Comida y libertad. Carlo Petrini
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Al final, la cuestión que más atención acaparan los vinos naturales es, por encima de cualquier otra, la concerniente a lo «bueno», la relativa al gusto. Ciertamente, la última palabra la tiene siempre el bebedor atento, que decide en función de su sensibilidad y experiencia, aunque a mí, personalmente, lo que más me interesa de los vinos naturales es lo «limpio».
Vuelvo la mirada hacia las Langhe, mi tierra, y me vienen a la mente unas palabras de Bartolo Mascarello, quien, en el momento de máximo esplendor económico para los viticultores locales, sostenía: «Aquí, en las Langhe, deberían poner a la entrada de los pueblos un cartel que diga: “Territorio golpeado por un repentino bienestar”». Cómo no darle la razón. Cuando se empezaron a ganar grandes sumas de dinero con el vino, en las Langhe empezaron a proliferar unas naves horribles en las vaguadas y también más arriba, en las colinas. No había reparos a la hora de desmontar una colina para construir una nueva bodega, cada una más grande que la anterior. Por todas partes aparecían nuevas y amplias residencias y decir de ellas que tenían un estilo hollywoodiense sería quedarse corto. Se plantaban viñedos hasta llegar casi a los bisun, los canales de riego, y no pocos de ellos estaban mal orientados con el fin de aumentar la producción, en detrimento de la calidad, y explotar al máximo la nueva gallina de los huevos de oro que los productores —con el recuerdo todavía fresco del hambre que pasaron los padres— se habían encontrado entre las manos gracias a unos vinos de calidad excepcional, sostenidos por la producción en barrica y que en los mercados extranjeros se vendían solos. En todos aquellos viñedos se desherbaba de forma sistemática y se aplicaban abundantes tratamientos químicos, hasta el punto que un productor llegó a confesarme que se había pasado al ecológico porque estaba cansado de tener que encerrar en casa a sus hijos, que habían empezado a mostrar claros signos de malestar cuando empleaba los productos fitosanitarios y antiparasitarios. Con la llegada de los nuevos viñedos, empezaron a desaparecer los bosquecillos y los setos que en las zonas peor orientadas garantizaban la presencia de fauna menor y de pájaros que se alimentan de insectos y parásitos: se rompía así un frágil equilibrio y el terreno perdía fertilidad. Y no es un fenómeno exclusivo del pasado: todavía hoy el paisaje sigue desfigurándose y, en nombre del dinero, se descuida la sostenibilidad de los procesos. El barolo está muy «bueno», pero ¿es «limpio»? He visto cómo cambiaba por completo el rostro de todo un territorio —y de muchas personas— con el repentino bienestar denunciado por Mascarello, y estoy seguro de que algo hemos perdido en ese tránsito: sin duda en términos de belleza, pero también en términos ambientales y, por tanto, en la potencialidad productiva vinculada a la calidad de los vinos.
De eso se trata. Tal vez los vinos naturales no sean los mejores del mundo —aunque no paro de encontrar vinos naturales cada vez más excepcionales—, pero no puedo sino mirarlos con simpatía porque salvan de la contaminación y del empobrecimiento terrenos y porciones enteras de viñedos, porque sus productores cuidan de forma obsesiva el medio ambiente que los rodea, porque con ellos es mucho lo que se preserva y porque ofrecen nuevas posibilidades para numerosas cepas autóctonas (una gran ventaja en términos de biodiversidad). El enfoque productivo es más respetuoso con la naturaleza y la salud del ser humano (no olvidemos que en el pasado el metanol estaba entre los aditivos permitidos): es imposible que haga daño. Si, además, la autoimposición genera una mejora de las técnicas, un mayor cuidado, un poco de innovación y, finalmente, produce grandes resultados, no podemos hacer otra cosa que alegrarnos y sentirnos liberados en nombre de lo «limpio», y también de lo «bueno».
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ESCLAVOS
Por otro lado, Saluzzo ya está algo acostumbrada a estas invasiones pacíficas, no siendo la necesidad de mano de obra en los campos una novedad de los últimos años. Las grandes plantaciones de frutales llevan ahí medio siglo. Antes, en la década de 1960 y 1970, los trabajadores estacionales solían llegar en masa desde el sur de Italia, y hasta hace poco era tradición que incluso los más jóvenes, terminado el año escolar, fueran a ganarse unas liras para las vacaciones con la recogida de la fruta. Hoy, sin embargo, ni siquiera en el sur quieren los autóctonos recoger la fruta. Allí también se deja este trabajo a inmigrantes que, a menudo, son clandestinos. Y como es natural, los alumnos de secundaria de Saluzzo ya no tienen ganas de ir a trabajar a los campos en verano.
