Educar para la pluralidad. Iván López Casanova

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Educar para la pluralidad - Iván López Casanova Claves

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consistía en dos sesiones semanales. Los viernes por la tarde, asistían a las actividades teóricas: tertulias con futbolistas del equipo de la ciudad que acababa de ascender a la Primera División; también con árbitros o con periodistas; clases teóricas sobre técnica y táctica deportiva… Además, los sábados, entrenamiento y competición: nos habían dejado las instalaciones de un cuartel del Ejército que contaba con una explanada grande para entrenar y con cuatro canchas de fútbol sala para competir.

      Al comienzo de una temporada, justo en el regreso del tercer día de competición, uno de los entrenadores me avisó muy alarmado, porque un jugador de su equipo había sustraído del cuartel un objeto sorprendente. En efecto, en la bolsa de deportes de un chico de doce años brillaba una bala de cañón de unos treinta centímetros. La había visto, le había gustado y se la había traído. Ahora, sencillamente, estaba arrepentido de su acción.

      Reuní a los monitores para ver cómo resolver el lío. Teníamos un problema, pues aunque no era un misil de última generación, sino una bala de cañón antigua, tal vez usada como decoración en algún sitio del cuartel, ¿cómo explicar que un niño se había llevado un proyectil que pesaba más de 15 o 20 kilos? ¿Cómo reaccionaría el Coronel que con tanta generosidad nos había dejado gratis las instalaciones deportivas? ¿Qué futuro esperaba a nuestra Escuela de fútbol, cuya competición acababa de comenzar?

      Entonces apareció el preadolescente en la habitación donde estábamos reunidos y nos dijo: “¡Tranquilos, que es solo una broma! ¡La bala estaba en la sala de estar de mi casa y la he traído para gastar una broma!”.

      La adolescencia es el vuelo desde el pulcro nido familiar hacia el universo social roto, desde el cariñoso hogar infantil hasta la complejísima sociedad en la que se tendrán que integrar en un grupo de amigos para llegar a la juventud. Siguiendo la metáfora, se despega desde un reposado universo familiar y se aterriza en un mundo social cansado, en un aeropuerto donde abunda la soledad y el desamor. Y durante ese viaje, un fuerte riesgo de inautenticidad amenaza a esta edad maravillosa, pero vulnerable.

      En este trecho de la vida se entrecruzan dos tendencias fundamentales. Por una parte, la imperiosa necesidad de encontrar un valioso ideal de vida auténticamente personal. Por otra, y con el mismo nivel de impetuosidad, la necesidad de realizarlo dentro de un grupo de iguales, de amigas y amigos de la misma edad. La primera directriz se nutrirá, fundamentalmente, de la educación familiar; pero la segunda dependerá sobre todo del ambiente social.

      Ahora bien, ¿qué desenlace se vislumbra si no hemos sabido preparar a los hijos para afrontar el contraste entre los valores familiares y sociales al llegar la adolescencia?

      Como refleja la anécdota del comienzo del capítulo, a los hijos se los debe formar con profundidad, porque no son idiotas. Es posible que para algunas facetas de la vida sean ingenuos y que, dependiendo de su edad, no puedan comprender algunas ideas demasiado abstractas. Pero en una sociedad compleja, se requiere una educación con profundidad intelectual. Para impartirla, sus padres necesitarán comprender con un cierto rigor los rasgos esenciales de la cultura en la que respiran. Así les ayudarán para luchar contra la tendencia al mimetismo y contra el miedo al ridículo, rasgos que irán creciendo al acercarse la edad adolescente, el tiempo en el que cristaliza o fracasa la educación familiar.

      La cuestión no es sencilla. Pero evidencia la necesidad de abordarla con una cierta hondura, adecuada a la edad de cada hijo, para evitar el desconcierto futuro o la resignación. Los jóvenes necesitan una educación fuerte en la que sean tratados como personas que aspiran a un mundo perfecto, a una civilización donde prevalezcan el amor, la justicia y la belleza. Donde experimenten el respeto a la libertad de conciencia, sin relativismo. Porque los chicos pequeños y los adolescentes, aunque posean cierta ingenuidad y aún no hayan llenado su mochila con muchas experiencias, guardan en su interior una capacidad grande para comprender el mundo moral, tal vez mayor que la de muchos adultos.

      La mejor vacuna contra la superficialidad la proporciona el conocimiento de la aventura del pensamiento, pues evita imitar las modas culturales simplemente porque las sigan las mayorías o porque las aplaudan los medios de comunicación. También, la sabiduría fortalece frente al temor de ir contra corriente y frente a la inseguridad o al disimulo para no parecer atrasados o incultos.

      El filósofo francés también planteó la complejísima cuestión −que llega hasta nuestros días− de cómo maniobrar en la sociedad plural para no ceder ante el relativismo. O dicho con otras palabras, cómo tratar la apuesta por los valores buenos y conjuntarlos con los que se niegan a aceptarlos y los transgreden. En definitiva, la compleja articulación entre democracia y pluralismo de una parte, y las conductas negativas de otra, tan importante para la educación familiar en el mundo actual.

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