El sueño de Gargantúa. Antonio José Antón Fernández
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Y bien, ¿en qué había empleado esa libertad nuestro taciturno preso? En apoyar a Johan Van Oldenbarnevelt –arminiano y a la sazón Gran Pensionario de las provincias– en un intrincado juego de poder político y religioso con el estatúder Mauricio de Nassau (desde su punto de vista, un golpista que había roto la autonomía de las provincias a la hora de regular sus disputas político-religiosas). La respuesta de Mauricio de Nassau fue contundente, y el juicio –ilegítimo, según los abogados– acabó con la ejecución y los arrestos.
Así, una mañana más, y de pie tras los barrotes, Hugo de Groot, conocido como Grotius o Grocio, vuelve a tener la tentación de comunicarse con su compañero de prisión. Quizás Rombaut esté asomado a la ventana de su celda, que da también a este lado del foso: quizás no haga falta ni siquiera gritar, y baste con llamarle a un volumen discreto. Pero sería una estupidez, y hacerlo precisamente hoy, 22 de marzo, traería demasiadas complicaciones. La situación podría empeorar: ¿quién sabe si habrá desdichados que corran peor suerte? Le parece difícil de imaginar, pero al fin y al cabo él está en la tercera altura del torreón: hay celdas por debajo de él, y los vanos de esos pisos apenas podrían considerarse ventanas, o acaso respiraderos. Sí, quizás hay quien viva peor. Su celda es amplia, su comida ha sido más o menos de su gusto: copiosa, pero tosca.
Ahora mismo la habitación en la que cumple condena está atestada de libros: en la mesilla, para empezar, las poesías de Janus Secundus, que le hicieron llegar a él y a Rombaut como parte de un encargo para su traducción al holandés. Sus versos son del agrado de Hugo, pero su lectura no parece muy oportuna en esta situación. Mucho menos para Rombaut, anciano y demasiado árido como para apreciar la poesía. Maria, la esposa de Hugo, tuvo que insistir para que ambos se interesaran repentinamente por la lírica neolatina. Hugo cedió antes, y pudo descubrir en el interior del volumen que varias páginas se habían sustituido por instrucciones detalladas sobre el proceso judicial y otras cuestiones[2]. Sin embargo, el viejo Rombaut Hogerbeets se hizo tanto de rogar que los guardias sospecharon y toda la operación llegó a las autoridades locales. Pero, junto a otras incomodidades, esta también pudo solucionarse con un oportuno soborno.
En definitiva: en el suelo, en la mesilla, en el escritorio de la celda se amontonan los volúmenes. La Historia de Eusebio y Adversus hereses, de Epifanio; Clemente de Alejandría, Tertuliano, Plutarco. También se encuentran en la celda la Physica y las Eclogae ethicae de Estobeo, junto con las Fenicias de Eurípides, ya que entre otros quehaceres Hugo ha podido dedicarse a traducirlos del griego al latín. Pero su labor más urgente, al menos en lo que al estudio se refiere, queda patente en los libros de Erasmo, Beza, Drusius, Casaubon y Calvino que también ocupan espacio en la celda. Y por supuesto, un par de copias de la Biblia.
De la Biblia, el estudio de Grocio (durante toda su vida) se centra especialmente en la Caída. De aquí surge tanto su defensa del libre albedrío individual como su reconstrucción del concepto de propiedad privada, así como su defensa del derecho y obligación para los cristianos de tomar botines de guerra. En su obra De Jure Praedae se apoyará para esto en Génesis, 14. Y precisamente aquí se encuentran otras de las argumentaciones de Grocio que pueden ser más interesantes.
