Un soltero difícil. Charlotte Maclay
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–Bueno, podrías empezar por Wayne e Isabella –sugirió.
Con sorprendente eficacia, ella llenó un recipiente con agua caliente y lo colocó al fuego antes de sacar las tazas y los platitos de otro armario. No era una mujer alta, comprendió Griffin, quizá de un metro sesenta y cinco. Sus rasgos eran delicados y sus mejillas preciosamente esculpidas. Él había oído que las mujeres embarazadas adquirían un brillo especial. Curiosamente, no quería pensar en el proceso que la había dejado embarazada ni en el hombre que había tenido aquel privilegio. O en los riesgos que una mujer pequeña como ella podría correr, los mismos riesgos que habían matado a su madre.
–Le he preparado un guiso de pollo por si tiene hambre. Rodgers no estaba seguro de que viniera a cenar.
–¿Has hablado con Rodgers?
–Sí, me ha dado una orientación completa del trabajo. A la hora que se levanta por las mañanas, lo que le gusta para desayunar, ese tipo de cosas.
–¿Sabía él que eras mujer?
Ella lo miró por encima del hombro.
–Creo que probablemente lo notara.
Él sonrió.
«¡Vaya pregunta más tonta, Jonesy! Normalmente eres más fino con las damas».
–Solo pensaba que era raro que Rodgers estuviera de acuerdo en que su sustituto fuera una mujer.
–Le dije que sabía escribir a máquina.
–¿Y por qué le iba a importar a Rodgers que supieras escribir a máquina?
Dándose la vuelta, ella plantó las manos donde solía estar su cintura.
–Me dejó muy claro que no solo sería su mayordomo, sino su secretaria personal, para filtrar llamadas de teléfono, mantener su agenda al día y ese tipo de cosas. Yo le aseguré que estaba más que capacitada para las tareas de secretaria.
Entre toses, Griffin se atragantó de nuevo. Como parte de su trabajo, Rodgers se aseguraba de que Griffin no fuera interrumpido cuando estaba en compañía de una mujer manteniendo a raya las llamadas de teléfono, sobre todo cuando eran de otra mujer.
–¡Oh, Dios! Ese resfriado suyo es horrible. Creo que será mejor que le prepare un caldo de pollo. ¿Sabe? No hay nada mejor que…
–No –contestó él.
–La verdad, señor Jones, creo…
–¡Siéntate!
Loretta se sentó en la silla más cercana a la mesa de nogal con los ojos abiertos como platos.
–No voy a hacerte daño –aseguró él.
Ella asintió vigorosamente como una de esas muñecas chinas cabeceantes.
–Solo voy a explicarte por qué esto no va a salir bien, el que seas mi mayordomo, me refiero. No es nada personal, espero que lo entiendas. Es simplemente que eres una mujer.
«Y embarazada», añadió para sus adentros.
Intentando componerse, Griffin se metió las manos en los bolsillos del pantalón. Las mangas de la americana se tensaron contra sus músculos y decidió quitársela.
–Señora Santana, hay ocasiones en que me visitan jóvenes señoras. Jóvenes atractivas con las que a veces tengo relaciones íntimas.
Un fuerte sonrojo ascendió por el cuello femenino y tiñó sus mejillas dramáticamente esculpidas.
–Yo no soy quién para juzgar los actos de los demás, señor Jones.
–Sí, bueno… –se aclaró la garganta–. A esas jóvenes puede que no les haga gracia que tenga a una adorable joven como usted como mi… empleada.
Y mucho menos a una sexy mujer embarazada, sospechaba. Y de lo que sí estaba seguro era de que a él no le gustaba la idea. Él no quería ser responsable. ¿Y si se caía… o entraba en un parto prematuro? Podían pasar miles de cosas.
–No se me ocurriría interferir en su vida personal, señor Jones. Ni siquiera me verán, si eso es lo que usted quiere. Seré más silenciosa que un ratón –el color de sus mejillas pasó del rosa al escarlata al alzar la barbilla con un gesto de obstinación–. Además, no puede discriminarme porque sea mujer. El gobierno no lo permite. Una mujer tiene ciertos recursos en la actualidad.
Él frunció el ceño. Había tenido un día muy largo, la competencia le estaba ganando terreno y ahora tenía a una mujer embarazada lanzando una velada amenaza de denuncia. ¡No le gustaba nada!
–Además, si considera discriminarme por estar embarazada, debería saber que cuarenta y dos de los cincuenta estados tienen leyes en contra de dicha discriminación. Y California es uno de ellos.
Griffin tardó un momento en comprender que el silbido que oía era el de la tetera. Frunciendo el ceño hizo un gesto para que ella fuera a apagar el fuego.
Loretta saltó de la silla como si la hubieran pinchado. En la encimera, se apresuró con las bolsas de té mientras Griffin sopesaba sus opciones. Desde luego, sacar a la fuerza a Loretta Santana de la casa no era una de ellas, aunque era lo que le hubiera gustado. Pero nunca le haría eso a ninguna mujer y mucho menos a una embarazada.
Maldición. ¿Por qué la anciana madre de Rodgers había tenido que empeorar? Siempre había estado al borde de la muerte, por lo que Griffin podía recordar.
La única razón por la que él tenía mayordomo era porque Rodgers había estado con su padre toda la vida. Cuando su padre había muerto hacía un par de años, Griffin había heredado al mayordomo junto con una empresa multimillonaria. Una herencia que ningún hombre podría rechazar.
Loretta colocó una taza frente a él. Para asombro suyo, olía de maravilla, a una mezcla de pino de bosque y de rosas de primavera. Griffin se sentó y dio un sorbo. Quizá le aliviara el picor de garganta que le había estado molestando todo el día.
–Entonces dime por qué quieres ser mi mayordomo.
Ella se reclinó contra el asiento enfrente de él. En un mundo de sirenas, ella sería una ganadora: frágil y vulnerable. Y sin embargo, había algo en la forma en que mantenía la cabeza erguida que sugería una obstinación que sería mejor no provocar.
–Fue el único trabajo que me ofreció la agencia –sus frágiles hombros se encogieron un poco–. Es difícil encontrar mayordomos en la actualidad. El salario no es especialmente bueno, ¿sabe? Y yo necesitaba el trabajo de verdad para poder obtener el seguro médico para mí y para el hijo de Isabella.
La mirada de él se deslizó hacia su vientre, oculto por la mesa.
–¿Vas a tener el hijo de otra persona?
–Mi tía había intentado muchos años quedarse embarazada y cuando llegó a los cuarenta empezó a desesperarse. Decidieron probar