Sociedad, cultura y esfera civil. Liliana Martínez Pérez

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para procesar el tratamiento de la reforma educativa, de hecho, tanto la reforma constitucional como las leyes secundarias fueron aprobadas por amplias mayorías y en tiempos relativamente cortos, sino que se orientaban a la capacidad del Estado para evitar la movilización de la CNTE.

      Fortaleza sindical versus debilidad institucional

      La capacidad de movilización de la CNTE fue vista por sus críticos como proporcional a la incapacidad del Estado, esto es, como su contracara. Se decía que “los ‘maestros’ exhibieron la debilidad del Estado mexicano” (Alemán, 2013a), que “fuimos testigos de lo que sólo puede ser calificado como ausencia de gobierno” (Ojeda, 2013, p. 4), o que “lo que nunca habíamos visto [era] la rendición anticipada. [...] la confesión de que simplemente la policía de la Ciudad de México no puede hacer el trabajo que se requiere en una de las urbes más grandes, dinámicas y diversas del mundo” (Puig, 2013a, p. 2). Dado que “lo único que [habían] logrado quienes [habían] cedido a los bloqueos y agresiones de la CNTE [era] debilitar al Estado y a las instituciones que son el eje de nuestro sistema democrático” (Turrent, 2013), había “síntomas de ingobernabilidad” (Reyna, 2013, p. 16). Y se esperaba que “la espiral de ingobernabilidad que [habían] desatado las protestas de los militantes de la CNTE” (Alemán, 2013b) fuera incremental.

      Frente a esta situación, considerada intolerable, los críticos de la CNTE se preguntaban qué debía hacerse y las respuestas eran diversas, pero en un solo sentido. Se decía que la autoridad debía “cortarles el financiamiento, contener sus afectaciones a terceros y proceder contra sus líderes abyectos” (Loret, 2013a); comenzar por “exhibir los expedientes de los liderazgos de dicho movimiento magisterial minoritario, su situación fiscal, su historia de tropelías y la de sus secuaces” (Reyes, 2013); modificar los incentivos, porque “si por no trabajar les pagan igual que por trabajar, y si los bloqueos y actos de violencia son premiados en vez de castigados, seguirán haciendo lo que han estado haciendo” (Sarmiento, 2013a), y además acabar con la impunidad, porque los maestros no habían sido “detenidos por los actos de violencia y por someter a los diputados a una presión ilegal” (Sánchez, 2013a). En síntesis, se pedía de la autoridad que se negara “a negociar la ley” (Zárate, 2013), y que usara “la fuerza —incluida la fuerza pública—” (Alemán, 2013c).

      A juicio de estos críticos, parecía existir “una consigna gubernamental de permitirles hacer y deshacer para evitar enfrentamientos mayores” (Ríos, 2013a, p. 3); sin embargo, “la salvaguarda del proceso de negociación incluyente [había] vuelto rehén al Congreso y a la ciudad de un grupúsculo de revoltosos y provocadores” (Barrueto, 2013, p. 4). Sostenían que no se reprimía porque “de acuerdo con la lógica de la autoridad [hubiese sido] más costoso derramar una gota de sangre de algún ‘mentor’ que proteger el ritmo de vida de miles de ciudadanos” (Reyna, 2013, p. 16), y estimaban que el miedo se debía a que “marcados por Tlatelolco, donde se restableció el orden y se reencausó [sic] la vida institucional con enérgicas acciones oficiales, se [habían] negado a emplear a la policía contra manifestaciones, marchas y plantones, de las que ya [estaba] harta la población” (Beteta, 2013). Se trataba, aducían, de “un trauma oficial, porque nadie [quería] ser Díaz Ordaz, nadie [quería] ser Echeverría, nadie [quería] una matanza ni la mancha histórica ni la carga moral. Ese [era] el justificante político, pero [era] tiempo de superarlo” (López, 2013b, p. 4). Por eso se decía que si bien sonaba fuerte había “que decirlo: ya muchos [extrañaban] a don Gustavo Díaz Ordaz” (Ríos, 2013b, p. 3).

