Sociedad, cultura y esfera civil. Liliana Martínez Pérez

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Sociedad, cultura y esfera civil - Liliana Martínez Pérez

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Esa desesperación por forzar los cambios ahorrándose los consensos posibles catapultó a la CNTE hacia poderes que en realidad no tiene” (Zamarripa, 2013b). La pobre operación política había hecho que “la falta de interlocutores claros por parte del gobierno [hubiera] entrampado aún más el conflicto magisterial” (Dresser, 2013). En todo caso, esto se debió a que “en su regreso a Los Pinos, los priistas [querían] resolver los problemas políticos como lo hacían en las décadas de cincuentas y sesentas, unilateralmente y echando encima a la maquinaria policíaca en contra de las movilizaciones populares” (Moctezuma, 2013, p. 2).

      Algunas críticas estuvieron dirigidas a la falta de perspectiva histórica con que se analizaba el conflicto magisterial. En defensa de los maestros se decía que estaban “peleando lo que les prometieron cuando firmaron, cuando comenzaron a trabajar, cuando compraron o cuando heredaron su plaza. Punto. [Sonaba] horrible que se compren, se vendan o se hereden plazas de maestro, como cuando se compran, venden o heredan plazas en muchos otros ámbitos en nuestra vida nacional. Pero la culpa no [era] de los maestros, [era] de la gente que [estaba] arriba de ellos” (Cueva, 2013, p. 16). Así,

      gran parte del problema actual [era] que el Estado [trataba] de resolver un enredo que [había propiciado]. El Estado [había erigido] una cultura de arreglos paralelos, de baja calidad y sin rendición de cuentas. Hacer y deshacer culturas lleva tiempo. Cambiar las reglas del juego súbitamente, además de ser riesgoso, por la confrontación, [era] injusto, por la unilateralidad. Para deshacer la madeja sin cuenda [había] que negociar; pero antes se [debía] crear un espacio de negociación (Andere, 2013).

      De acuerdo con esta perspectiva, los maestros percibían

      que las canonjías o privilegios [eran] producto de décadas de lucha y negociación; de posicionamiento de clase y movilidad social para un estrato históricamente menos privilegiado. Ellos no [veían] la herencia o venta de plazas y los accesos o ascensos automáticos como una práctica corrupta, sino como una especie de compensación de clase, un patrimonio familiar. Después de todo, [corría] el argumento, empresarios y políticos [habían] sido capaces, a través de distintas concesiones, arreglos o protecciones, con frecuencia monopólicos, de acumular patrimonios numerarios mucho más grandes para heredar. [...] Con estas posiciones, es decir, si una parte [veía] el objeto de la negociación como una práctica corrupta, y la otra como un patrimonio heredable, no [existía] espacio sino vacío de negociación (Andere, 2013).

      El conjunto de estos discursos binarios estableció un campo en el que se confrontó, por un lado, un Estado incapaz de ejercer la ley frente a quienes se consideraba que la estaban violando y, otro más, que subrayó la impericia de un gobierno incapaz de poner en marcha una reforma de forma adecuada, sin generar enojo ni confusión. En el otro extremo, pero con más fuerza, la CNTE fue categorizada como un sindicato que constantemente violaba la ley como recurso para hacer entender que la reforma afectaba derechos y reglas de juego negociados previamente con el Estado. Estos discursos marcaron de alguna manera la forma en que se estableció la disputa que se dio por el Zócalo. Definieron una primera categorización o tipificación de los actores donde a veces el responsable del desorden político era el gobierno y otras el sindicato. Unos y otros fueron catalogados en la esfera pública, siguiendo a Alexander (2006), en función de los aparentes motivos, relaciones e instituciones que ambos actores ponían en juego en su confrontación política. No obstante, una vez que dicha confrontación se llevó al ámbito de la disputa por el uso del Zócalo, estos elementos adquirieron una condensación tal que incluso pusieron en un primer plano el alcance y significado simbólico del poder político en México.

