Carro de combate. Nazaret Castro

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Carro de combate - Nazaret Castro Mayor

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cada vez más gente entiende la necesidad de un cambio, que la pandemia muestra mucho más urgente de lo que muchos querían creer. Cada vez más personas quieren saber lo que hay detrás del engranaje del sistema, y buscan alternativas que no solo comportan la posibilidad de un mundo más justo, sino también, más feliz. Porque el sistema agroalimentario global nos alimenta cada vez peor, y el hiperconsumo generalizado nos ha hecho más infelices, así como el exceso de pantallas interconectadas nos hace sentir más solos. La ideología del tanto tienes, tanto vales; la eterna promesa de que seremos más felices si nos compramos el último modelo de teléfono móvil, o aquellas zapatillas de marca, o esas vacaciones en el Caribe. Bajo el capitalismo, no importa ser, sino tener, como describió Erich Fromm en su célebre ensayo ¿Tener o ser? Los griegos lo llamaban pleonexia, y Platón lo consideraba una enfermedad: el apetito insaciable de cosas materiales.

       Un sistema despilfarrador

      La destrucción de los ecosistemas no para de crecer, al mismo e insoportable ritmo que la desigualdad global. El orden neoliberal hace retroceder lo público, mercantiliza los bienes comunes, convierte cada sector de la economía en un oligopolio en manos de cada vez menos empresas, y más poderosas, que cuentan en muchos casos con un historial deleznable en cuanto a derechos humanos: Coca Cola, Nestlé, Nike, Bayer-Monsanto, Enel Endesa, Repsol y tantas otras. Aunque resistamos al embate publicitario, la obsolescencia programada —o la percibida, la que nos hace comprar por moda— nos obligará a cambiar de teléfono o adquirir un jersey nuevo antes de lo necesario, y si queremos reparar un electrodoméstico o un zapato, nos encontraremos con que repararlo sale más caro que comprar uno nuevo, lo que es el colmo del absurdo. Porque este sistema económico pretende ser el más eficiente, pero lo es solo en términos del lucro que genera para un puñado de millonarios; es, en realidad, enormemente despilfarrador si, en lugar de hacer los cálculos en dólares, los hacemos en términos de flujos de energía y materiales. Es lo que vienen haciendo los autores de la Economía Ecológica y de la Ecología Política, que nos recuerdan que no podemos seguir comportándonos como si tuviéramos un planeta de repuesto: tras dos siglos de economía subsidiada por el petróleo y de extracción de todo tipo de materias primas —incluyendo la fertilidad de la tierra—, ya no vivimos en un planeta abundante y deberemos ajustar nuestra actividad económica a los recursos de los que ahora disponemos.

      Un problema de base es haber confundido valor y precio, y valorar en términos exclusivos de rentabilidad. Ocurre que los precios reflejan cada vez menos el valor del trabajo y de las materias primas de las mercancías: todo ello ha sido externalizado, y la empresa termina llevando ese producto a los estantes de los grandes almacenes pensando en lo que el comprador está dispuesto a pagar. Los economistas ecológicos han calculado algunos de esos costes, aunque insistiendo en que hay valores incalculables, inconmensurables. Porque, ¿qué precio le ponemos a la contaminación del agua que provoca una mina de cobre? ¿Cuántos dólares o euros supone la pérdida de nutrientes de la tierra como consecuencia del monocultivo de soja o caña de azúcar? ¿Cuánto le cuesta a la humanidad el transporte marítimo de mercancías, si sumamos las consecuencias de la contaminación de los mares y los diversos efectos de la extracción de los hidrocarburos? Por más que se empeñe el mercado, la naturaleza no tiene precio, y sí un valor incalculable. Algo sí es seguro: no tiene sentido producir a diez mil kilómetros de distancia de donde se va a consumir. Dicen que es más barato, más rentable, pero solo es así porque alguien paga la parte del precio que nosotros no pagamos; y entre ese «alguien» están las generaciones futuras, los seres humanos no nacidos —y las especies no humanas—, que podrían enfrentarse a una existencia mucho menos placentera que la nuestra después de que hayamos esquilmado todos los recursos a nuestro alcance.

      Un buen diagnóstico solo es posible pensando de forma integral, e incorporando en la misma reflexión la sustentabilidad ambiental y la justicia social.

