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Los celos son una cosa terrible, sí, y la culpabilidad es otra. Como una catástrofe natural, arrasan con todo. Las víctimas son incontables y horriblemente, desproporcionadamente, inocentes.
Me levanté como en un vértigo trepidante. (Suena tan absurdo pero es real ese vértigo que sube del estómago como líquido en ebullición cubriendo todo el cuerpo, llenándolo de incontrolables estremecimientos), y me dirigí hacia los ojos oscuros y fijos que habían crecido de una manera asombrosa. Él también se puso de pie y con tristeza salimos.
Cuando después volví al cuarto y me metí en la cama y le rocé la cara a Enrique, los sollozos de ambos mojaron el primer deseo real de nuestros cuerpos.
Al día siguiente nos separamos.
ELLA Y LA NOCHE
MIMÍ DÍAZ LOZANO
¿Cómo medir la noche, sus sombras, su tremenda oscuridad? Se desparrama por las casas y cae sobre los callejones, enlutándolos, salpicando de misterio hasta el último rincón, rodando por los abismos sombríos, metiéndose en la más diminuta gota de silencio. Deambula contoneando su negra silueta, insinuante, profundamente insinuante. ¿Cómo medirla entonces, cómo abarcar su tenebrosa inmensidad, cómo llegar hasta su inefable abstracción? El mundo nocturno, el mundo de las voces calladas. Cada minuto, cada segundo, vaciándose en esa maraña, interminable, sin fronteras. Nada puede alterar su monotonía, el eco prolongado de su unidad indestructible. Aunque se grite, aunque se aúlle de dolor. La noche continúa sin encogerse ni un átomo en su inconmensurable extensión. ¿Para qué entonces gemir, desesperarse, invocar, pedir clemencia? ¿Y Dios? No, Él está arriba, encima de todo. Pero también está en todos lados, allí mismo al alcance de su mano, tan abstracto como la noche, mudo y sordo. Nada oye, nada contesta, nada comprende.
Dios y la noche en su cuarto oscuro, tremendamente oscuro. Detrás de los trapos, debajo del catre, en el más pequeño rincón. Sin embargo ¿para qué desesperarse, gemir, implorar, pedir clemencia? Nadie contesta. Sus gritos quedan mudos, condensándose en la quietud reinante. Las resonancias forman parte de la luz, del día, de la felicidad. Su elemento es claro, burbujeante, bullicioso. Pero, el sufrimiento es parte de la noche, de su mutismo. Porque los dolores también son mudos y oscuros, se van al vacío y también forman parte de lo eterno, como lo que pasa, como lo que se pierde y jamás se toca con el sentido del tacto ni se concreta. No tienen forma porque no los define ninguna línea. Ni color ni olor. Y para fijar su significado no es suficiente la palabra. Y como Dios y como las sombras también está allí, en la atmósfera húmeda de su cuarto, estirándose, encogiéndose, retorciéndose. Nada lo detiene. Gradúa sus pasos, al principio lentos y poco a poco acentuándose hasta que se vuelca en un torbellino sin sentido. Martiriza tanto que pierde su naturaleza. Se ahoga en su propia intensidad. Golpea aquí y allá, por todos lados remueve, destroza. Entonces ya no se puede llamar dolor. La palabra sale sobrando. Es algo inefable, traspasa los límites de la expresión, va más allá, al vacío, forma parte de lo eterno, como lo que pasa, como lo que se pierde y jamás se toca con el sentido del tacto ni se concreta.