En situaciones delicadas como la de Saluzzo, un campamento habitado por personas que carecen de una perspectiva real de trabajo (en 2013 la temporada llegó con cierto retraso) y que no reúne unas condiciones mínimamente aceptables de habitabilidad representa una excelente ocasión para ganar dinero por parte de cualquier aspirante a explotador o profesional de los negocios turbios. Se les puede entonces chantajear con relativa facilidad y su situación de necesidad puede hacer que, atraídas por la ilusión de un salario, se vean inducidas a elegir el camino de la ilegalidad.
Ilegalidad que, de hecho, reina en las campiñas italianas casi como un «producto de temporada»: según la Federación de Trabajadores Agroindustriales y la Confederación General Italiana del Trabajo (FLAI-CGIL), un sindicato muy sensibilizado con este tema, cada año hay unos 400.000 trabajadores en Italia que viven bajo caporalato17 y, de estos, al menos unos 60.000 viven en condiciones de completa degradación, en alojamientos desprovistos de los requisitos mínimos de habitabilidad y seguridad. Los capataces abusivos son despiadados y representan un fenómeno que también afecta a otros sectores laborales, sobre todo al de la construcción. Hoy ya no son solo italianos, sino que, a menudo, como los propios explotados, son africanos, lo cual desencadena una guerra entre pobres que no está libre de la infiltración de la mafia. Los empresarios confían a los capataces la autoridad para gestionar la vida de esos jornaleros lejos de los centros habitados, igual de lejos que están los campos. Y como ojos que no ven, corazón que no siente, nadie se indigna ni exige regularidad y legalidad. Todo se hace en negro. Se calcula que en la agricultura la economía sumergida alcanza un noventa por ciento en el sur, un cincuenta por ciento en el centro y un treinta por ciento en el norte. No es que simplemente no se respeten los contratos, es que los trabajadores ni siquiera existen.
Esta mano de obra, como la fruta y la verdura, es «de temporada» y recorre todo el país: en julio y agosto se reúnen en Apulia, sobre todo en el distrito de la Capitanata, en la provincia de Foggia o en Salento; justo después van a Basilicata, en la zona de Palazzo San Gervasio, donde los tomates se recogen cuando la temporada se encuentra un poco más avanzada; se los encuentra en Campania, en las provincias de Salerno (Piana del Sele) y Caserta (Villa Literno y Castel Volturno). En otoño-invierno es el turno de los cítricos, y así llegan a Calabria, a la Piana di Gioia Tauro, donde está Rosarno, y a toda la región de Sicilia, donde la explotación y la contratación ilícita se extienden hasta la primavera, con la sucesiva recogida de patatas y otros productos hortícolas. Pero tampoco el norte se libra de este fenómeno, que se ha visto en Piamonte, en Emilia-Romaña (con la fruta de Módena y Cesena), Véneto (Padua), Lombardía (Mantua y los melones) e incluso en el tan civilizado Trentino-Alto Adigio durante la recogida de las manzanas. En cada ocasión vuelve a presentarse el mismo problema, y eso que solo tenemos noticia de los casos más clamorosos. Por ejemplo, está viva en la memoria la insurrección de Rosarno, en Calabria, en enero de 2010, en plena recogida de cítricos. Unos desconocidos dispararon con un arma de aire comprimido a un grupo de inmigrantes que volvían del campo, y esta agresión desató unos enfrentamientos que duraron dos días. Tras una marcha de protesta en la que participaron dos mil trabajadores, se produjeron varias peleas entre las fuerzas del orden, los jornaleros y los habitantes del pueblo. El resultado final fue de cincuenta y tres heridos, con dos de ellos muy graves. Poco después algunas personas se internaron en el campo para vengarse de los inmigrantes. Les dispararon a las piernas y quemaron la nave en la que solían dormir.
En julio de 2011, en cambio, el acontecimiento que más ruido provocó fue la huelga de Nardò, en Apulia. El año siguiente entrevisté para «Historias de Piamonte» (la sección semanal que escribo en las páginas locales del periódico