       Última llamada

      En este contexto, creemos necesario y urgente promover un cambio. Para Carro de Combate, las soluciones locales deben combinarse con planteamientos globales, y, aunque son muchas las perspectivas y posibilidades de lucha ciudadana, nosotras proponemos una: el consumo como acto político. En una sociedad donde los poderes fácticos en gran medida han reducido a los ciudadanos a consumidores, qué hacemos con nuestro dinero se ha convertido en una de las vías más evidentes de intervención en el mundo. Cada vez más gente entiende que nuestras pautas de consumo irresponsables nos hacen cómplices y que, aunque no sea fácil, siempre tenemos un cierto margen de libertad, pues hay opciones mejores que otras, y entender eso, que cada gesto cuenta, es el primer motor del cambio.

      «Cada acto de consumo es un gesto de dimensión planetaria, que puede transformar al consumidor en un cómplice de acciones inhumanas y ecológicas perjudiciales», escribe el filósofo brasileño Euclides André Mance. Del mismo modo, cada acto de consumo puede ser una forma de activismo que nos lleve hacia un mundo más justo, más humano, y también que, en lugar de alienarnos, nos ayude a desarrollar nuestras capacidades. Pero no porque vayamos a cambiar el mundo con esos pequeños gestos individuales; sino porque entender el consumo como un acto político nos hace más conscientes de la necesidad de emprender cambios colectivos para pisar el freno de un sistema que nos ha llevado a un mundo socialmente injusto y ambientalmente insostenible. Se trata, entonces, de consumir críticamente, y también de consumir con criterio; esto es, comprar lo que necesitamos y no lo que la publicidad nos dice que deseamos, y superar la idea de propiedad privada como única forma de posesión. ¿Acaso no hay muchos productos que nos darán la misma satisfacción, quizá más, si los compartimos en lugar de acumularlos?

      Tampoco creemos que la solución implique esforzarse por ser absolutamente coherentes. Pretender ser absolutamente coherentes solo llevará a la frustración, por no hablar de que, al menos en las grandes ciudades, resulta virtualmente imposible. Lo que proponemos es ir cambiando de a poco nuestros hábitos de consumo, cada vez más atentos a las alternativas que existen y que, a menudo, resultan invisibilizadas. Añadimos al final de este libro algunas páginas web y comercios que ofrecen algunas soluciones, pero dar un listado detallado resultaría imposible en un volumen de estas características. Os animamos a que cada una de vosotras iniciéis vuestra propia investigación, a través de Internet y vuestro círculo de contactos; así, entre todos, iremos mapeando y difundiendo alternativas.

      Frente a la ideología dominante que promueve un consumo irresponsable, alienado y alienante, entender el consumo como acto político implica rechazar nuestra complicidad cotidiana, real aunque invisible, con la injusticia y el sinsentido del sistema capitalista en su fase de la globalización. Los comportamientos cotidianos, los cambios individuales en el consumo, no bastan, pero ayudan a adquirir consciencia sobre el funcionamiento de esta economía global, que no solo es injusta: también es inhumana, pues satisfacer las necesidades de la reproducción del capital nos aboca hacia la destrucción de la naturaleza y del propio ser humano. El consumo consciente, o la consciencia sobre el consumo, alienta la rebelión y ayuda a pensar la transición, sirviéndose de las iniciativas de la economía social y solidaria como un laboratorio de ensayo. Y es ahí cuando los comportamientos individuales comienzan a articularse con formas de acción colectiva para promover cambios legislativos: debemos exigir a nuestros gobernantes que obliguen a las empresas a ser transparentes y a respetar los derechos humanos y las fuentes de las que depende la vida de todas. Necesitamos consumir, pero no estamos obligados a hacerlo del modo que la televisión y las empresas multinacionales nos dicen que hagamos.

      Entendernos como sujetos libres, y entender el mundo en que vivimos como una realidad histórica y por lo tanto modificable, es el primer paso para avanzar hacia una transición ecosocial que ya es impostergable. No nos queda duda a estas alturas que la traumática pandemia de la Covid-19 debe ser para nosotras un llamado a modificar la irracionalidad del actual sistema de producción, distribución y consumo. Hoy más que nunca es momento de apostar por una transformación radical de nuestros estilos de vida, por circuitos cortos de producción y consumo, por el comercio de proximidad y por la agroecología. Ya es tiempo de colocar la vida y los cuidados en el

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