Yo, el pueblo. Nadia Urbinati

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Yo, el pueblo - Nadia Urbinati

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Sartori (a quien Urbinati recupera con justicia), el futuro de la democracia depende de la convertibilidad de mayorías en minorías y de éstas en aquéllas. En ese sentido, la lección de Hans Kelsen (no casualmente antagonista conceptual y político de Carl Schmitt) respecto de que la regla de la mayoría, en clave democrática, supone la existencia y el respeto de una serie de reglas de la minoría —o de las minorías—, permea en el trasfondo de las reflexiones de Nadia Urbinati (como un eco lejano de una larga y rica tradición democrática). Esa regla kelseniana de la relación entre mayorías y minorías se sintetiza en tres aspectos: a] que la minoría debe tener derecho a existir, b] que la minoría debe tener el derecho a que se le tome en cuenta y c] que la minoría debe tener el derecho de convertirse, si recibe para ello el respaldo del electorado, en mayoría.

      Como bien lo analiza la autora de Yo, el pueblo, en una democracia ninguna mayoría es la última y ninguna posición disidente u opositora está confinada, ex ante, a una posición de subordinación, carente de legitimidad, por el simple hecho de no haber recibido, en un momento particular (esporádico, se insiste), la voluntad mayoritaria. Por esta misma razón, debido al vínculo dialéctico entre mayoría y minoría, y porque aquella no puede existir sin ésta, ninguna decisión de gobierno puede realmente tomarse sin algún nivel de cooperación de las posiciones políticas contrarias, bajo el riesgo de perder legitimidad o el atributo de régimen demo-crático.

      Pero esto no lo entiende el populismo. Para éste, la mayoría que le otorga el poder es, en primer lugar, la única legítima y la minoría no sólo agrupa a quienes perdieron la preferencia del voto popular, sino que forma parte de una oposición esencialmente ilegítima, digna de ser descalificada y de no ser tomada en cuenta.

      De forma peculiar, pero dada su naturaleza hasta cierto punto esperable, afirma Urbinati, los populismos, una vez en el poder, elevan el principio de la mayoría a una categoría superlativa que transforma a una mayoría electoral, esencialmente contingente, en otra permanente, que asume “el poder desnudo de una parte”, en lugar de un método por el cual la ciudadanía, de forma libre e igualitaria, alcanza un acuerdo en condiciones de pluralidad y compromiso político —precisamente la idea en la que Hans Kelsen, de nuevo, identificaba la esencia y el valor de la democracia.

      Quizás una de las argumentaciones más atractivas que hace Urbinati en esta obra es la que busca explicar cómo se entiende la representación política en el populismo. Para el populismo en el poder, según la autora, la representación política no es simplemente producto de la suma de una mayoría de votos y del convencimiento de un proyecto político enarbolado por un partido o una candidatura. La interpretación que el populismo hace de la representación política es como encarnación: el líder es el representante de una mayoría con la que se funde, de la que se alimenta y a la que da significado como única mayoría legítima por ser la auténtica expresión del pueblo “bueno” —precisamente, la idea en la que Carl Schmitt, de nuevo, identificaba el “auténtico” principio democrático, que en realidad era todo lo contrario a lo que la tradición política moderna identifica como democracia: la gran conquista civilizatoria de la modernidad.

      Esta forma de representación, como encarnación del pueblo, encuentra un obstáculo en el ejercicio del poder político por medio de cualquier mecanismo o forma de intermediación o control político: los partidos, los medios de comunicación tradicionales, los órganos de control estatal y otros pesos y contrapesos institucionales. Al asumir la representación política como encarnación del pueblo que lo eligió, el líder populista busca dar su voz y su voluntad a ese sujeto colectivo que lo ha llevado al ejercicio del poder público. Así, el líder asume —y proclama— que su voz y su voluntad dejan de ser suyas, para transfigurarse en las del pueblo mismo (se convierte, según Urbinati, en una suerte de “profeta ventrílocuo”). Esta transformación o desfiguración tiene dos efectos. En primer lugar, el líder debe esforzarse por refrendar en todo momento su cercanía con el pueblo (ya sea con comportamientos, símbolos o encuentros directos), porque sólo así manifiesta que, aunque está en el poder, no se ha convertido en un nuevo miembro de la élite y sigue siendo antisistema. El segundo efecto es que detona lo que Urbinati y otros autores denominan la “ideología de la excusa”, una mentalidad conspiratoria. Todo lo que se opone o dificulta el cumplimiento de su mandato, derivado del pueblo, implica, casi por definición, un acto de conspiración. Así, la responsabilidad del incumplimiento o del fracaso siempre descansa en otra parte, comúnmente en los enemigos o los adversarios políticos.

