El crepúsculo del materialismo. Richard Bastien

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El crepúsculo del materialismo - Richard Bastien Pensamiento Actual

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style="font-size:15px;">      Los estableció para siempre, por los siglos,

      les dio una ley que no traspasarán (Sal 148).

      Así, según la visión bíblica, el Sol, la Luna, las estrellas y los cielos forman parte de un sistema bien ordenado regido por «una ley que no traspasarán». La misma idea vuelve en el libro de la Sabiduría:

      Él me dio un conocimiento sin error de los seres,

      para saber la disposición del universo

      y la acción de los elementos,

      el comienzo, fin y medio de los tiempos,

      los cambios de solsticios y el alternarse de las estaciones,

      los ciclos de los años y las fases de los astros;

      la naturaleza de los animales y los instintos de las fieras,

      el poder de los espíritus y los pensamientos de los hombres,

      la variedad de las plantas y las virtudes de las raíces.

      Conozco lo escondido y lo patente;

      pues me lo enseñó la sabiduría, artífice de todo

      (Sb 7, 17-21).

      Se vuelve a encontrar esta insistencia en el carácter ordenado, racionalmente organizado, de la naturaleza en los textos fundadores del cristianismo, y sobre todo en san Pablo. Hablando a paganos, afirma que los hombres tienen de Dios un conocimiento natural suficiente para justificar su reprobación si lo ignoran: «En efecto, la ira de Dios se revela desde el cielo sobre toda impiedad e injusticia de los hombres que tienen aprisionada la verdad en la injusticia. Porque lo que se puede conocer de Dios es manifiesto en ellos, ya que Dios se lo ha mostrado. Pues desde la creación del mundo las perfecciones invisibles de Dios —su eterno poder y su divinidad— se han hecho visibles a la inteligencia a través de las cosas creadas» (Rm 1, 18-20). Dejando aparte la crítica de san Pablo a la conducta de los paganos, este pasaje afirma que la razón puede conocer la existencia de Dios y algunos de sus atributos a partir de la observación de sus obras: el mundo creado atestigua un orden, y por tanto una inteligencia trascendente, que la inteligencia humana puede captar. Esto explica que los primeros pensadores cristianos no hayan dudado en utilizar la filosofía griega para hablar de la fe. Las palabras del medievalista Étienne Gilson son elocuentes al respecto. Hablando de los apologistas cristianos del siglo II, afirma que, en su espíritu, el acercamiento entre el universo griego y el universo cristiano, lejos de haber sido objeto de una «evolución en continuidad», ha tomado la forma de una asimilación del primero por el segundo:

      La idea de que el mundo de la naturaleza se rige por leyes estables, puestas por un Dios que actúa según las reglas de la lógica descubiertas por los griegos, se propagó en el mundo por la influencia de la religión judía, luego de la teología cristiana. Dicho esto, el relato bíblico de la creación, de donde proviene la noción de un orden natural y estable, no dice nada sobre las modalidades de su funcionamiento. Por eso, la idea de que el cristianismo sea una religión como todas las demás, que propone explicaciones mitológicas que compensen una ausencia de explicaciones científicas, es una pura aberración. Basta para convencerse examinar el Catecismo del concilio de Trento, que data de 1566 (medio siglo antes de que Galileo entre en escena) y que ha tenido autoridad en el seno de la Iglesia católica hasta 1992. Ya se puede buscar, ahí no se encuentra nada sobre las ciencias naturales, estas se consideran extrañas a la doctrina cristiana. Algunos invocarán sin duda el proceso de Galileo para pretender lo contrario, pero esta cuestión ha sido la excepción que confirma la regla (ver el capítulo 5 para un análisis del caso Galileo). La prueba está en que la Iglesia nunca criticó o condenó la teoría darwiniana de la evolución de las especies animales. La única posición adoptada en este campo es la de Pío XII en 1950, que concierne solo a la evolución de la especie humana. Se la puede resumir en dos puntos: primero, toda teoría de la evolución debe mantener que todos los seres humanos proceden de una sola pareja; segundo, aunque se pueda admitir que el cuerpo humano haya evolucionado, esta evolución no podría aplicarse al alma humana, puesto que esta «es inmediatamente creada por Dios». Esta observación de la encíclica Humani generis (1950) tiene como objeto recordar que el hombre puede estar compuesto de un cuerpo hecho de una materia viva preexistente, pero no puede reducirse a esta materia y lleva en él algo que escapa al orden puramente físico. Dicho de otro modo, el hombre es un ser material y espiritual a la vez.

      La segunda acusación del materialismo filosófico contra la religión se refiere a su pretendida falta de racionalidad. La fe y los dogmas serían indignos del hombre porque le obligarían a adoptar creencias desprovistas de todo fundamento racional. Los «misterios» no serían más que una afrenta a la inteligencia humana, una estrategia destinada a oscurecer los espíritus. La fe sería así totalmente extraña a la razón y viceversa. Esta idea de una separación completa, de una incompatibilidad forzosa, entre fe y razón es sin embargo contraria a la concepción católica de la fe. La encíclica Fides et Ratio de san Juan Pablo II, publicada en 1998, se abre con estas palabras: «La fe y la razón son como las dos alas con las cuales el espíritu humano se eleva hacia la contemplación de la verdad». Esta afirmación tiene muy poco eco en la cultura materialista contemporánea, que nos condena a elegir una de las dos.

      El vínculo estrecho entre fe y razón no es el producto de cualquier corriente de pensamiento teológico posconciliar. Ha tenido siempre su sitio en el magisterio de la Iglesia y ha sido defendido por sus primeros teólogos. Para captar toda su importancia, sin duda conviene recordar que surgió de la unión entre la cultura bíblica judeocristiana y la cultura clásica grecorromana. De una manera del todo inesperada, estas dos grandes tradiciones de la Antigüedad engendraron una civilización que se llamó en otro tiempo Cristiandad, y que sus detractores y defensores llaman hoy la civilización occidental.

      La alianza de estas dos culturas ha supuesto un carácter inusitado, haciendo surgir dos maneras de pensar la fe y la razón de las que no se encuentra ningún precedente en la historia de la humanidad. Olvidamos con demasiada frecuencia cómo estas dos fuentes de nuestra civilización aparecieron en la Antigüedad. Las lenguas de estas dos culturas, el hebreo y el griego, traían muchas palabras que expresaban conceptos totalmente ajenos al resto del mundo. La noción de creación ex nihilo era algo totalmente inconcebible para los hombres y los dioses de la Antigüedad —salvo para el Dios de los hebreos—. Lo mismo sucede con el concepto de pecado, que no designaba solo simplemente un mal moral, sino la ruptura de un pacto sagrado entre Dios y el pueblo que él se había elegido —el pueblo judío—. Se podría mencionar también el concepto hebreo que revelaba el nombre de Dios —«Yo soy el que soy»—, que establecía una identidad perfecta entre el «Yo» y el hecho de existir, entre la persona y el ser. Antes de Jesucristo, estos conceptos eran exclusivamente judíos, lo nunca visto para todas las culturas no hebraicas.

      La cultura griega tenía también sus exclusivas conceptuales, por ejemplo, las de ciencia y lógica, de esencia, de naturaleza y de substancia. El carácter propiamente único de estas dos culturas puede ilustrarse con dos palabras:

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