E-Pack HQN Susan Mallery 2. Susan Mallery
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Debería estar enfadado y deseando regresar a la ciudad, pero la verdad era que no le importaba mucho. Pasaba las mañanas trabajando con los hombres de Ethan. Después de comer, llamaba a su empresa. Daba instrucciones a la señora Jennings y hablaba con Dante sobre cómo iban las cosas por la oficina. Alrededor de las tres volvía a reunirse con los trabajadores de Ethan. Terminaban de trabajar justo antes de la cena. El resto de la velada solía pasarla delante del ordenador. A veces veía un partido de fútbol con Heidi o iban juntos a dar un paseo.
No era exactamente la clase de vida que debería buscar un soltero, pensó mientras se ponía los guantes. Nada de comidas fuera ni sesiones de cine. Pero la verdad era que lo único que echaba de menos de su vida anterior era salir con Dante y sus entradas para la temporada del estadio de los Giants.
Había pensado que se aburriría en el rancho. Que estaría nervioso. Pero de momento estaba disfrutando mucho más de lo que esperaba. Tenía callos en las manos y se sentía agradablemente dolorido después de todo un día de trabajo. Salía tantas veces a montar con Mason que la propia Charlie había notado que el caballo estaba en mejor forma que nunca.
Había honestidad en aquella tierra, pensó, y se echó a reír. Como no tuviera cuidado iba a terminar convirtiéndose en el vaquero que su madre siempre había querido que fuera.
El conductor del camión caminó hasta él con una tablilla y un papel.
–¿Tienes cabras en el rancho? –preguntó mientras le tendía a Rafe un bolígrafo.
–Sí, ¿por qué?
–Juraría que he visto unas cabras por la carretera cuando venía hacia aquí. Creo que deberías asegurarte de que las vuestras no han salido del rancho.
Rafe garabateó rápidamente su firma, se volvió y caminó hacia la casa. No sabía adónde había llevado Heidi las cabras aquella mañana. Pero no había dado ni un par de pasos cuando la puerta trasera de la casa se abrió y salió Heidi corriendo.
–¿Las cabras? –preguntó Rafe.
Heidi asintió.
–Acaba de llamar mi amiga Nevada. Atenea ha ido con otras tres cabras hasta la zona en la que están construyendo el casino. Hizo lo mismo el año pasado y, por lo visto, ha recordado el camino.
–¿Cómo las vas a hacer volver? –preguntó Rafe mientras la seguía hacia el cobertizo de las cabras.
Heidi entró y salió con varias cuerdas.
–Las agarraré y volveremos andando. No tengo una camioneta suficientemente grande como para transportarlas. Lo que me gustaría saber es cómo han conseguido abrir la puerta.
Rafe entró con ella en el cobertizo.
–Considéralo como una marcha más larga de lo habitual.
–Me preocupa Perséfone. Está embarazada. No sé si le vendrá bien caminar tanto.
–¿Las cabras no se pasan el día caminando?
–Sí, pero en los pastos tienen siempre comida. Cuando Atenea se lanza, eso puede ser mucho peor que cualquier marcha forzada. Llamaré al veterinario en cuanto volvamos.
Rafe se hizo cargo de las cuerdas.
–Estoy seguro de que estará bien.
–Eso espero. Es solo su segundo embarazo.
–¿Y Atenea por qué no está preñada?
–Las cabras alpinas crían en otoño. Esa es una de las razones por las que he comprado cabras alpinas y nubias, para que no coincidan las épocas de cría. De esa forma puedo tener siempre leche fresca. Para la producción de queso no tiene tanta importancia, siempre tengo queso en distintos estados de curación. Pero la leche fresca es muy importante para varias familias de la zona.
–Con el paseo de hoy, la leche estará bien ventilada.
Heidi sonrió.
–No sé si la cosa funciona exactamente así. Me temo que Atenea necesita tener algo con lo que entretenerse.
–Es una lástima que no puedas enseñarle a leer.
–Me preocuparía que aprendiera. Sería capaz de dominar el mundo.
–Deberías poner a las cabras con las llamas. Si realmente protegen al ganado, las llamas impedirán que se escapen. O por lo menos te avisarán cuando Atenea intente marcharse.
–Podría intentarlo. Hasta ahora no he querido ponerlas juntas por si terminan haciéndose muy amigas.
Porque, de una u otra forma, aquella situación era temporal y Heidi no quería que sus cabras echaran después de menos a las llamas.
Dante diría que se estaba tomando su responsabilidad con las cabras demasiado en serio. Y unas semanas atrás, Rafe habría estado de acuerdo. Pero había aprendido que Heidi era una persona muy sensible con todos aquellos que consideraba de alguna forma abandonados. Con aquellos que no pertenecían a ningún lugar.
Caminaron hacia la carretera principal. A unos cinco kilómetros del rancho, se adentraba un camino entre los árboles. El tejido de ramas que cruzaba por encima de su cabeza era suficientemente tupido como para bloquear la luz directa del sol. La temperatura bajó considerablemente y las hojas y las agujas de los pinos crujían bajo sus pies.
Cuando Rafe estaba comenzando a pensar que se habían perdido, se adentraron en un claro y llegaron a lo que parecía otro mundo.
El sonido de toda la maquinaria de construcción parecía repetirse entre los árboles y rebotar contra la montaña. Desde donde estaba y en dirección al este, calculó que habrían despejado un terreno de unas cuarenta hectáreas. El edificio principal era enorme. De momento solo habían puesto los cimientos y las vigas, pero podía imaginar perfectamente cómo sería. Se elevaría varios pisos y tendría unas vistas magníficas a las montañas.
Cuando había oído hablar por primera vez del casino, Dante y él habían estado reuniendo información y analizándola en el ordenador. Aun así, la interpretación que habían hecho de los datos no le había preparado para reconocer la enorme dimensión de aquel proyecto.
–Es impresionante, ¿verdad? –Heidi señaló hacia el extremo más alejado–. Ese es uno de los aparcamientos. Al otro lado habrá una estructura de varios pisos. El edificio principal es para el casino y el hotel. No sé de cuántas habitaciones estamos hablando exactamente. Por lo menos unas doscientas. A lo mejor más.
Heidi continuó hablando, explicando el diseño del casino y cómo el arquitecto había decidido conservar los árboles más viejos para bordear un camino. Habría también un spa y varios restaurantes.
Al cabo de unos minutos, una mujer rubia de pelo corto y sonrisa amable se reunió con ellos.
–¡Tú y tus cabras! –dijo con una risa–. Seguro que ha sido cosa de Atenea.
–Sí, lo sé –Heidi le dio un abrazo–. Si tuviera el carnésería capaz de conducir una motocicleta. Nevada, te presento