Simbad. Krúdy Gyula
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Simbad descorrió, pues, la cortina y en silencio avanzó por la habitación. Un aroma intenso a perfume y a jabón le asaltó el rostro. Se detuvo titubeando.
—¡Por el amor de Dios, no me tire el macetero! —dijo la misma voz de antes.
Se oyó luego el susurro de ropa femenina, unas zapatillas diminutas chasquearon como grandes besos en el suelo, y una suave y cálida mano de mujer le tocó la mano a Simbad.
—Venga aquí, hijo mío, y tome asiento.
Simbad se halló de pronto en una butaca, mientras en torno a su rostro seguía flotando la fragancia de la ropa femenina. Abrió los ojos después de entornarlos un rato por temor a que el rayo tonante diera precisamente en ellos. Vio en la penumbra unos muebles oscuros; ante él una mesa redonda, sobre la cual yacía un objeto con forma de ave, quizá un tarjetero. Y en el fondo se vislumbraba un espejo ovalado, así como la cama cubierta con una colcha blanca y con almohadas que formaban ondosas colinas.
Vio primero los rizos tenuemente iluminados por el incipiente crepúsculo, como cuando en sueños aparece de pronto el cabrilleo de un lago oscuro agitado por el viento...
La luz crepuscular fluía poco a poco, como una ligera corriente, en torno a la figura ataviada con una capa blanca. Esa prenda, la salida de teatro de Irma, le era familiar a Simbad, sabedor de que estaba adornada con cordones dorados a la altura de los hombros y del pecho. En esta ocasión, sin embargo, los cordones eran negros. La cara que todavía permanecía en la oscuridad emanaba cierto afecto y cierta calidez, la de los besos que en sueños se le dan a la almohada.
—Qué curioso que haya venido, Simbad —dijo con voz queda y afable Irma Galamb. Al oírla, Simbad vio cobrar forma a la carita sumida en la oscuridad. Creyó ver la nariz ligeramente curva y delicadamente sensual cuyo movimiento palpitante y cuya sombra rosada lo habían hechizado desde el primer momento en su día. En ese instante veía la suave sombra azulada sobre los labios como bajo la luz de los focos del teatro durante la danza del velo en la opereta. Los labios que se curvaban gentilmente y que a veces recordaban a los de un niño que oscila entre reír y llorar estaban entreabiertos y mostraban la valla de marfil de sus blancos dientes. Los ojos morenos se posaron en Simbad con cierta expresión de somnolencia, pero también de curiosidad, como si se centraran en un sueño a punto de emprender el vuelo en el momento del despertar en la amanecida azul, de acodarse en la almohada mientras el sueño revoloteaba todavía en silencio sobre la cama como una mariposa cansada que se retira ya a descansar.
Estiró el cálido brazo, desnudo hasta el hombro, y tocó con la mano la mejilla de Simbad. Después los dedos se perdieron en la cabellera del muchacho.
—Qué curioso que haya venido precisamente ahora, Simbad, pues acabo de soñar con usted. Veía unos polluelos de ganso amarillos y unas flores amarillas. Y unos niños muy pequeños. Como si también fueran flores amarillas... Una nube azul con forma de pájaro flotaba sobre mi cabeza, y un niñito lloraba en alguna parte... En algún sitio a la orilla del oscuro arroyo bajo un viejo sauce carcomido. Y usted venía atravesando el prado con sus largas piernas. Cada paso equivalía a una milla, pero aun así no resultaba en absoluto aterrador. Y yo me vestí entonces, me senté junto a la ventana y esperé.
Su mano tocó los labios de Simbad, que la besó.
La actriz se inclinó hacia adelante y comenzó a hablar de forma vertiginosa, apasionada:
—He sido sumamente desdichada hasta ahora. No me han querido, me han perseguido, he sido una criatura mísera, infeliz. Pero ahora me siento feliz porque ha llegado usted, hijo mío querido, procedente de mis sueños. Ha venido como en estos suele ocurrir. Juvenil, radiante, bello... No le pregunto qué lo ha traído. Ha estado aquí y me siento dichosa. Si yo muriera por la mañana, me sentiría más feliz que nunca, pues ¿qué más puede sucederme en la vida?
Calló y se quedó en medio de la habitación con los brazos estirados. Su capa se abrió, una intensa fragancia femenina asaltó el rostro de Simbad.
Simbad se acercó rápidamente, pero la actriz, sobresaltada, dio un paso atrás. Cogió del brazo a Simbad y lo condujo hacia la puerta. Giró dos veces la llave en la cerradura. Abrió la puerta tiritando de frío, con los ojos empañados en lágrimas.
—Váyase, porque ya amanece...
Todavía sacó la mano por el resquicio de la puerta, y el muchacho la besó.
Luego la llave volvió a dar dos vueltas en la cerradura.
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