La mojigata o el encuentro inesperado y otros cuentos. Marqués de Sade
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—Me parece que esto va demasiado de prisa —exclamó Du Parquet, agarrando al condesito por la cintura—, excesiva elasticidad en los movimientos, por lo que resulta que no siendo tan íntima la conjunción no refleja adecuadamente la imagen del misterio que hay que demostrar aquí... Si nos ponemos exactamente de esta forma —prosiguió el pícaro, obsequiando a su joven discípulo con lo mismo que éste ofrecía a la muchacha.
—¡Ah! Dios mío, ¡que me hace daño, padre! —exclamó el muchacho—. Y además esta ceremonia me parece inútil. ¿Qué otra cosa me puedes enseñar sobre el misterio?
—¡Oh, diablos! —contestó el eclesiástico, balbuceando de placer—. ¿Pero no ves, amigo mío, que te lo enseño todo de una vez? Esto es la Trinidad, hijo mío... Hoy te estoy explicando la Trinidad, cinco o seis lecciones más y serás doctor de la Sorbona.
La mojigata o el encuentro inesperado
El señor de Sernenval, de unos cuarenta años de edad, con doce o quince mil libras de renta que gastaba tranquilamente en París, sin ejercer ya la carrera de comercio que antaño había estudiado y satisfecho con toda distinción con el título honorífico de burgués de París con miras a conseguir un cargo de regidor, había contraído matrimonio pocos años antes con la hija de uno de sus antiguos colegas, la cual tenía por aquel entonces alrededor de veinticuatro años. Ninguna otra tan fresca, lozana y entrada en carnes como la señora de Sernenval: no estaba formada como las Gracias, pero resultaba tan apetecible como la mismísima madre del amor; no tenía el porte de una reina, pero exhalaba en conjunto tanta voluptuosidad, con unos ojos tan dulces y tan lánguidos, una boca tan hermosa, unos senos tan firmes, tan bien torneados y todo lo demás tan a propósito para despertar el deseo, que había muy pocas mujeres hermosas en París a las que no se le hubiera preferido. Pero la señora de Sernenval, dotada de tantos atractivos, adolecía de un defecto capital en su espíritu... una mojigatería insoportable, una devoción crispante y un tipo de pudor tan ridículo y tan excesivo que a su marido le era imposible convencerla para que se dejara ver cuando estaba en compañía de sus amistades. Llevando su santurronería al extremo, era muy raro que la señora de Sernenval accediera a pasar con su marido una noche completa e, incluso, en ocasiones en que se dignaba a concedérsela, lo hacía siempre con las mayores reservas y con un camisón que no se quitaba jamás. Un dispositivo artísticamente trabajado en el pórtico del templo del himeneo sólo permitía la entrada con la expresa condición de que no hubiera ningún contacto deshonesto ni la menor relación carnal; la señora de Sernenval hubiera montado en cólera si hubiera intentado franquear las barreras que su modestia fijaba y si su marido hubiera tratado de hacerlo habría corrido de seguro el peligro de no recobrar jamás el favor de esta sensata y virtuosa mujer. El señor de Sernenval se reía de todas estas mojigangas, pero como adoraba a su mujer tenía a bien respetar sus limitaciones; a pesar de ello, a veces trataba de sermonearla y le demostraba con toda claridad que no era pasándose la vida en las iglesias o en compañía de los curas como una mujer honesta cumple realmente con sus deberes, que primero están los de la casa, necesariamente desatendidos por una devota, y que haría más honor a los designios del Eterno viviendo en el mundo de una manera honrada que yendo a enterrarse en los claustros y que corría mucho más peligro con los “sementales de María” que con esos leales amigos, cuyo trato ridículamente evitaba.