      El derecho al uso del suelo y los vándalos del movimiento magisterial

      Quienes criticaron la posición de la CNTE interpretaron la ocupación del Zócalo como un ejercicio de privatización del espacio público. Se decía que “no se puede permitir que una plaza que es de todos los mexicanos sea ‘confiscada’ por unos cuantos, impidiendo a los demás que también la transitemos” (Carbonell, 2013). De ello se derivaba que todo acto público en el Zócalo que fuera convocado por cualquier grupo particular de la sociedad civil podía ser objetado por la misma razón. De este modo, solo los actos hechos a nombre del pueblo mexicano —de una manera más o menos creíble— y/o convocados por el Estado podrían ser calificados como legítimos y estarían por encima del derecho de todos a transitar. Con ironía se afirmaba que “quizá el jefe de Gobierno [debió] cambiar [...] el uso de suelo del Paseo de la Reforma y dejarlo como sede permanente de las manifestaciones y plantones de la CNTE o de cualquier otro grupo político” (Sarmiento, 2013b). De esta manera se puso en el centro del debate un conflicto entre derechos, enfocando la confrontación no ya entre el Estado y un grupo movilizado de la sociedad sino entre particulares, y exigiendo del Estado no la conciliación de derechos sino la declaración administrativa de la superioridad de unos derechos sobre otros y la utilización de la fuerza para imponerlos. Coloquialmente se hablaba del derecho de unos pocos frente al derecho de todos los particulares.

      La inferioridad de los derechos de asociación y manifestación estaría dada per se, pero también por el uso que de ellos hacía la CNTE. Se afirmaba que resultaba “preocupante y lamentable que las instituciones [hubieran] cedido ante las presiones y chantajes de quienes [utilizaban] la violencia como herramienta política. En una democracia [era] inadmisible que los intereses sectoriales o particulares [estuvieran] por encima del bien general, y que la ley y el Estado de Derecho se [vieran] alterados por la presión violenta” (Castañón, 2013) y que no había democracia “donde la minoría [repudiaba] violentamente las formas establecidas de deliberación. La distancia entre ese estilo de protesta y un ‘golpe de Estado democrático’ [era] [...] demasiado corta” (Krauze, 2013, p. 4).

      Desde el inicio del conflicto, pero sobre todo a partir del bloqueo de las cámaras legislativas y del aeropuerto, la mayor parte de la prensa cuestionó los “métodos” de la CNTE. “La forma en que [operaban] los profesores [merecía] la condena de todo aquel que [buscara] la resolución civilizada de los conflictos. [...] Los métodos de la ‘lucha’ empleados por los profesores disidentes [perjudicaban] en mayor medida a los ciudadanos que ninguna culpa tienen” (“Los límites…”, 2013), rezaba un editorial. Sus métodos fueron calificados de “desafío en toda su línea al Estado mexicano” (Curzio, 2013), de causar “daños y el desprestigio internacional a la nación” (Fuentes, 2013), de haber “rasgado el tejido social y desafiado a la legalidad” (Camacho, 2013a). Se aseguraba que “la violencia [era] el único método de utilización por parte de esos vándalos” (García, 2013), y que “los ‘maestros’ [conocían] y [practicaban] una sola dialéctica: el monólogo de la imposición y el chantaje” (Sánchez, 2013b; Turrent, 2013), que tenían como rehenes “la estabilidad política del país, la conectividad de nuestro principal aeropuerto y el derecho de libre tránsito en la capital” (Pardinas, 2013). Los actos que la CNTE realizaba eran calificados como “infracciones, contravenciones y delitos” (Revueltas, 2013, p. 2) y su aceptación por parte de la autoridad como “el fin de la democracia” (Sarmiento, 2013c). La crítica sobre el uso del Zócalo se interpretó, por tanto, a través de una narrativa en la que se trataron de enmarcar los motivos particulares y heterónomos, que fincaban relaciones opacas, discrecionales, racionalmente orientadas para beneficios personales por parte de una institución (la CNTE) con reglas de funcionamiento poco claras, personales, excluyentes, que se anclaban en el uso discrecional del poder, tanto a su interior como frente a otros actores.

      En la esfera de los motivos, se cuestionaron los objetivos que perseguía la CNTE, a los que se consideró que no estaban orientados a mejorar el sistema educativo nacional. Los verdaderos objetivos que los críticos le atribuían se agruparon en aquellos que resaltaban sus intereses gremiales. Se afirmaba que “su único propósito [era] garantizar sus canonjías” (Curzio, 2013), y que “lo suyo, lo realmente suyo, no [era] honrar las plazas que [regenteaba], sino medrar con éstas, paralizar escuelas y aprovechar el pretexto que sea para succionar del erario inmerecidas prebendas” (Marín, 2013, p. 4). Para ello bastaba

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