Ver como feminista. Nivedita Menon
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El argumento del «mal uso» esgrimido por algunos varones es, en este sentido, irónicamente correcto en términos de cómo se supone que funciona el patriarcado. Estos varones creen de hecho que están siendo «acusados falsamente», porque lo que en efecto están diciendo es: «Así es como se supone que es una familia; como esposa, estás obligada a abandonar todo lo que pensabas que eras; tenemos expectativas para ti, que se supone que debes cumplir. Un matrimonio es esto». Y las mujeres están negándose a reconocer que un matrimonio es eso. Los varones tienen razón, en este sentido, cuando dicen que están siendo acusados «falsamente», porque lo único que hacían era funcionar como una perfecta familia patriarcal.
No hay ninguna explicación disponible para la mujer que se encuentra infeliz en su nueva situación. ¿Puede una mujer sencillamente volver a su casa y decir «no quiero ser esposa, no me gusta este trabajo»? Una mujer entrenada a la fuerza única y exclusivamente para el matrimonio desde la infancia, sin permiso para soñar ningún otro futuro, educada en la expectativa de que el matrimonio sea el principio de su vida, puede descubrir que, de hecho, es el final de su vida. La frustración y el resentimiento que esta situación genera ha conducido a un fenómeno creciente que denomino «la implosión del matrimonio»: la negativa de las muchachas jóvenes a representar el papel de la esposa dócil y la buena nuera, para asombro y rabia de sus familias políticas. En esencia, estas cláusulas legales tratan a la familia como una institución pública regida por las leyes públicas. Por supuesto, esto crea una crisis para la familia que deriva en la idea de que es a los varones a quienes deben proteger las leyes de matrimonio «draconianas». Pero las personas que sufren las consecuencias de estas leyes son todavía mayoritariamente mujeres, que invierten cantidades siderales de energía, coraje y fuerza simplemente en permanecer en matrimonios violentos y humillantes.
Sin embargo, es imprescindible hacer una crítica minuciosa no solo del funcionamiento de la familia conyugal o política, sino también de la familia natal o paterna. Incluso después de que a una hija casada la asesinaran por causas vinculadas a la dote, la idea de sus padres de lo que representa un futuro asegurado para la segunda hija sigue siendo el matrimonio. Un fenómeno paralelo es el «maltrato» violento que sucede en instituciones de formación profesional: los padres de los muchachos que enfrentan la tortura física y psicológica de los estudiantes de más edad dicen a sus hijos una y otra vez que vuelvan a la institución y que soporten todo hasta que, finalmente, son asesinados. El trabajo de la familia, después de todo, es producir varones y mujeres que no agiten las aguas y que cumplan con las expectativas de sus padres: que alcancen un determinado estatus social, una vejez tranquila. Sin ir más lejos, el trabajo de Ravinder Kaur sobre familias agricultoras en Punyab ha demostrado que ni siquiera todos los hijos varones son igualmente queridos: los hijos solteros se consideran prescindibles (Kaur 2008). La familia patriarcal en tanto tal —sea la conyugal (post matrimonio) o la natal (en la que la mujer nace)— es un espacio de juegos de poder violentos y de exclusiones.
Hay cada vez más indicadores de la implosión de esta forma del matrimonio y la familia. Un artículo en un periódico a fines del año 2011 informaba de que en Haryana, un estado con un grado muy marcado de preferencia por los hijos varones y con una de las proporciones mujer/varón más bajas de India, «aparecen alrededor de media docena de anuncios por día en periódicos locales y británicos» de padres, y a veces madres, repudiando a sus hijos e hijas y excluyéndolos de sus derechos de propiedad y herencia (Siwach 2011). Aunque estos anuncios no tienen valor legal, su proliferación revela las tensiones explosivas que el marco de la familia apenas logra contener.
Nuevas tecnologías reproductivas: ¿un desafío a la patrilinealidad?
Nuevos desarrollos tecnológicos en la ciencia reproductiva han hecho posible separar tres aspectos diferentes de la experiencia biológica de la maternidad. Tres mujeres diferentes podrían desempeñar potencialmente lo que llamo «funciones maternas» claves: proveer el material genético (la donante del óvulo), gestar el feto por nueve meses (la subrogante o «vientre de alquiler») y el cuidado y la crianza del niño o niña (la «madre social»). En el modo en que solía entenderse la maternidad biológica, se suponía que estas tres funciones las cumplía la misma mujer; pero ahora es perfectamente posible que haya dos o tres mujeres cumpliendo estos tres roles en cada embarazo.
De este modo, una mujer puede llevar en su útero a través de la fertilización in vitro (FIV) —es decir, la fertilización realizada fuera del cuerpo— un embrión que puede provenir de un óvulo de ella misma o de otra mujer, fertilizado por un donante de esperma o por su marido o pareja. Muchas veces el hijo que resulta de este proceso es criado por otra persona (en el caso de la maternidad subrogada), pero las mujeres también pueden optar por gestar a sus propios hijos a través de este proceso. Esto significa que una mujer que no quiere un varón en su vida puede embarazarse a través de una donación de esperma; este proceso puede ser utilizado también por mujeres casadas si ellas o sus maridos no producen óvulos o espermatozoides de la calidad necesaria.
Hay una preocupación feminista legítima sobre la explotación de las mujeres pobres que ejercen la maternidad subrogada con fines comerciales, de la que nos ocuparemos en una sección más adelante. Pero ¿cuáles son las implicaciones de estas tecnologías para un entendimiento feminista de «la familia»? En este caso, la preocupación feminista más significativa es que la promoción de estas tecnologías por parte de las grandes empresas farmacéuticas y las fuerzas del mercado refuerza el supuesto patriarcal de que solo los hijos biológicos son verdaderos hijos «propios», volviendo así marginal la opción de adoptar. Al mismo tiempo, no obstante, muchas feministas reconocen también el potencial que estos desarrollos científicos y tecnológicos tienen de fracturar, en principio, las construcciones patriarcales sobre la «maternidad» que combinan el rol social con «la biología». Es decir, ¿qué sucede con la idea de «maternidad» una vez que el «útero» (la subrogante) ha sido separado de la «madre» (la madre «social» que criará al niño o niña)? ¿Y no es posible que estos desarrollos tengan el potencial de reducir el monopolio heterosexual de la familia, al permitir que las personas «socialmente infértiles», como las llama Chayanika Shah, —mujeres solteras, varones solteros y parejas homosexuales— tengan hijas e hijos biológicos?
Es igualmente importante abrir y desenredar la idea misma de la familia «biológica», que, en general, es el único tipo de familia que se reconoce posible. En el contexto de las nuevas tecnologías reproductivas, nos encontramos con que las empresas farmacéuticas y los médicos aseguran a los padres potenciales que buscan un vientre de alquiler que, mientras el material genético (es decir, el óvulo y el esperma) sea de ellos, el niño o niña será «biológicamente» suyo, dado que el útero de la subrogante funciona solamente como un «horno», «un cuarto de alquiler», etcétera. No obstante, en los casos en que una mujer desea gestar un bebé fecundado in vitro a partir de dos donantes de gametos, las mismas farmacéuticas y médicos le aseguran que el verdadero trabajo de «hacer el bebé» sucede en el útero y que el bebé está, de hecho, «biológicamente» emparentado con la mujer en cuyo útero crece el feto11.
En otras palabras, como ya hemos visto, las relaciones «biológicas» también se construyen socialmente. Como sucede con la mayoría de los desarrollos tecnológicos, las implicaciones sociales de la subrogación tenderán a variar de un contexto a otro.