Un soltero difícil. Charlotte Maclay
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Intentó apartar a Loretta a un lado, pero esta no se movió de su puesto en la puerta.
Aileen lo miró con desdén aristocrático antes de dirigirle a Loretta una mirada cortante como una cuchilla.
–No recuerdo que me hayan despedido nunca de una forma tan interesante, Griffin.
–No, no lo entiendes. Es mi mayordomo.
–¿De verdad? ¡Qué conveniente para ti!
Dándose la vuelta, bajó airosa los escalones desapareciendo de la escena como una artista.
Griffin maldijo para sus adentros y la siguió hasta el brillante Porsche. Intentó hablar con Aileen y hacerla entender, pero solo recibió una fría respuesta:
–Llámame cuando tu mayordomo vuelva de Inglaterra. Si es que lo hace alguna vez.
El coche arrancó con un rugido y cruzó con estruendo las planchas del puente de madera hasta llegar al pie de la colina.
Griffin volvió enfurecido a las escaleras y miró a Loretta con irritación.
–¿Sabes lo que acabas de hacer? Llevo semanas intentando conseguir una cita con esa mujer.
–Bueno, desde luego no querrá darle una mala impresión contagiándole el resfriado. Eso sería terrible. Se sentiría atacada por esos desagradables antioxidantes, su yin y su yang tendrían una batalla terrible, y ¿cómo quedaría usted?
Griffin no encontró una buena respuesta para aquello mientras ella se apresuraba a ir a la cocina para limpiar el té.
Definitivamente, tener a Loretta Santana como mayordomo iba a ser duro para su vida amorosa.
Maldición, se había jurado años atrás, en el funeral de su madre, que nunca pondría en riesgo la vida de una mujer dejándola embarazada. Por muy irracional que le pudiera parecer a todo el mundo, así era como se sentía él. Y había sido especialmente cuidadoso. Siempre había dejado muy claro a las mujeres que él no era de tipo de los que buscan matrimonio e hijos.
Y ahora, para su desmayo, tenía a una mujer embarazada en sus manos. Griffin no quería aquella responsabilidad, pero que lo ahorcaran si sabía cómo quitársela de encima.
Capítulo 2
GRIFFIN se estiró y se desembarazó de las sábanas revueltas. Para su sorpresa, se sentía muchísimo mejor que la noche anterior. El dolor de la garganta había desaparecido y tenía la cabeza mucho más despejada. Ni por un minuto atribuyó el milagro al té de hierbas o a la sopa de pollo que había tomado por la noche.
Frunció el ceño al recordar la escena en la puerta principal y cómo su nueva mayordomo había despedido a Aileen Roquette. Si no hubiera sido por Loretta Santana, esa mañana no se habría despertado solo.
Poniéndose en pie, se acercó a la ventana. El sol del sur de California dibujaba unas sombras matinales entre los robles y los pinos que rodeaban su propiedad tiñendo el césped agostado de un brillo dorado. Aunque estaba a menos de una hora del centro de Los Angeles, el Cañón de Tapanga tenía cierto aire rural. A lo largo de la serpenteante carretera de montaña se alineaban casas que variaban desde modestos hogares hasta opulentas mansiones de hasta mil metros de planta. La suya estaba en lo alto de la escala.
Se pasó los dedos por el pelo revuelto y bajó la vista hacia la terraza de madera que rodeaba tres cuartas partes de la casa y se cernía sobre el cañón. En una columna de fría luz invernal, vio a Loretta cruzada de piernas mirando hacia las colinas en la distancia.
Los labios de Griffin se arquearon en un atisbo de sonrisa. Bajo aquella luz, parecía un cruce entre una delicada ninfa de los bosques y una rechoncha imagen de Buda. Sombrío, recordó que tendría que buscar la forma de devolverla de donde había llegado.
Agarró un par de pantalones cortos, se los puso y salió a la terraza. El suave aire le acarició las piernas y el pecho desnudos con la promesa de un día mucho más cálido aunque el calendario indicaba que estaban sólo en diciembre.
Apoyándose contra la barandilla, se cruzó los brazos contra el pecho.
–¿Meditas todas las mañanas?
Ella abrió los ojos lentamente y esbozó una débil sonrisa. «Unos labios que apetecía besar», pensó él pillado por sorpresa ante su actitud serena.
–Aprendí a meditar cuando estuve trabajando temporalmente para la Asociación Psíquica Trascendental. La técnica es realmente eficaz para evitar que se libren los radicales –frunció el ceño y se encogió de hombros–. O quizá se supone que deben escapar. Me he olvidado de lo que es, pero de todas formas, la meditación sienta bien.
Griffin tenía la clara impresión de que Loretta hablaba en un lenguaje enteramente diferente del suyo.
–¿Es en esa sociedad en la que aprendiste lo de los iones y oxidantes?
–No, lo aprendí cuando estuve trabajando en un herbolario.
Loretta intentó levantarse, pero no consiguió el impulso adecuado y Griffin la asió por el brazo para ayudarla. Sus huesos eran muy delicados. ¿Cómo podría aguantar el peso extra del niño? Se sorprendió de nuevo de su fuerza oculta y se sintió un poco asustado por los riesgos que pudiera conllevar el embarazo.
¿Por qué diablos habría aparecido a la puerta de su casa?
–Gracias –dijo ella sonrojándose levemente antes de apartar la vista y sacudirse las mallas–. Probablemente habría aprendido más, pero me despidieron hace dos semanas.
–¿Del herbolario?
Asintiendo, ella sonrió sin vergüenza.
–Me pillaron comiendo patatas de una hamburguesería en la trastienda.
Él lanzó una carcajada.
–Eso parece un poco sacrílego para ellos.
–Sin embargo, deberían haberme dado una segunda oportunidad –prosiguió ella con seriedad–. Solo llevaba allí dos semanas y no pueden esperar que una persona abandone la comida basura si está acostumbrada a ella en tan poco tiempo. ¡Si hasta prohibían el chocolate!
–Probablemente tendrían que mantener sus normas.
–Eso es lo que me dijeron –se encogió de hombros inconsciente de cómo el gesto hacía balancearse sus senos de una forma intrigante–. Le prepararé el desayuno ahora. He exprimido a mano naranjas y he salido pronto a comprar papayas y fresas para mezclarlas. Eso le pondrá las encimas de nuevo en forma.
–Me encuentro bien esta mañana –aunque tuvo una extraña reacción ante su referencia a exprimir a mano que no tenía nada que ver con el zumo de naranjas–. ¿Por qué no me traes solo una taza de café y charlamos aquí un minuto?
–¿Café?
Loretta enarcó las cejas con gesto de censura.
–Sí, café y con cafeína por favor. Si te ofende que te lo pida, me lo puedo preparar