Pack Bianca enero 2021. Varias Autoras

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asintió con la cabeza. No quería decir más, revelarle más.

      –Entonces, si no hubiera muerto… –musitó Rachel, casi para sí, agachando la cabeza. Mateo no dijo nada, pero ella asintió, como dándolo por hecho y alzó la vista–. Deberías habérmelo contado. Da igual cuánto tiempo haya pasado. Tenía derecho a saberlo.

      –No pensé que fuera importante.

      –Dijiste que confiabas en mí, Mateo, pero… ¿puedo confiar yo en ti?

      –Esto no tiene nada que ver con la confianza…

      –¿Ah, no? –replicó ella con tristeza. Y, sin esperar una respuesta, se dio la vuelta y abandonó las caballerizas.

      HABÍA llegado el día de su boda. Rachel se miró en el espejo con su vestido de novia, e intentó alejar el mal presentimiento que se cernía sobre su ánimo como una nube negra. Por mucho que Mateo insistiera en que no, para ella suponía una gran diferencia saber que había amado a una mujer y la había perdido, en vez de creer, como hasta entonces, que nunca había estado interesado en el amor.

      Sabía que en aquel matrimonio había mucho, muchísimo más en juego que su propia felicidad, pero le causaba un gran dolor saber que Mateo había amado a otra mujer, y que la había amado tanto y sufrido como para no querer volver a enamorarse nunca más.

      Desde su confrontación en las caballerizas, Rachel había notado un distanciamiento entre Mateo y ella, y eso la entristecía. No era un buen comienzo para un matrimonio, para pronunciar sus votos ante Dios, con esa tensión entre ellos. Y, sin embargo, parecía que así era como iba a ser.

      Había intentado no pensar en eso mientras Francesca la ayudaba a vestirse, le aplicaba un maquillaje natural y le hacía un elegante recogido, pero le había sido imposible.

      –Casi me parece mentira –murmuró aturdida, señalando su reflejo–. Esa no puedo ser yo.

      –Pues eres tú –contestó Francesca con una amplia sonrisa–. Estás sencillamente fabulosa.

      –Y es gracias a ti y solo a ti.

      –No es verdad –replicó la estilista, pero luego añadió con un guiño–: Aunque un poquito sí que te he ayudado.

      Rachel fue hasta la ventana, que se asomaba a la fachada de palacio y a la inmensa plaza en cuyo extremo opuesto se alzaba la catedral. Ya había un montón de gente en los alrededores, aunque aún faltaban varias horas para la ceremonia.

      Desde su llegada a Kallyria había estado demasiado ocupada y abrumada como para mirar en Internet lo que los medios estaban diciendo de Mateo y de ella, pero en ese momento sintió curiosidad.

      –Francesca –dijo vacilante, girándose hacia ella–, ¿qué dicen de Mateo y de mí?

      La estilista, que estaba recogiendo sus cosméticos, la miró y enarcó una ceja.

      –¿Eh?

      –¿Qué se dice de nosotros? ¿Se pregunta la gente por qué vamos a casarnos?

      –Bueno… –Francesca se quedó callada un momento–. No he oído a nadie decir nada malo, si es eso lo que te preocupa. A todo el mundo le parece muy romántico que, habiendo trabajado juntos durante tantos años, Mateo te quiera a su lado ahora que va a convertirse en rey. En fin, romántico sí que es, ¿no?

      Rachel esbozó una sonrisa forzada.

      –Claro.

      –Quiero decir que… Mateo podría haber elegido a cualquier otra mujer, pero ha querido que fueses tú. La gente dice que eres la mujer más afortunada del mundo.

      Rachel esbozó otra sonrisa forzada y se volvió de nuevo hacia la ventana. La mujer más afortunada del mundo… ¿Por qué no se sentía así? ¿Por qué se sentía como si estuviera viviendo una mentira?

      Cuando llegó la hora bajaron al vestíbulo, donde esperaban los fotógrafos. Durante el interminable posado, Rachel se dijo que sí era afortunada, a pesar de las dudas que la asaltaban en ese momento. Mateo era un buen hombre, un hombre con el que se llevaba bien y en el que confiaba aunque el amor nunca fuera a formar parte de la ecuación de aquel matrimonio.

      Cuando se preparó para salir del palacio y recorrer sola la plaza abarrotada de gente para llegar a la catedral donde la esperaban el novio y unos mil invitados, los nervios se apoderaron nuevamente de ella. Las puertas se abrieron, y el brillante sol le hizo guiñar los ojos. Francesca le puso una mano en la espalda y le susurró al oído:

      –La barbilla alta, la mirada al frente. Saluda con un asentimiento de cabeza, no con la mano, no se te vaya a caer el ramo.

      Rachel bajó la vista al magnífico ramo de rosas blancas y lirios en sus manos y tragó saliva.

      –De acuerdo.

      –Venga –la urgió Francesca, dándole un empujoncito.

      Rachel cruzó las puertas de palacio, y el ruido ensordecedor de la multitud la envolvió, como si una ola enorme se le hubiera venido encima. Comenzó a bajar los escalones y se encaminó hacia la plaza. Sabía que debía mantener la vista al frente, fija en el camino que habían despejado para ella, con barreras para contener a la gente a un lado y a otro, pero sabía que algunas de esas personas habían estado esperando horas allí de pie solo para verla. Gritaban su nombre, la vitoreaban.

      Paseó la mirada por la multitud, tratando de posar la vista en tantas caras como le fuera posible, y sonriéndoles. El ramo pesaba demasiado como para sujetarlo con una sola mano y saludar, como le había advertido Francesca.

      –¡You are beautiful! –exclamó alguien en inglés.

      –¡Efharistó! –se lo agradeció en griego Rachel, que había aprendido algunas palabras y expresiones básicas.

      Los vítores continuaron, y le pareció que el recorrido a través de la plaza era de al menos tres kilómetros en vez de solo unos cien o doscientos metros. Dejándose llevar por un impulso, al llegar a las puertas de la catedral, le pidió a un miembro del personal del evento que le sostuviera el ramo y saludó a la multitud con la mano, lo que hizo que la vitorearan aún con más fuerza. Luego volvió a tomar el ramo y entró en la enorme catedral.

      Se fijó en las filas y filas de bancos llenos de invitados con sus mejores galas. Y allí estaba Mateo, guapísimo con un frac y un montón de insignias reales en el pecho, esperando para llevarla hasta el altar con él. Cuando el órgano empezó a tocar, Mateo le tendió la mano. Ella la tomó, con los ojos fijos en los de él, comenzaron a andar por el pasillo central.

      Mateo la miró mientras avanzaban: la barbilla bien alta, los hombros hacia atrás, la vista al frente. Tenía un porte elegante, regio, magnífico. Se le hinchió el corazón de orgullo y de algo más, algo más profundo y peligroso. La tensión y el distanciamiento que había habido entre ellos los últimos dos días se disiparon en ese momento. Avanzaban juntos hacia su futuro, y pronto Rachel sería su esposa.

      La ceremonia pasó en un abrir y cerrar de ojos. Como era la tradición, repitieron tres veces los votos matrimoniales. El obispo sostuvo un momento sobre sus cabezas sendas coronas de laurel, se intercambiaron

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