Siempre queda el amor - Entrevista con el magnate. Cara Colter
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David se había quedado mirándola con una leve sonrisa en los labios.
–¿Qué? –inquirió ella.
–Hay algo en ti que parece que está pidiendo a gritos que te pinten.
–¿Cómo? –preguntó Kayla frunciendo el ceño.
–Es lo que pensé cuando te vi montada en la bicicleta. Casi podía imaginarme un cuadro de ti con el título Chica en bicicleta –le explicó él encogiéndose de hombros, como azorado–. Y ahora aquí fuera, en el porche, con ese camisón, pareces otro cuadro: Chica en una noche de verano.
Para Kayla, esas palabras fueron como gotas de lluvia para una planta que no había sido regada en mucho tiempo.
En aquella revista en la que había salido publicado un artículo sobre David y su compañía, Blaze Enterprises, decía que tenía una de las colecciones privadas de arte más importantes del país.
Al recordarlo, Kayla volvió a pensar que el hombre que tenía enfrente no se parecía al chico que había echado carreras con ella en bicicleta por aquellas mismas calles bordeadas de árboles.
Tampoco podía creerse que ese David adulto, ese hombre de mundo y coleccionista de arte, pudiera ver en ella algo digno de un cuadro. ¿Significaba eso que no la veía solo como a alguien que no hacía más que preocuparse por todo?
Cuando sintió de pronto que los ojos se le llenaban de lágrimas, parpadeó con fuerza para contenerlas y giró el rostro para que no pudiera verle la cara.
–Pues, si me ves como un cuadro, será que ya se me ha deshinchado la cara del todo –dijo en un tono despreocupado.
David la tomó de la barbilla, le giró la cara de nuevo hacia él y, cuando escrutó su rostro en silencio, Kayla tuvo de nuevo esa impresión de que era capaz de leer en ella como en un libro abierto: su soledad, lo decepcionada que se sentía con Kevin, sus constantes preocupaciones… todo.
Mientras la miraba, sintió también un ansia, un anhelo, que la aterró, porque de repente se apoderó de ella la sensación de que cada una de las decisiones que había tomado en su vida habían sido equivocadas.
Y probablemente seguía tomando decisiones erróneas. Se recordó que se había jurado a sí misma no volver a casarse, que sería feliz simplemente con vivir en la casa que le habían dado los padres de Kevin y un pequeño negocio.
Un negocio propio le daría un propósito a su vida, la llenaría y sería capaz de dejar atrás el dolor del pasado, se dijo dando un paso atrás para apartarse de David.
Le dio las buenas noches, bajó los escalones del porche y echó a andar hacia la verja abierta del jardín.
–Kayla, espera, para –la llamó él de repente.
Pero no lo hizo. ¿Para qué iba a pararse?, ¿para que pudiera diseccionar el dolor que le desgarraba el corazón? Ni hablar, se dijo y siguió andando. Nada que pudiera decir la detendría.
–Kayla espera, creo que estoy viendo a tu perro.
Capítulo 8
AL PRINCIPIO Kayla pensó que era un truco. Algunas veces Kevin había recurrido a trucos de esa clase, valiéndose de lo que ella más quería para salirse con la suya. Como aquella vez que le había dicho: «Cuando ya estemos instalados en la nueva ciudad, hablaremos de lo de tener un bebé».
Se giró, segura de que David se estaba inventando lo del perro, pero él no estaba mirándola a ella, sino a los arbustos del jardín. Kayla miró también allí, y vio algo peludo apenas unos segundos antes de que saliera disparado hacia la carretera. El corazón le dio un brinco de esperanza. David bajó las escaleras del porche, saltó por encima de la valla y salió corriendo detrás del animal.
Kayla pensó en entrar en su casa a por una rebeca, ya que la madre de David se había quedado con la suya, pero dudaba que él solo pudiese atrapar a Bastigal, y para cuando saliese de la casa su perro ya estaría lejos. Además, era de noche; tampoco iba a verla nadie.
Sin pensárselo más, y dejándose llevar por una espontaneidad maravillosamente liberadora, fue tras David y lo siguió hasta que dobló la esquina de una de las casas al otro lado de la calle.
El jardín trasero estaba rodeado por una valla baja, y David la saltó con una agilidad pasmosa. Kayla, que no estaba igual de atlética, pasó una pierna por encima y luego la otra.
–¿Lo ves? –le preguntó en un susurro.
Él se llevó un dedo a los labios y los dos se quedaron escuchando. Sé oyó un ruido en los arbustos que bordeaban el otro extremo del jardín.
–¡Bastigal! –llamó Kayla en un siseo, para no asustar a su perro y no despertar a los dueños de la casa.
Se oyó el crujir de una ramita y las hojas del seto se movieron. David avanzó lentamente hacia allí y ella fue de puntillas detrás de él. El animal salió corriendo de nuevo, calle abajo, y David y Kayla lo persiguieron.
Cuando David se detuvo, habían llegado a Peachtree Lane.
–Me parece que lo hemos perdido –dijo jadeante, inclinándose para apoyar las manos en las rodillas e intentar recobrar el aliento.
Kayla maldijo entre dientes e hizo lo mismo que él.
–No muevas ni un músculo –susurró David de repente.
Con un movimiento de cabeza señaló un arbusto del que colgaban delgadas ramas cuajadas de unas flores de color morado. Las hojas del arbusto se movieron y Kayla contuvo el aliento, pero de debajo de él no salió Bastigal, sino un conejo de color beis que se quedó mirándolos y movió la nariz con sus largos bigotes.
–¿Es eso lo que hemos estado persiguiendo? –le preguntó a David.
–Me temo que sí.
Kayla maldijo por segunda vez, pero notaba cómo la sangre le corría por las venas por la carrera, y se sentía deliciosamente viva. Se echó a reír y se tapó la boca con las manos para no despertar a los vecinos.
David se irguió, se cruzó de brazos y se quedó mirándola con una sonrisa divertida antes de reírse suavemente.
Kayla se dejó caer boca arriba sobre el césped y se llevó una mano al pecho entre jadeos y risitas.
David se tumbó a su lado y, cuando recobraron el aliento, los envolvió el silencio de la noche. La fragancia de alguna flor que Kayla no acertaba a distinguir flotaba en el aire, y las estrellas brillaban como nunca en el cielo.
–Esta es una de las cosas que más echaba de menos cuando nos mudamos a Windsor –le susurró a David–. En la ciudad no se ven las estrellas como aquí.
–No, es verdad –asintió él–. ¿Por qué os fuisteis? Siempre te gustó este sitio.
«Esperaba que fuera