Simbad. Krúdy Gyula

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Simbad - Krúdy Gyula En serio

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style="font-size:15px;">      —Ande usted con Dios, joven amigo.

      Dio unos pasos, pero de pronto se dio la vuelta.

      —No me diga que me esperaba, ¿no? —preguntó y abrió, en señal de curiosidad, los ojos castaños de par en par.

      —No —respondió Simbad con un hilo de voz.

      (Por este no fue luego objeto de una dura reprimenda por parte de Sámuel Ketvényi Nagy. El señor Portobányi, en cambio, lo aprobó a voz en cuello: «¡Así me gusta, así hay que tratar a las mujeres consentidas!»)

      En un abrir y cerrar de ojos, Irma H. Galamb se ajustó la capa blanca sobre pecho.

      —Ha refrescado esta noche —dijo con un tono refinado, el que se acostumbra a usar en las comedias de salón—. Señor Simbad, le permito que me acompañe...

      Simbad, si bien había cumplido ya los dieciséis años, en ocasiones decía estupideces:

      —Mis tutores están en El Tilo y seguro que me esperan...

      Dos veces recorrió Irma H. Galamb al joven Simbad de arriba abajo con la mirada, sus párpados temblaron extrañamente y un bucle suelto sobre su frente se movió como si lo meciera el viento.

      —Curioso este muchacho —murmuró.

      Se acercó al joven para que percibiera en toda su intensidad la fragancia de la ropa y del cuello. La capa blanca incluso le tocó el cuerpo, y Simbad sintió el dorso del guante de la actriz que se posaba con fuerza sobre sus labios.

      —Lo espero mañana por la tarde. Venga a tomar la merienda conmigo —dijo ella en voz baja y tono serio.

      —¿Quiere que me acompañe el señor Ketvényi? —preguntó Simbad.

      La mujercita agitó los pechos redondos suavemente, como un pájaro, y luego farfulló con indiferencia:

      —Pues si el viejo quiere venir...

      Se dio la vuelta y se alejó con rápidos y ligeros pasos bajo los grandes árboles.

      La luz de la farola iluminó por un instante sus zapatos bajo la falda levantada y los tacones altos dieron la impresión de estar torcidos, doblados hacia fuera.

      El caballero de los sueños

      Irma vivía en la zona baja de los huertos, la vid silvestre cubría el muro de su casa, y los marcos blancos de las ventanas despedían una luz opaca en el crepúsculo matutino. Los gigantescos árboles azules del bosque estaban sumidos en su mudez, mientras en algún lugar aromaban las lilas y el tilo. Por el otro lado de la calle discurría una zanja profunda cubierta con exuberancia por los arbustos, los cuales parecían destinados a ocultar cuanto sucedía allí dentro y en sus inmediaciones. Cuando Simbad tenía entre doce y trece años observaba a menudo, escondido en la zanja, a los amantes que se besaban entre los arbustos. Las enamoradas de la pequeña ciudad, criadas jóvenes o noviecitas en busca de lo prohibido, encontraban allí cuanto necesitaban, silencio, soledad, un cielo estrellado, un césped blando... Cuando se marchaban los amantes, Simbad se acercaba a veces a los arbustos, a la hierba pisoteada, donde minutos antes se escuchaba todavía el chasqueo de los besos. Suspiraba meditabundo: ¿tendría alguna vez un pantalón de pata de gallo como el auxiliar de farmacia que acababa de chicolear y manosearse en ese lugar con la joven costurera? ¿Llegaría el momento de llevar una fusta corta en la caña de la bota como el zagal al que había visto hacía unos momentos paseando con una criadita vergonzosa?

      (Pasaron volando los años, y Simbad jamás fue a esos lugares del brazo de una novia.)

