1968: Historia de un acontecimiento. Álvaro Acevedo

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preguntas no es tarea sencilla; se trata de abrir un primer escenario discursivo de análisis para discusiones posteriores.

      El intelectual comprometido de la revolución

      Dedicado al mundo del saber y de la manipulación de símbolos y signos, el intelectual pertenece a un contexto específico; es producto de sociedades concretas, condición que no puede conducir a afirmar de manera taxativa qué debe hacer un intelectual o cuál es su posición frente al poder. El intelectual puede ser un crítico permanente del poder per se, pero también un sujeto afín a las estructuras del poder. Al partir de una concepción de cultura no solo como acumulación o recepción de saberes, sino como producción, Bobbio define al intelectual como un hombre de cultura, es decir, no simplemente como aquel erudito que ha acumulado una serie de conocimientos, sino como el que, en medio de su contexto, tiene la capacidad de adquirirlos y producirlos.

      Esta tipología plantea la existencia de intelectuales puros o apolíticos, intelectuales educadores, intelectuales revolucionarios y, por último, intelectuales del tipo filósofo militante. El primer grupo se distingue por considerar que cultura y política son actividades separadas entre sí, y, por lo tanto, en su labor no tienen por qué ocuparse de asuntos políticos. El intelectual y el político representan desde esta mirada instituciones importantes, pero diferenciadas dentro de la sociedad. En cuanto al segundo grupo, la relación cultura-política tampoco es igualitaria: en ella la cultura está por encima de la política, pero no para separarse de esta, sino para reflexionarla teóricamente. Desde esta relación, el intelectual ocupa la labor de educador en la sociedad y funge como sujeto que la reflexiona, pero que no gobierna.

      El tercer grupo, el del intelectual revolucionario, se ejemplifica en la definición de Antonio Gramsci, caracterizado por asumir en su labor cultural una posición abiertamente política, en la que ser político es ser intelectual y viceversa. Por último, está el intelectual filósofo militante, que define su función como política, pero no desde los escenarios tradicionales de poder, sino como crítico de estos. Es una postura que nace desde las bases sociales, y en la cual cultura es un elemento que compacta los distintos sectores de la sociedad para generar una revisión de sí misma. Gracias a las reflexiones de Bobbio, el concepto de intelectual se hace más amplio y universal, alejado de los esquemas eurocentristas y metahistóricos.

      Con una posición, tal vez, menos taxativa, Miguel Ángel Urrego propone que solo para la década del sesenta se habla de un campo intelectual propiamente dicho en el país, pues los intelectuales de estos años propician una ruptura con el mundo político tradicional alineándose al espectro de la izquierda política. Para hablar del intelectual “contra el Estado”, Urrego señala cómo entre los sesenta y ochenta se dan procesos estructurales de cambio que permiten la emergencia de un campo cultural autónomo. Variables como la urbanización, el aumento de la matrícula universitaria, en especial en las ciencias humanas a las que acceden importantes sectores de las clases medias, entre otras, contribuyen a la configuración de un tipo de intelectual utopista y comprometido con el cambio social.

      Sin embargo, el autor acota que la organización del “movimiento popular” de fines de los sesenta y principios de los setenta es el escenario propicio para que el intelectual comprometido despliegue no solo su potencial activista, sino su discurso y lógica particular con que interpreta la realidad nacional e internacional. La izquierda nacional, afincada en las universidades, motiva la ruptura con la mentalidad tradicional y conservadora que predomina en el país hasta mediados de siglo, en especial a través de la publicación de periódicos y revistas que sirven como medios de difusión de sus concepciones políticas y culturales. El conflicto estudiantil de 1971 es un momento cumbre en la ruptura e izquierdización de los intelectuales, además de la búsqueda de un nuevo orden simbólico, en el que la cultura es consustancial a la política. Esta resignificación modifica las valoraciones de los lugares de producción simbólica desde una perspectiva de la participación política en oposición a la idea de cultura de poder y de élite.

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