En esa obra la Ley Natural («la ley principal de las naciones») se define de modo que en ella no cabe la propiedad privada… en principio. Aunque parezca extraño en uno de los precursores del liberalismo clásico, en realidad esto sólo era una concesión inicial al campo de estudio en el que se estaba moviendo, el exegético. Para Grocio no hay salida posible al hecho de que las escrituras dejan claro que «todas las cosas eran propiedad común en aquellos días distantes [y por tanto] no había transacciones comerciales»[3]. Este argumento reaparece en la historia de la teología cristiana, pero, como veremos, lo último que le interesa a Grocio es dar completamente la razón a san Basilio de Cesarea y san Ambrosio (y por consiguiente a san Agustín): si lo hiciera tendría que admitir que el mandato divino, tras la redención de Cristo, sería el de conservar la «propiedad común» de la que se habla en Hechos, 2:44-45 … Es decir, tendría que admitir eso, y a la vez conservar el carnet del club «capitalista» de la Compañía neerlandesa de las Indias Orientales.
En realidad, la jugada de Grocio es mucho más arriesgada: bajo la guía de la naturaleza, y mediante un proceso gradual, el uso de aquellos elementos necesarios para la vida se habría hecho inseparable de su propiedad privada. Al comer del Árbol en el Jardín del Edén, Adán y Eva no sólo acceden al ámbito de la prudencia, sino también al mundo «del trabajo y de la industria»[4].
Sin embargo, la propiedad privada la ha derivado Grocio de principios ya presentes antes de la Caída; el uso mismo está ya vinculado a la propiedad (en términos que serán útiles no sólo para hablar de propiedad personal, sino también de propiedad capitalista). Así que, ¿cómo puede subsistir la propiedad privada tras la Caída? ¿No se recuperaría tras la redención de Cristo? En un primer momento Grocio desplaza la ruptura de la caída del Edén a otros momentos bíblicos «posteriores» (Génesis 9:3, o 21), después, en varios requiebros a lo largo de su obra, suavizará la diferencia o introducirá un desarrollo gradual. Así, la exégesis bíblica, terreno importantísimo de disputa teológica y política para Grocio, en realidad acabará subordinada a la defensa de la propiedad privada (de los «suyos»), siendo esta el pivote alrededor del cual gire el análisis[5].
Pero, en lo que concierne a sus intereses más conscientes, ¿por qué da Grocio este rodeo, reconociendo la molesta cuestión de la «propiedad común», que podría haber ignorado? Porque todas las sutilezas que presenta alrededor de las diversas formas de propiedad no-individual le permitirán conservar un espacio de bienes «no divisibles» ni apropiables: el mar, medio de negocio y disputa entre la Compañía neerlandesa de las Indias y, entre otras, las naves portuguesas, cuyo dominio había que quebrar.
Por otro lado, la «ocupación» y la «adquisición» de lo que antes pudo ser propiedad común (o privada, de otro individuo o compañía) y que ahora resultara ser «útil para la vida» deja de ser para Grocio un «robo», y queda en un terreno debatible, donde –desde luego– tendrían que entrar las leyes. Y si estas deben entrar es porque la cuestión ya no está tan clara. Además, según la propia definición doble que Grocio establece del acto de posesión, aparte de la posesión física de los bienes muebles, en lo que atañe a los bienes inmuebles el acto de posesión depende de la «actividad referente a la construcción o definición de límites»; es decir, que esta actividad es la que permite hablar de propiedad en el caso de esos bienes inmuebles. Sin embargo por definición esto último es imposible cuando se trata de los mares (y al declarar los mares como un ámbito no apropiable, se invalidaba toda pretensión portuguesa de dominio sobre ellos, sancionando con ello la legitimidad jurídica de la captura neerlandesa de la nave Santa Catarina).
Al paso de esta última argumentación, por cierto, aparece una cuestión que puede resultar interesante: para Grocio el mar no por ser «propiedad común» es «propiedad de todos», sino que más bien es «propiedad de nadie»[6]. El resultado en el contexto específico de la Compañía neerlandesa de Indias no es diferente del antes mencionado, pero merece la pena anotarlo. En todo caso, ¿quién forma ese «todos», esa sociedad? En Grocio hay una contradicción fundamental entre interés propio y «un exquisito deseo de sociedad». La razón y la justicia median entre ellas, pero siempre como resultado de la semejanza (nunca perdida, recordemos) entre Dios y su creación, aunque Grocio,