El crepúsculo del materialismo. Richard Bastien
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Resulta de todo eso que el ateísmo es en algunos intelectuales lo que piensan que la religión es para los creyentes: un opio. Dicho de otro modo, al describir la religión como un opio, los ateos no hacen sino proyectar sobre los creyentes su propia fantasía.
Pero no solo son las afirmaciones de algunos científicos y filósofos lo que nos autoriza a poner en cuestión el viejo cliché de la incompatibilidad entre ciencia y religión. También están los datos históricos. ¿Cómo ignorar, por ejemplo, que muchos hombres de ciencia célebres, entre los que figuran los que se consideran padres fundadores de disciplinas científicas, creían en Dios y no tenían ningún escrúpulo en confesar su fe? Y aquí van algunos ejemplos:
— Nicolás Copérnico (1473-1543), padre de la cosmología heliocéntrica;
— Francis Bacon (1561-1626), científico y teórico del método experimental;
— Galileo (1564-1642), matemático, físico y astrónomo;
— Johannes Kepler (1571-1630), padre de la astronomía física;
— William Harvey (1578-1657), padre de la medicina moderna;
— Robert Boyle (1627-1691), célebre físico y químico;
— Jean-Baptiste Lamarck (1744-1829), primer teórico de la evolución biológica;
— John Ray (1627-1705), uno de los padres de la historia natural moderna (mundo vegetal y animal);
— Isaac Newton (1643-1727), uno de los padres de la física clásica (descubridor de la gravitación);
— Louis Pasteur (1822-1895), padre de la microbiología;
— Gregor Mendell (1822-1884), padre de la genética;
— William Thomson Kelvin (1824-1907), uno de los pioneros de la termodinámica;
— Max Planck (1824-1947), padre de la física cuántica;
— Pierre Duhem (1861-1916); uno de los fundadores de la físicoquímica moderna;
— Arthur Eddington (1882-1944), uno de los más grandes astrofísicos del siglo XX;
— Georges Lemaître (1894-1966), padre de la teoría del Big Bang;
— Werner Heisenberg (1901-1976), uno de los fundadores de la mecánica cuántica;
— John Eccles (1903-1997), premio Nobel de fisiología y de medicina en 1963;
— Kurt Gödel (1906-1978), uno de los más grandes matemáticos y lógicos del siglo XX;
— Jérôme Lejeune (1926-1994), pionero de la investigación sobre las enfermedades cromosómicas;
— John Polanyi (nacido en 1929), premio Nobel de química en 1986;
— Francis Collins (nacido en 1950), director del proyecto de desencriptación del genoma humano;
— Stephen M. Barr (nacido en 1953), profesor de física y astronomía en la Universidad de Delaware.
A esta lista de personajes célebres podrían sumarse cientos de otros científicos menos conocidos. El hecho es que una parte importante de los científicos contemporáneos creen en Dios. Es lo que demuestra un sondeo efectuado en 2009 por el Pew Research Center entre los científicos miembros de la American Association for the Advancement of Science, la sociedad científica que cuenta con el mayor número de miembros del mundo. Según este sondeo, un poco más de la mitad (51 %) de los científicos americanos cree en Dios o en un poder superior. Más precisamente, el 33 % de los científicos dicen que creen en Dios, mientras que el 18 % dicen creer en un espíritu universal o un poder superior.
El análisis del Pew Research Center precisa que los resultados de este sondeo no son muy diferentes de los obtenidos en el pasado entre la misma categoría de personas. El sondeo más antiguo del mismo tipo se realizó en 1914 por el psicólogo suizo americano James Leuba entre unos mil científicos en los Estados Unidos. Leuba (1868-1946) había constatado entonces que la comunidad científica americana se dividía en dos partes iguales, el 42 % de las personas interrogadas habían declarado creer en un Dios personal, y otro 42 % adoptó una posición contraria. En 1996, Edward Larson, un historiador de las ciencias de la Universidad de Georgia, planteó a mil científicos las mismas preguntas que Leuba ochenta y dos años atrás. Con gran sorpresa para muchos, los resultados obtenidos se parecían a los de 1914, el 40 % de los científicos decía creer en un Dios personal y el 45 % decía no creer[12].
Es de notar, en el sondeo del Pew Research Center, que cuanto más joven es un científico, más es susceptible de creer en un Dios personal o en un poder superior, el porcentaje de los encuestados de esta categoría fue del 66 % en los comprendidos entre 18 a 34 años, del 51 % en los de 35 a 49 años, del 50 % en los de 50 a 64 años y del 46 % en los de más de 65 años.
Los resultados de estos sondeos concuerdan con los de un estudio sociológico sobre los motivos que condujeron a los pensadores laicistas británicos, en el curso del periodo de 1850 a 1960, a abandonar su fe cristiana. Apoyándose en los testimonios directos de unos ciento cincuenta no creyentes y más de doscientos relatos biográficos, el autor del estudio señala que la ciencia es un dato irrelevante entre los motivos invocados por las personas implicadas[13].
Si tantos científicos no tienen dificultades para conciliar su fe con su actividad científica, es que han comprendido que, conforme a la teología cristiana, Dios no se reduce a una entidad más elevada, más noble o más poderosa que los demás seres que existen en el universo. Han entendido que Dios es radicalmente diferente de este universo, que él ha creado ex nihilo, es decir a partir de nada, y que su acción creadora no es el resultado ni de una necesidad cósmica ni de un juego de azar, sino más bien el fruto de su «divina providencia», en virtud de la cual él «conduce con sabiduría y amor todas las criaturas hasta su fin último» (Catecismo de la Iglesia católica, 321). Aunque sea de un orden que supera infinitamente el de las realidades percibidas por nuestros sentidos (se habla de un orden sobrenatural), Dios está soberanamente presente en nuestro mundo y ninguna parte de su creación puede existir independientemente de Él. No hay pues concurrencia entre el orden natural y el sobrenatural, entre las causas llamadas «naturales» o «segundas» y la causa «primera». Bien al contrario, esta es la garante de aquellas.
La presente obra no se contenta con demoler el mito de la incompatibilidad entre ciencia y fe. Tiene también por objeto ilustrar la aportación del cristianismo al desarrollo de los conocimientos científicos. Contrariamente a las ideas recibidas, las raíces lejanas de la ciencia moderna se plantaron no en el siglo XVII, sino en el terreno fértil del viejo mundo grecorromano y del Occidente medieval cristiano, este se benefició también en cierta medida de una aportación de las culturas china, india y musulmana. Como bien lo explica el historiador americano de las ciencias Edward Grant, cuatro factores han permitido a la Europa medieval preparar la vía a la Revolución científica del siglo XVII: la traducción al latín de textos científicos griegos y árabes de los siglos XII y XIII, la creación en la misma época por la Iglesia católica de las universidades que utilizaron las traducciones latinas como punto de partida de un estudio de las ciencias naturales, la adaptación de la tradición cristiana a la enseñanza de estas ciencias y la transformación de la filosofía aristotélica. Un examen de estos diferentes factores evidencia que el cristianismo, y sobre todo la Iglesia católica, lejos de haber retardado o bloqueado el desarrollo del