La letra escarlata. Nathaniel Hawthorne

Чтение книги онлайн.

Читать онлайн книгу La letra escarlata - Nathaniel Hawthorne страница 7

Автор:
Серия:
Издательство:
La letra escarlata - Nathaniel Hawthorne

Скачать книгу

humano; pues era, en realidad, un raro fenómeno: tan perfecto y completo, desde un punto de vista, como superficial, ilusorio, impalpable, y absolutamente insignificante desde cualquiera otro. Llegué á creer á puño cerrado que ese individuo no tenía ni alma, ni corazón, ni intelecto, ni nada, como ya he dicho, excepto instintos; y sin embargo, de tal manera estaba compaginado lo poco que en realidad había en él, que no producía una impresión penosa de deficiencia; antes al contrario, por lo que á mí hace, me daba por muy satisfecho con lo que en él había hallado. Difícil sería concebir su existencia espiritual futura, en vista de lo completamente terrenal y material que parecía; pero es lo cierto que su existencia en este mundo nuestro, suponiendo que terminara con su último aliento, no le había sido concedida bajo duras condiciones: su responsabilidad moral no era mayor que la de los seres irracionales, aunque poseyendo mayores facultades que ellos para gozar de la vida, y viéndose exento igualmente de los achaques y tristezas de la vejez.

      En un particular les era vasta, inmensamente superior: en la facultad de recordar las buenas comidas de que había disfrutado y que constituían no pequeña parte de su felicidad terrenal. Era un gastrónomo consumado. Oirle hablar de un asado, bastaba ya para despertar nuestro apetito; y como nunca poseyó otras dotes superiores, ni pervirtió ni sacrificó ningún don espiritual anteponiéndolo á la satisfacción de su paladar y de su estómago, me causaba siempre gran placer oirle discurrir acerca del pescado, de la volatería, de los mariscos, y de la diversidad de carnes, espaciándose en lo referente al mejor modo de condimentarlos y servirlos en la mesa. Sus reminiscencias de una buena comida, por antigua que fuera su fecha, eran tan vivas que parecía que estaba realmente aspirando el olor de un lechoncito asado ó de un pavo trufado. Su paladar conservaba todavía el sabor de manjares que había comido hacía sesenta ó setenta años, como si se tratara de las chuletas de carnero del almuerzo de aquel día. Recordaba con verdadero deleite, con fruición sin igual, un pedazo de lomo asado, ó un pollo especial, ó un pavo digno de particular elogio, ó un pescado notable, ú otro manjar cualquiera que adornó su mesa allá en los días de su primera juventud; mientras los grandes acontecimientos de que había sido teatro el mundo durante los largos años de su existencia, habían pasado por él como pasa la brisa, sin dejar la menor huella. Hasta donde me ha sido dable juzgar, el acontecimiento más trágico de su vida, fué cierto percance con un pato que dejó de existir hace treinta ó cuarenta años, pato cuyo aspecto auguraba momentos deliciosos; pero que una vez en la mesa, resultó tan inveteradamente duro, que el trinchante no hizo mella alguna en él, y hubo necesidad de apelar á una hacha y á un serrucho de mano para dividirlo.

      Pero es tiempo ya de terminar este retrato, aunque tendría el mayor placer en dilatarme en él indefinidamente, pues de todos los hombres que he conocido, este individuo me parece el más apropósito para vista de Aduana. La mayoría de las personas, debido á causas que no tengo tiempo ni espacio para explicar, experimentan una especie de detrimento moral en consecuencia del género peculiar de vida de dicha profesión. El anciano funcionario era incapaz de experimentarlo; y si pudiera continuar desempeñando su empleo hasta el fin de los siglos, seguiría siendo tan bueno como era entonces, y se sentaría á la mesa para comer con tan excelente apetito como de costumbre.

