Comida y libertad. Carlo Petrini
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Recorrer los campos dejó de significar recorrer nada más que los viñedos y se convirtió en un recorrer la tierra entera. La gastronomía se liberaba y se nos presentaban posibilidades casi inéditas, que llevaban más de cien años adormecidas, desde el nacimiento de la ciencia gastronómica con Brillat-Savarin. ¡Qué reduccionista era limitarnos al acto de la degustación, igual que unos animales sensibles y educados, sin conjugarlo con un saber más completo y complejo sobre los territorios! La gula ya no aportaba tantas satisfacciones, y el significado de bon vivant empezaba a cambiar. Ya no era suficiente «recorrer» los restaurantes, como hacían la mayor parte de los que se proclamaban gastrónomos.
Había que romper la jaula, dar a conocer a todo el mundo —y sobre todo, a los que iban a encargarse de ello por su función institucional— el tesoro que teníamos entre manos, sobre el que estábamos sentados, que dormía a pocos kilómetros de nuestras casas, a menudo dentro de los límites de nuestras ciudades y pueblos. Y, a propósito de placer, no había nada más placentero ni liberador que esa nueva forma, mucho más profunda, de convivir, de asistir al crecimiento de un compacto tejido de relaciones humanas en Italia y en el mundo, de compartir ideas y proyectos. Era lo que un día llegaríamos a llamar «la red».
6 Luigi Veronelli (1926-2004) fue un enólogo, cocinero, gastrónomo, escritor y filósofo anarquista famoso por ser uno de los máximos impulsores del patrimonio enogastronómico italiano. [N. de los T.]
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MILANO GOLOSA
El 23 de noviembre de 1994, Marisa Fumagalli describía con estas palabras, en el Corriere della Sera, el evento que se iba a celebrar en los próximos días, Milano Golosa:
Las supermodelos dejan paso a las botellas. Por una vez, no veremos desfilar a Claudia, Cindy ni Naomi, sino al barolo, la malvasía, el pinot noir… Será un «Milán para beber» (y también para comer) este que durante cuatro días va a acoger un verdadero festival del gusto. Un festival que estará centrado en cientos de catas de grandes vinos (italianos y extranjeros) y de productos gastronómicos de todo el mundo y que, a través de una sucesión de «laboratorios» o talleres, nos permitirá conocer las combinaciones más originales y los vinos más raros. Pero no os dejéis engañar por el recuerdo de aquel famoso anuncio de los años 80 («Milán para beber»)7. ¿Os acordáis? Empezó siendo el eslogan publicitario de un licor y terminó convirtiéndose en el símbolo de un determinado estilo de vida, pendiente sobre todo de las apariencias. […] En definitiva, se trata de una invitación a la «alimentación consciente» que contrasta con la velocidad, la carrera contra el tiempo y los ritmos obsesivos a los que nos hemos acostumbrado. […] Esto pretende Milano Golosa. […] He aquí algunos de los títulos más apetitosos de los Laboratorios del Gusto: «El aristocrático placer de la tarta Sacher» (cuatro prestigiosas pastelerías de Milán se miden con el original vienés); «Sabor a humo…, sabor a mar» (salmón, esturión, pez espada, anguila y trucha ahumados y acompañados con grandes vinos); «Vinos de otro mundo» (encuentros, curiosidades y sorpresas para aproximarse a la nueva producción de Chile, Australia, Nueva Zelanda y Sudáfrica).
Aquella cita tan importante tuvo lugar del 1 al 4 de diciembre dentro de Industria e Superstudio, un espacio de mil doscientos metros cuadrados de antiguas naves industriales situado en el barrio Porta Genova de Milán, y fue organizada en colaboración con la empresa que por aquel entonces encabezaba Davide Paolini (el célebre periodista gastronauta). Si la he querido fijar en la memoria es, en primer lugar, porque sirvió para ratificar el éxito oficial de los Laboratorios del Gusto, una fórmula original y codificada por Slow Food para hablar de gastronomía y dar a conocer nuevas acepciones relacionadas con el mundo de la producción, y, en segundo lugar, porque recuerdo que en mi discurso de inauguración el eje central fue precisamente la analogía con el sector de la moda.