      Pericia política sindical versus carencia de oficio político gubernamental

      Frente al discurso hegemónico de los críticos de la CNTE se alzaron voces que buscaban contextualizar la situación y tratar de comprender los comportamientos de los manifestantes. A diferencia de aquel, este conjunto de voces era mucho menos sistemático —lejos estaba de aparecer a diario en los periódicos— y era mucho más disperso —atendía un conjunto de asuntos más amplio y con enfoques más plurales— aunque se dirigían esencialmente al Estado. Sin pronunciarse acerca del derecho a la manifestación, atribuían las manifestaciones de la CNTE a la impericia gubernamental y sin criticar la reforma educativa cuestionaban el procedimiento:

      las molestias y perjuicios provocados por marchas y plantones [debía] atribuirse a quienes impiden a los disidentes emplear los instrumentos modernos de transmisión de sus intenciones. Si la causa original [era] la presión oficial sobre los medios o la corrupción de quienes los controlan, [era] hora de modificar esa conducta para que la libertad de hablar, no la policía ni los soldados, [fuera] la que despeje de protestantes las arterias urbanas (Zabludovsky, 2013).

      Los críticos del Estado acusaron al gobierno y a los legisladores de no explicar adecuadamente los alcances de la reforma educativa. Se decía que “el éxito de una reforma no sólo [dependía] de lo adecuada que [fuera], sino de la calidad de la argumentación de sus características. Eso no [había] ocurrido” (Gil, 2013), o que “cuando no se explican a fondo, con pedagogía social, las motivaciones del poder, nadie debe llamarse a sorprendido de despertar a las brujas de Salem” (Barragán, 2013). Así, “los errores empezaron con el discurso educativo amenazante. En vez de que la reforma se convirtiera en una causa común, en un motivo de unificación y esperanza, la convirtieron en una reforma punitiva. [...] Con ello calentaron el ambiente y provocaron la reunificación y movilización de la [CNTE] y de una parte del propio SNTE” (Camacho, 2013b). Para otros, “el gobierno fue tomado por sorpresa y [había] sido incapaz de abogar, defender y convencer sobre la racionalidad de su propuesta” (Rubio, 2013).

      Cuestionaron también la velocidad con la que se procesó la reforma. Desde este punto de vista, “el presidente podría [haber optado] por modificar el ritmo (la prisa) del procedimiento, otorgándole a cada tema complicado el tiempo que [requería] para madurar y ser desahogado” (Raphael, 2013). Había sido necesario

      un alto en el camino para evitar que la agenda legislativa [siguiera] llenándose de asuntos en los que no [existían] condiciones para dictamen y votación [...]. El mérito del pacto [había sido] abrir camino para la construcción de acuerdos entre el gobierno y los partidos políticos, su defecto [había] sido tratar al Congreso como ventanilla receptora de iniciativas que [carecían] de la fuerza que sólo le [otorgaba] el diálogo entre los grupos parlamentarios para hacer posible su aprobación (Alcocer, 2013b).

      Cerrado el proceso legislativo, se subrayó el mismo aspecto:

      la reforma se debió haber procesado con mayor serenidad. Se debieron haber abierto foros. Dejar que la CNTE y el SNTE expresaran sus puntos de vista. Haber construido consensos públicos con especialistas de confianza de las diferentes posiciones políticas. Dejando constancia de las exigencias y las respuestas. Permitido el adecuado funcionamiento de las comisiones. [...] En un tema tan sensible no se debió haber llegado al extremo de las sesiones fast track, rodeadas las cámaras por la fuerza pública y con la instrucción a la mayoría priista de no cambiar una coma de los dictámenes que ni siquiera se habían construido en el Congreso (Camacho, 2013c).

      Los críticos del Estado objetaron que se habían confundido los planos del debate educativo. Desde esta perspectiva, la LGSPD había puesto “en el centro un tema laboral como nudo educativo. Tocó la fibra sensible en un sector depauperizado, desesperanzado, atrapado” (Zamarripa, 2013a), de allí que no haya sido “un conflicto educativo, sino uno político que ha afectado, afecta y afectará a lo educativo”, y “por eso el conflicto [era] tan difícil de entender” (Barahona, 2013). Se decía que “lo que [estaban] peleando los maestros [...] no [era] una reforma educativa, [era] una reforma laboral” (Cueva, 2013, p. 16).

      También fue catalogada como impericia la falta de operación política. Se decía que “mientras en las mesas del Pacto y el Congreso se redactaban las iniciativas ¿quién operaba con el SNTE, con la CNTE?

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