      Hay aún otra figura sin la cual mi galería de retratos de empleados de la Aduana quedaría incompleta; pero que me contentaré simplemente con bosquejar, porque mis oportunidades para estudiarla no han sido muchas. Me refiero á nuestro Administrador, al bizarro y antiguo general Miller quien, después de sus brillantes servicios militares y de haber gobernado por algún tiempo uno de los incultos territorios del Oeste, había venido, hacía veinte años, á pasar en Salem el resto de su honorable y agitada vida. El valiente soldado contaba ya unos setenta años de edad, y estaba abrumado de achaques que ni aun su marcial espíritu, ni los recuerdos de sus altos hechos podían mitigar. Solo con el auxilio de un sirviente, y asiéndose del pasamanos de hierro, podía subir lenta y dolorosamente las escaleras de la Aduana; y luego, arrastrándose con harto trabajo, llegar á su asiento de costumbre junto á la chimenea. Allí permanecía observando con sereno semblante á los que entraban y salían, en medio del rumor causado por la discusión de los negocios, la charla de la oficina, el crujir de los papeles, etc., todo lo cual parecía no influir en manera alguna en sus sentidos, ni mucho menos penetrar, perturbándola, en la esfera de sus contemplaciones. Su rostro, cuando el General se hallaba en semejante estado de quietud, era benévolo y afable. Si alguno se le acercaba en demanda de algo, iluminaba sus facciones una expresión de cortesía y de interés, que bien á las claras demostraba que aun ardía interiormente el fuego sagrado, y que sólo la corteza exterior se oponía al libre paso de su luz intelectual. Cuanto más de cerca se le trataba, tanto más sana se revelaba su inteligencia. Cuando no se veía como forzado á hablar ó á prestar atención á lo que se le decía, pues ambas operaciones le costaban evidentemente un esfuerzo, su rostro volvía á revestirse de la tranquila placidez de costumbre. Debo agregar que su aspecto no dejaba en el ánimo del que le contemplaba ninguna impresión penosa, pues nada acusaba en él la decadencia intelectual propia de la vejez. Su armazón corpórea, de suyo fuerte y maciza, no se estaba todavía desmoronando.

      Bajo condiciones tan poco favorables, era difícil estudiar su verdadero carácter y definirlo, como lo sería, por ejemplo, reconstruir, por medio de la imaginación, una antigua fortaleza como la de Ticonderoga, teniendo á la vista sólo sus ruinas. Aquí y acullá tal vez se encuentre un paño de muralla casi completo; pero en lo general se vé únicamente una masa informe, oprimida por su mismo peso, y á la que largos años de paz y de abandono han cubierto de hierbas y abrojos.

      Sin embargo, contemplando al viejo guerrero con afecto,—pues á pesar de nuestro poco trato mutuo, los sentimientos que hacia él abrigaba, como acontecía con cuantos le conocieron, no podían menos de ser afectuosos,—pude discernir los rasgos principales de su carácter. Descollaban en él las nobles y heroicas cualidades que ponían de manifiesto que el nombre distinguido de que disfrutaba, no lo había alcanzado por un mero capricho de la fortuna, sino con toda justicia. Su actividad no fué hija de un espíritu inquieto, sino que necesitó siempre algún motivo poderoso que le imprimiera el impulso; pero una vez puesta en movimiento, y habiendo obstáculos que vencer, y un resultado valioso que alcanzar, no fué hombre que cediera ni fracasara. El fuego que le animó un tiempo, y que aún no estaba extinguido sino entibiado, no era de esas llamaradas que toman cuerpo rápidamente, brillan y se apagan al punto, sino una llama intensa y rojiza, como la de un hierro candente. Solidez, firmeza, y peso: tal es lo que expresaba el reposado continente del General en la época á que me refiero, aun en medio de la decadencia que prematuramente se iba enseñoreando de su naturaleza; si bien puedo imaginarme que, en circunstancias excepcionales, cuando se hallase agitado por un sentimiento vivo que despertara su energía, que sólo estaba adormecida, era capaz de despojarse de sus achaques, como un enfermo de la ropa que le cubre, y arrojando á un lado el báculo de la vejez, empuñar de nuevo el sable de batalla, y ser el guerrero de otros tiempos. Y aun entonces su aspecto habría revelado calma.

      Semejante exhibición de sus facultades físicas es solo para concebirse con la fantasía, y no fuera de desearse que se realizara. Lo que ví en él—fueron los rasgos de una tenaz y decidida perseverancia, que en su juventud pudiera haber sido obstinación; una integridad que, como la mayor parte de sus otras cualidades, era maciza, sólida, tan poco dúctil y tan inmanejable como una tonelada de mineral de hierro; y una benevolencia que, á pesar del impetuoso ardor con que al frente de sus soldados mandó las cargas á la bayoneta en Chippewa ó el Fuerte Erie, era tan genuina y verdadera como la que pueda mover á cualquier filántropo de nuestro siglo. Más de un enemigo, en el campo de batalla, perdió la vida al filo de su acero; y ciertamente que muchos y muchos quedaron allí tendidos, como en el prado la hierba segada por la guadaña, á impulsos de aquellas cargas á que su espíritu comunicó su triunfante energía. Pero de todos modos, nunca hubo en su corazón crueldad bastante para poder ni aun despojar á una mariposa del polvo brillante de sus alas. No conozco á otro hombre en cuya innata bondad tanto pudiera yo confiar.

      Muchas de las cualidades características del General,—especialmente las que habrían contribuído en sumo grado á que el bosquejo que voy trazando

Скачать книгу