      …En ese momento avanzaban a hurtadillas los tres, bordeando los arbustos. A la cabeza el actor jubilado Sámuel Ketvény Nagy, de puntillas como en su día en el papel de Rip van Winkle. Un pájaro nocturno levantó el vuelo entre los árboles húmedos de rocío, y los tres se detuvieron al oír el rumor de las hojas.

      —Lo mejor sería irnos a dormir —dijo bostezando en la zaga el señor Portobányi.

      —Yo también tengo sueño —aseguró el joven Simbad, hundiendo aterido de frío las manos en los bolsillos.

      —¿Sueño? —se rio en voz baja el anciano histrión —. Yo jamás he tenido sueño. A las damas no les gustan los hombres somnolientos. El gordo burgués ronca durmiendo a pierna suelta mientras la noche tentadora atrae al poeta hacia la ventana de su señora. Ya se ven allá, como pacíficas ancianas, los tilos en torno a la casa... Ahora muy despacio... Aunque sea una noche sombría, no nos separemos todavía...

      En voz baja y ronca tarareaba la melodía del coro de Rip van Winkle y en los registros más bajos miraba de soslayo a Simbad en busca de aprobación. Hasta el señor Portobányi se hartó del tarareo al que Ketvény Nagy no podía ponerle fin.

      —No vendas la piel del oso antes de cazarlo... —dijo con tono gruñón—. ¿Te has vuelto loco, viejo comediante?

      La valla era baja y la pintura, verde y blanca en su día, se veía descascarada, la puerta estaba desvencijada y había huecos entre los listones.

      —Creo que el propietario es Gogolya, un hombre huraño. Desde luego, podría ocuparse más del mantenimiento de la casa —se quejó Portobányi al franquear la cancela.

      En el fondo del jardín había una ventana abierta, a una altura ligeramente superior a la de un hombre, y tal como había augurado Sámuel Ketvény Nagy, sólo una cortina de encajes de color rosado se mecía allí suavemente. En la cortina se veían dibujos con forma de estrellas que parecían moverse en el crepúsculo matutino, y procedente de algún sitio, tal vez de la misma habitación que había en el interior, se oyó un reloj de cuco. Cuatro veces sonó... Descontento, el señor Portobányi extrajo del bolsillo correspondiente de su pantalón un reloj del tamaño de la palma de una mano, meneó la cabeza y susurró:

      —El mío muestra las tres y veinticinco.

      Simbad observó con un escalofrío cómo sacaba y volvía a guardar el señor Portobányi el enorme reloj de bolsillo a la altura de su gruesa cintura y se extrañó sobremanera de la calma que mostraba su tutor. Parecía alguien que comprobaba la hora antes de arrojarse definitivamente al agua... Sámuel Ketvényi Nagy, en cambio, gesticulaba tan nervioso que parecía estar a cargo de una obra con fuego griego en el escenario... Con voz ronca, hiposa, dirigía la operación:

      —Ahora, ahora... Vamos, Portobányi, alza al muchacho.

      El obeso escritor tiró su sombrerito negro al suelo y se frotó las manos después de echarles la preceptiva saliva; las venas se le hincharon en la frente cuando cogió por las piernas a Simbad. El actor empujaba por atrás. Simbad sólo oyó el extraño jadeo de los dos hombres ya mayores mientras se elevaba hasta la ventana y se introducía luego por el hueco. Miró atrás por un momento. Vio entre el follaje ralo de los árboles la sombra cenicienta de la torre de la iglesia de la pequeña ciudad por encima de los tejados de las casas; una nube azulada flotaba detrás del campanario y de la chimenea de un edificio cercano se elevaba un tenue humo rizado como si saliera de la pipa de un anciano.

      Se deslizó del alféizar al suelo de la habitación, y sus tutores desaparecieron de su vista. Tenía la cortina delante y el corazón le latía con tal intensidad que no se atrevía a dar ni un solo paso. Se quedó inmóvil, a la espera de que sucediese algo extraordinario. Que viniera, por ejemplo, Ketvényi

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