado más cercano, el presente y el futuro con detenimiento, naturalidad, como si estuviera conversando con el lector, algo de humor, para darle agilidad y familiaridad a los argumentos, y mucho sentido común. La razón por la que los hijos se resisten a abandonar el hogar no está en ellos, y el autor de este libro ofrece buenos argumentos para demostrar que las causas de esta situación hay que buscarlas en los progenitores.
CAPÍTULO I
HUBO UNA ÉPOCA EN LA QUE AL SALIR DEL COLEGIO SÓLO EXISTÍAN DOS POSIBILIDADES
Tres cosas son difíciles de comprender y la cuarta por completo se ignora: el camino del águila en el aire, el de la serpiente entre las piedras, el de las naves en alta mar y el de los hombres en su juventud.
(Proverbios 30:18 y 19; Sagrada Biblia)
En la década de 1960, los jóvenes convivían en grupo, cara a cara, siempre alegres, no tenían auto y el dinero siempre era escaso, pero festejaban ruidosamente la amistad, el amor y la vida. Todavía no era relevante hablar de drogas, depresión o criminalidad, aunque estos problemas ya existían. Hoy los excesos de los jóvenes con el alcohol, las juergas de fin de semana y el sexo son lo habitual en las conversaciones tanto de los chicos como de los padres. Tras una noche sabatina de parranda, algunos jóvenes despiertan al día siguiente y ni siquiera se acuerdan con quién intimaron en la noche anterior. Otros no saben si lo hicieron y menos recuerdan el sexo de su pareja circunstancial, si así ocurrió.
Ser adolescente en aquella época parecía ser más simple, prácticamente no había peligro en las calles y las reuniones informales en las que se bailaba eran en casa de los amigos o conocidos. El juego amoroso era más complicado, y muchas veces a escondidas, rodeado de mucho romanticismo, las parejas tomadas suavemente de la mano, mirándose al fondo de los ojos y hablando de lo que sentían.
Los jóvenes de las décadas de 1960 y 1970 salieron de sus hogares para protagonizar una revolución de costumbres jamás vista hasta aquel entonces. Hicieron del rock’n’roll el género más importante de la música popular, descubrieron las drogas e inventaron el amor libre. Los coléricos, como se les calificaba con cierto desdén, se sentían revolucionarios, crecían reprochando a las generaciones anteriores, pero cuando se casaban se tornaban en padres y madres formales –y, ¡oh, sorpresa!– hoy observan atónitos otra revolución de costumbres, completamente diferentes de la que ellos participaron y que no imaginaron, ni siquiera en pesadillas. Esta tiene como protagonistas a sus propios hijos y se desenvuelve aceleradamente en sus propios domicilios. Los muchachos de antes ya se encerraban en sus cuartos para aislarse de todos; los actuales lo siguen haciendo, pero muchos de ellos para mantenerse conectados con el mundo, atados a Internet, pendientes del cable y dependiendo de sus teléfonos inteligentes, que se han apoderado de su cerebro para crearles la equívoca sensación de conocimiento.
Mientras la generación actual cree ser la mejor informada de todos los tiempos, su gran desafío es utilizar la información de manera productiva, dado el alto volumen de datos que reciben y que no alcanzan a procesar, porque la modernidad les bloqueó la capacidad de comprender, de relacionar conocimientos y de contextualizarlos. El