—Tengo que conocerte y amarte tanto como lo hago —añadía a lo anterior el señor de Sernenval— para no estar seriamente preocupado por ti durante todas esas prácticas religiosas. ¿Quién me asegura que en ocasiones no te abandonas más bien sobre el blando lecho de los levíticos que al pie de los altares del Dios? No hay nada tan peligroso como esos bribones de curas; hablándoles de Dios es como seducen siempre a nuestras mujeres y a nuestras hijas, y siempre es en su nombre en el que nos deshonran o nos engañan. Créeme, querida amiga, uno puede ser honesto en cualquier sitio; no es ni en la celda del bonzo ni en el nicho del ídolo donde la virtud erige su templo, sino en el corazón de una mujer prudente y las honestas amistades que te ofrezco nada tienen que no se avenga al culto que le profesas... En el mundo pasas por una de sus más fieles sacerdotisas: yo también lo creo, pero ¿qué pruebas tengo de que merezcas realmente esa reputación? Mucho más lo creería si te viera hacer frente a alevosos ataques; la virtud de aquella esposa que no corre nunca el riesgo de que sea seducida no es la que sale mejor parada, sino la de esa otra que tan segura se siente de sí misma que, sin temor alguno, se expone a cualquier cosa.
La señora de Sernenval nada respondía a todo esto, pues evidentemente la argumentación no admitía réplica alguna, pero se ponía a llorar, recurso común a las mujeres débiles, seducidas o falsas, y su marido no se atrevía a seguir adelante con la lección.
Así estaban las cosas cuando un antiguo amigo de Sernenval, un tal Desportes, llegó desde Nancy para verlo y para resolver al mismo tiempo ciertos negocios que tenía en la capital. Desportes era un vividor, de la edad de su amigo, poco más o menos, y no menospreciaba ninguno de los placeres que la naturaleza bienhechora concede al hombre para que olvide las desdichas con que lo abruma; no ponía la menor objeción a la oferta que le hacía Sernenval para alojarse en su casa, se alegró de verlo, y al mismo tiempo se extrañó de la severidad de su mujer, quien, desde el momento que supo la presencia de este extraño en la casa, se negó a dejarse ver en absoluto y ni siquiera bajaba a las comidas. Desportes creía que estaba molestando y quería buscar alojamiento fuera, pero Sernenval se lo prohibió y le confesó al fin las ridiculeces de su tierna esposa.
—Perdonémosla —le dijo el crédulo marido—, ella compensa esos defectos con tan innumerables virtudes que ha conseguido mi indulgencia, y me atrevo a pedir también la tuya.
—Encantado —contestó Desportes—, puesto que no hay nada personal contra mí, todo se lo tolero, y los defectos de la esposa de aquel a quien estimo nunca han de ser a mis ojos sino respetables virtudes.
Sernenval abrazó a su amigo y ya no se ocuparon más que de placeres.
Si la estupidez de dos o tres cernícalos que desde hace cincuenta años dirigen en París el gremio de las mujeres públicas, y en particular la de un pícaro español que ganaba cien mil escudos al año en el reinado anterior con el tipo de inquisición de que vamos a hablar, si el zafio rigorismo de esas gentes, no hubiera concebido la ridícula idea de que obligar a esas criaturas a rendir una cuenta minuciosa de aquella parte de su cuerpo que más solaza al individuo que las corteja, constituye una de las mejores maneras de gobernar el Estado, uno de los resortes más seguros del Gobierno y, en fin, uno de los pilares de la virtud, o de que entre un hombre que admira unos pechos, por poner un ejemplo, y aquel otro que contempla la curva de una cadera, existe sin lugar a dudas la misma diferencia que entre un hombre honrado y un bribón, y que el que cae dentro de uno u otro de estos apartados, depende de la moda, tiene que ser por necesidad el peor enemigo del Estado, sin todas estas zafias vulgaridades, repito, no hay duda de que dos laudables burgueses, uno con una esposa timorata y soltero el otro, podrían ir a pasar una o dos horas, con toda legitimidad, a casa de una de esas damiselas, pero con estas absurdas infamias congelan el deseo de los ciudadanos, a Sernenval ni le pasó por la cabeza hacer a Desportes la menor sugerencia sobre esta clase de disipación. Éste, dándose cuenta de ello y sin sospechar los motivos, preguntó a su amigo por qué le había propuesto todos los placeres de la capital y ni tan siquiera le había hablado de éstos. Sernenval echó la culpa a la impertinente inquisición, pero Desportes se rió de ella y declaró a su amigo que a pesar de las listas de los alcahuetes, los informes de los comisarios, las declaraciones