Afirmé que para el sector enogastronómico —económicamente tan importante o incluso más que la moda made in Italy— se habían terminado los tiempos oscuros. Dije que el día en que se empezara a hablar de comida tanto como se habla de moda, el país habría dado un paso de gigante. Aquellas palabras provocaron cierta perplejidad ya que, por lo general, declaraciones de ese tipo se tomaban por provocaciones de un grupo de vividores adictos al juego del buen comer. En el fondo, seguían siendo tiempos muy oscuros. No habían pasado más de diez años de lo del metanol, y aún había mucho camino que recorrer. En televisión, la comida era un tema de relleno, bien tratado pero considerado un «nicho»; Internet estaba en los albores, y los auténticos gastrónomos que había en Italia se conocían casi todos entre ellos, y muchos, incluido yo mismo, no estábamos libres de cierta ingenuidad (ni siquiera sospechábamos, por ejemplo, que consumir salmón salvaje o pez espada estaba conduciendo poco a poco a la extinción de ambas especies). Sin embargo, en 1994 nos sentíamos más seguros que nunca, y en absoluto bromeábamos: era el momento de reconocer que el sector enogastronómico era uno de los grandes pilares de nuestra identidad italiana, de nuestra forma de vivir y trabajar, algo importante sobre lo que asentar las bases para un futuro mejor. Había que empezar a tomar plena conciencia de su valor tanto económico como cultural, y había que dejar de considerarlo como un juego divertido, como una afición propia de hedonistas y caracterizado por la ostentación y el onanismo que durante tanto tiempo marcaron el imaginario que acompaña al gastrónomo (tema todavía no resuelto y cuyos prejuicios seguimos sufriendo). Aquella imagen, a caballo entre los 80 y los 90, casaba muy bien con el yuppismo imperante, sobre todo en Milán.
Y justo por eso, por celebrarse en Milán, fue un acto liberador. Hoy podríamos recordarlos como nuestros Cuatro Días de Milán8. En Milano Golosa bastaban cuarenta mil liras para entrar y elegir a placer entre los noventa laboratorios, degustaciones y cursos que se celebraban cada día. Se trataba de una forma nueva de abordar la degustación; los Laboratorios del Gusto, fórmula inaugurada aquel mismo año durante la participación de Slow Food en Vinitaly (otra vez el vino…), eran un poderoso instrumento para llevar a cabo nuestro principal objetivo asociativo: la educación del paladar. La filosofía y el método con los que aún hoy en día organizamos todos nuestros eventos —con títulos sugerentes y un enfoque divertido y un poco rimbombante— atestiguan nuestro deseo de entablar una relación directa con el productor o el experto, «la voluntad de liberarnos de la rutina / necesidad de comer y beber y, simultáneamente, dotar al gesto de llevarse la comida a la boca de distintos significados culturales y simbólicos». Así rezaba la entrada dedicada a «Laboratorios del Gusto» en el Dizionario di Slow Food publicado en 2002 por Slow Food Ed., y así sigue rezando hoy:
Una experiencia sensorial concreta y consciente; una oportunidad de conocer las técnicas y el contexto cultural en el que nace un producto alimenticio, un vino o un plato; una ocasión para aprender (o ejercitar) el lenguaje de la degustación. No se trata de un simple acto de hedonismo, ni siquiera de una práctica académica, sino de un tiempo para la cultura material y un encuentro agradable con alimentos y vinos de gran calidad. Nada que ver, pues, con una degustación técnica, cuyo fin sería asignar puntuaciones, establecer escalas de valores o fijar estándares cualitativos, sino más bien, y sobre todo, una experiencia placentera.
Los responsables de estos encuentros (a menudo ayudados por técnicos o por los propios productores)