      Vinculado estrechamente con esta visión de la representación política como encarnación, pero también con la radicalización del principio de la mayoría, al que hacía alusión previamente, el populismo tiene una visión posesiva de la política y de las instituciones políticas. Ésta es, según Urbinati, la base de su naturaleza facciosa. Si los regímenes corruptos (causantes, en buena medida, de la reacción populista) son patrimonialistas y parciales en beneficio exclusivo de una élite o del grupo político gobernante, el gobierno populista usa las instituciones políticas de forma posesiva, particularista, a nombre de la mayoría, del pueblo, para fortalecer su posición en el ejercicio del poder. A este mecanismo Urbinati lo denomina “política de la parcialidad”, que, entre otras manifestaciones, usa el lenguaje de los derechos de manera tal que subvierte su propia función. El populismo surge de la denuncia de la exclusión, producida por la corrupción, la desigualdad, la pobreza y la discriminación, pero construye, por paradójico que parezca en una primera mirada, una aparente estrategia de inclusión basada en la exclusión de todo y todos los que tengan o hayan tenido algún vínculo o relación con el sistema al que se opone. De ahí su engañosa, pero no por eso menos real, tendencia facciosa.

      Evidentemente, el populismo en su versión contemporánea no surgió de la nada, de forma espontánea. Urbinati hace bien en señalar que la democracia representativa no cumplió la promesa a la que fue llamada: ayudar a procesar las diferencias políticas que permitieran encontrar la mejor opción de gobierno para así dar con la salida a los problemas torales de la desigualdad, la pobreza, la corrupción, la violencia. Sin este entorno social, ningún populismo surge y mucho menos crece, tal como ha suce-dido en muchas sociedades durante al menos la última década.

      Pero Urbinati también le asigna a los partidos y la clase política más amplia, la responsabilidad que les corresponde en el surgimiento del popu- lismo como fuerza gobernante. Y es que, en efecto, los partidos, en lugar de ser espacios de procesamiento de demandas, de canalización de exigencias y de identificación de liderazgos viables, se convirtieron en máquinas de votos, en aparatos meramente electoreros. Convencidos de que lo único importante es llegar al poder, los partidos abandonaron su función de “escuela de políticos” en el mejor de los sentidos: como espacio para la construcción de valores y comportamientos, y para la generación de habilidades favorables para hacer política en una democracia. Hambrientos de votos, e imbuidos en un entorno cultural que enaltece a las celebridades y la estridencia, más que las trayectorias sólidas y la deliberación argumentada, los partidos favorecieron el contexto propicio que ha producido la desafección de la política, la desconfianza hacia los propios partidos, las inclinaciones antisistema y antipolítica que permean amplios segmentos de las sociedades contemporáneas.

      Publicado originalmente en 2019 por Harvard University Press, esta edición de Yo, el pueblo es la primera que se hace en castellano y responde al interés del Instituto Nacional Electoral y de la casa editorial Grano de Sal por traer a México y a todo el mundo hispanoparlante los mejores estudios y análisis sobre la democracia. La edición de esta obra en particular atiende a la coyuntura política, social y académica actual que, en un contexto de limitada deliberación informada, exige nuevas pistas para comprender los desafíos y las amenazas que enfrenta la democracia en México y en muchos otros países, y para actuar en su defensa con base en dicha comprensión.

      ¿Por qué es tan importante estudiar y tratar de comprender qué es el populismo?, se pregunta Urbinati. Porque el populismo está transformando nuestras democracias, responde. No hay mejor razón para leer y comprender la propuesta analítica de Nadia Urbinati: porque nuestras democracias se están

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