La mojigata o el encuentro inesperado y otros cuentos. Marqués de Sade

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La mojigata o el encuentro inesperado y otros cuentos - Marqués de Sade Clásicos

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que no podría satisfacer a veinticinco mujeres, una después de otra; lo hizo y entregó los cien luises a las mujeres. En otra cena, tras la que se inició un juego de azar, el barón advirtió al empezar que no podía participar, pues no tenía un céntimo. Le ofrecieron dinero, pero lo rechazó; mientras jugaban, dio dos o tres vueltas por la sala, volvió, se hizo hacer un sitio y apostó diez mil luises a una carta, luises que fue sacando en diez o doce fajos de su bolsillo; el envite no fue aceptado, el barón preguntó el motivo y uno de sus amigos le contestó bromeando que la carta no iba lo bastante bien servida, así el barón añadió otros diez mil. Todo esto está registrado en dos ayuntamientos respetables y lo hemos podido leer.

      Cuando cumplió cincuenta años, el barón decidió casarse; lo hizo con una encantadora joven de su provincia con la que siempre había vivido en los mejores términos, sin que las infidelidades tan propias de su temperamento provocaran nunca el menor roce. Tuvo siete hijos de esa esposa, y desde hacía algún tiempo los encantos de su mujer habían ido volviéndolo más sedentario; habitualmente vivía con su familia en el castillo, donde en su juventud había hecho la espantosa promesa que hemos mencionado, invitando a hombres de letras, apreciando su trato y cultivando su amistad. Sin embargo, a medida que se aproximaba al término de los sesenta años, se acordaba de su desdichado pacto y como ignoraba si el diablo iba a contentarse con retirarle sus favores o le quitaría entonces la vida, su humor cambió por completo, se ponía triste y meditabundo y ya casi no salía de casa.

      El día señalado, a la hora exacta en que el barón cumplía sesenta años, un criado le anunció a un desconocido que había oído hablar de sus conocimientos y solicitaba el honor de entrevistarse con él; el barón, quien en ese momento no estaba pensando en aquello que no había dejado de preocuparle desde hacía varios años, contestó que lo hiciera pasar a su gabinete. Subió allí y encontró a un forastero que, por su manera de hablar, le pareció que era de París, un hombre bien vestido, con una figura hermosísima y que enseguida se puso a discutir con él sobre las ciencias más elevadas; el barón le contestó a todo y la conversación se animó. El señor de Vaujour propuso a su huésped ir a dar un pequeño paseo, él aceptó y nuestros dos filósofos salieron del castillo; era época de faenas agrícolas y todos los labradores estaban en el campo; algunos, al ver gesticular a solas al señor de Vaujour, pensaron que se había vuelto loco y corrieron a avisar a la señora, pero nadie contestó en el castillo. Aquella buena gente volvió a su sitio y siguió observando a su señor, quien, creyendo que estaba conversando con alguien animadamente, agitaba las manos como es habitual en esos casos; por fin, nuestros dos sabios llegaron a una especie de paseo cerrado al otro extremo y del que no se podía salir más que dando media vuelta. Treinta campesinos pudieron verlo, treinta fueron interrogados y treinta contestaron que el señor de Vaujour había entrado solo, sin dejar de gesticular en aquella especie de alameda cubierta.

      Al cabo de una hora, la persona con la que creía estar, le dijo:

      —Y bien, barón, ¿no me reconoces?, ¿has olvidado acaso la promesa de tu juventud?, ¿has olvidado cómo yo la he cumplido?

      El barón se estremeció.

      —No temas —le dijo el espíritu—, no soy dueño de tu vida, pero sí de retirarte todos mis favores y arrebatarte todo lo que te es querido; vuelve a tu casa y verás en qué estado la encontrarás, en ello reconocerás el justo castigo a tu imprudencia y a tus crímenes... A mí me gustan los crímenes, barón, incluso los deseo, pero mi destino me obliga a castigarlos; vuelve a tu casa, repito, y conviértete, aún te queda un lustro de vida, morirás dentro de cinco años, pero sin que la esperanza de estar un día con Dios te haya sido negada... Adiós.