Dios, la noche y el dolor en su cuarto misérrimo. Él lo dijo: “Parirás tus hijos con dolor” y el apotegma no se detiene, se arrastra por su cauce, infinito, va de mujer a mujer, rueda por el tiempo sin división ninguna, con duración ilimitada. Y ese padecer, ese padecer cósmico, que no es materia, que no se puede ver ni tocar, tan abstracto como la noche, se la lleva, ella lo presiente. Su intuición más firme, esa que nunca falla porque se encuentra en la base, en lo que del ser nunca es destruido, se lo afirma. Es engendro de su misma esencia. Porque todo va perdiendo importancia. Porque aunque sus manos se deslicen por todo su cuerpo ya no se palpa ni el vientre hinchado, ni las caderas ensanchadas, ni las facciones de su rostro, ahogadas en sudor. Todo ello se ha vuelto amorfo, una sola masa torturada. Su carne se embrutece, envilecida por el suplicio. Ya no le habla de secretas cosas con el sigilo de lo que se mantiene oculto. Empequeñecida, desmoronándose su arquitectura vital, no dice nada, se hunde en un absoluto vacío. El mismo silencio enmudece, se cuaja en las paredes de adobe, se adhiere a las patas del catre maloliente.
—Tu mujer, Julián, te digo que tu mujer...
—Vete al diablo. Me importa él, lo oís, nada más que él. Sacalo como podas, arrancalo, escarbá bien porque lo quiero enterito. Enterito.
Ya no son varios dolores divididos, son todos juntos, un solo dolor inmenso, indeterminado, rompiendo por dentro, deshaciendo, derrotando sus últimas facultades volitivas. Entonces, gritar más y más, con más fuerza, sin intención, sin deseo, pero se hace porque de lo contrario el cuerpo estalla, se revienta. Existe la necesidad de gritar, es imposible evitarla. Aunque las circunstancias no lo requieran así, porque en tal caso lo mejor es ahogarse en sí mismo, suprimir las manifestaciones de pena. Éstas deben guardarse, acumularse dentro, retenerlas allí porque finalmente se requiere mucha fuerza, mucha energía. Y cuando este final se tarda, cuando éste no llega, cuando no se apresura para matar de una vez todos los dolores, es necesario seguir pujando, pujando hasta agotarse, ya que el dolor no espera, hay que alcanzarlo con otra naturaleza que no es la de una, porque ésta se ha vuelto toda dolor.
—Ya viene, ya le veo la cabeza. Pero, con razón, si es que tiene una cabezota. Debe ser varón...
El momento crítico ha llegado. Toda la angustia, todo lo que se ha guardado se echa fuera con un grito único, insuperable.
—Ya, ya está aquí. Pero... Pero, está muerto... está...
—¿Muerto, muerto decís?... Nació en silencio el pendejo. Esa bestia —y señaló a la madre—, esa bestia no pudo ni siquiera parir bien.
—Pero Julián...
—¡Qué Julián ni qué santo pintado! Este cuarto apesta, hiede a matadero. ¡Me voy! Hiede a matadero...
Otra vez el silencio, un silencio cargado de zozobras. ¡Nada! De nuevo el vacío, lo intangible, su soledad. Porque aquello que está a su lado, aquello no es de ella ni es de nadie. Tiene su propia soledad, su particular manera de existir, su rareza única e incompatible. No, no es de ella ni de nadie. Se pertenece únicamente a sí mismo, a la peculiaridad de su mutismo, a su naturaleza introvertida. Él no le pertenece porque está fuera de la singularidad de ella, con su esencia y propiedad características. Pensar en él es pensar en una tercera persona, muy distante de su yo, de su individualidad. Está a su lado sin un grito, sin un llanto, en su actitud hermética. No puede verlo ni tocarlo pero adivina su presencia, presintiendo la cercanía de su cuerpecito inmóvil.
—¡Julián!...
El nombre se le queda en la garganta. ¿Para qué llamar si nadie la oiría? Sin embargo...
—¡Juliaaán!...
Necesita sentirse apoyada aunque sea solo por el nombre. Lo repite con los más agudos llamados de su pensamiento, porque éste es más rápido, porque en éste las sílabas se alcanzan unas a otras sin que la palabra pierda su estructura. ¿Por qué se mantendría tan mudo, tan quieto? ¿Alcanzarlo? ¿Pero, cómo? Tocar sus miembros, su cabecita, sus piececitos fríos. ¿Fríos? “Está aquí, pero está muerto, muerto...” Ni angustia, ni congoja. Ningún sufrimiento. A veces también las penas son vacías, sin contenido. Él no le pertenece, no es de nadie. Está fuera de su singularidad,