      Y el barón, que sólo entonces se dio cuenta de que estaba solo y que no había visto que nadie se despidiera de él, regresó a toda prisa sobre sus pasos y preguntó a los campesinos que encontró si no lo habían visto entrar a la alameda con un hombre de tales y cuales características; le contestaron que había entrado solo, que asustados al verlo gesticular de aquella manera incluso habían ido a avisar a la señora, pero que no había nadie en el castillo.

      —¿Que no hay nadie? —exclamó el barón terriblemente turbado—. ¡Pero si he dejado dentro a diez criados, a siete niños y a mi mujer!

      —Pues no hay nadie, señor —le contestaron.

      Cada vez más asustado corrió hacia su casa, llamó, nadie le contestó, forzó una puerta, entró, y la sangre que inundó los escalones le anunció la catástrofe que se había abatido sobre él; abrió una gran sala y descubrió a su mujer, a sus siete hijos y a sus diez sirvientes desparramados por el suelo en diferentes posturas, en medio de un mar de sangre, todos decapitados. Se desmayó, varios campesinos cuyas declaraciones constan, entraron y tuvieron ocasión de contemplar el mismo espectáculo; ayudaron a su señor, quien poco a poco volvió en sí, les rogó que facilitaran los últimos auxilios a la desdichada familia y sin pérdida de tiempo se encaminó hacia la Gran Cartuja, donde falleció al cabo de cinco años en el ejercicio de la más elevada piedad.

      No emitimos ningún juicio sobre este incomprensible suceso. Existe, no se puede negar, pero es incomprensible.

      Hay que andar con cuidado y no creer, sin duda, en quimeras, pero cuando algo es atestiguado por todo mundo y pertenece como éste a un género tan singular, hay que bajar la cabeza, cerrar los ojos y decir: así como no entiendo cómo los orbes flotan en el espacio, también pueden existir cosas sobre la Tierra que no acierte a comprender.

      El preceptor filósofo

      De todas las ciencias que se inculcan a un niño cuando se trabaja en su educación, los misterios del cristianismo, aun siendo sin duda una de las materias más sublimes de esta formación, no son, sin embargo, los que se introducen con mayor facilidad en su joven espíritu. Persuadir, por ejemplo, a un muchacho de catorce o quince años de que Dios padre y Dios hijo no son sino uno, que el hijo es consustancial a su padre, y que el padre lo es al hijo, etc., todo esto, por necesario que sea, no obstante para la felicidad de la vida, es más difícil de hacer comprender que el álgebra, y cuando se quiere tener éxito, uno se ve obligado a emplear ciertas equivalencias físicas, ciertas explicaciones materiales que, por desproporcionadas que sean, facilitan, sin embargo, a un muchacho la comprensión de la misteriosa materia.

      Nadie estaba tan plenamente convencido de este método como el padre Du Parquet, preceptor del condesito de Nerceuil, quien tenía unos quince años de edad y el rostro más hermoso que fuera posible contemplar.

      —Padre —decía día tras día el joven conde a su preceptor—, de verdad que la consustancialidad está por encima de mis fuerzas, me es absolutamente imposible concebir que dos personas puedan convertirse en una sola: acláreme ese misterio, se lo suplico, o póngalo al menos a mi alcance.

      El virtuoso eclesiástico, deseoso de tener éxito en su educación, contento de facilitar a su discípulo todo aquello que un día pudiera hacer de él un hombre de provecho, ideó un procedimiento bastante satisfactorio para allanar las dificultades que hacían cavilar al conde, y este procedimiento, tomado de la naturaleza necesariamente, tenía que resultar bien. Hizo venir a su casa a una jovencita de trece a catorce años, y tras asesorarla convenientemente la unió a su joven discípulo.

      —Y bien —le preguntó—, amigo mío, ¿entiendes ahora el misterio de la consustancialidad? ¿Comprendes ya con menos dificultad que es posible que dos personas se conviertan en una sola?

      —Oh, Dios mío, claro que sí, padre —respondió el encantador energúmeno—; ahora lo entiendo todo con una facilidad sorprendente. No me extraña que ese misterio constituya, según se dice, toda la alegría de los seres celestiales, pues es agradabilísimo divertirse haciendo de dos uno solo.

      Algunos

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