Paprika Johnson y otros relatos. Djuna Barnes
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Este hombre tenía esposa y un hijo. Nunca hablaba de ellos, excepto una o dos veces cuando mencionaba a su chico con una pizca de orgullo poco disimulada.
Su esposa, aunque corpulenta y taciturna, era de esa clase de mujeres que siempre aparece en fiestas y bailes con un abanico de plumas de delicada frondosidad, o es vista saliendo de los salones de té con una larga rosa entre los dientes –algo que probablemente han hecho todas las mujeres del mundo.
Llevaba su pasión por las flores hasta su propio dormitorio y desde allí a los alféizares de cada ventana del apartamento. Maceteros verdes alojaban pensamientos y violetas de temporada, y las regaba con tanta frecuencia que las mataba.
Sus flores iban justo después de la pasión por su hijo. Para su marido ella tenía ese tipo de peculiar beneplácito que una mujer muestra a menudo en público, echándole demasiado azúcar en el té o privándole por completo de este cuando cenaban a solas. Pero para ella, Roger habría sido quizás uno de los grandes hombres de la historia.
El chico era frágil y en cierto modo como su padre –solo que más bajito y más enérgico–. Tenía el pelo largo y rubio, la nariz recta, un mentón varonil, una buena dosis de llana honestidad y un marcado talento para el piano. Sin embargo, a veces hacía escuetos comentarios merecedores de la ira de su madre, que levantaba sus pobladas cejas, y provocaba que su padre se removiera de incomodidad.
Empezaba a ser atractivo y lo sabía. Su intento de dejarse bigote le había salido muy bien, y se lo ensortijaba de manera tan continuada que sus ejercicios de digitación en escalas habían empeorado con la mano derecha.
Decía cosas como:
–Es inútil, para qué hablar del progreso de la civilización. No somos más que monos con experiencia.
–Ay, cariño.
–Sí, sé que no suena agradable, no tienen modales en absoluto. Pero esa es la única diferencia, fíjate. Los modales han manumitido a las mujeres hasta tal punto… Shaw, por ejemplo, las ha liberado a través de la cortesía infatigable de los maridos de sus heroínas. Y ningún hombre llegaba a rey hasta que no hubiese adquirido el arte de hacer reverencias sin dificultad. La diferencia entre la reverencia del burgués y la del aristócrata está en que el primero tiene flácidos los músculos de la cara, de tal forma que permiten que las mejillas y los labios le caigan hacia delante, dándole al rostro una apariencia taciturna, descompuesta; mientras que el otro, aunque lo cuelgues boca abajo en el cadalso, mantiene el rostro intacto.
–Cariño, eres lo que los ingleses llaman horrendo.
Él se ensortijó el bigotito.
–Ya sabes que te lo advertí –dijo.
Luego su madre suspiraba, doblaba su pañuelo hasta formar un cuadrado muy pequeño y le decía a Roger:
–Lo siento, pero me parece que el muchacho se está volviendo raro, como si estuviera hecho de una materia extraña.
Roger siempre respondía en tono plano y monocorde:
–Si fuese un material, sería seda –y entrechocando sus talones, salía a beber con sus tres amigos en un silencio abstracto.
¿Qué era lo que él más temía? Sencillo.
Temía que su hijo se hastiara del círculo idéntico de la existencia; pero al mismo tiempo lo sabía incapaz de nada nuevo a no ser que el destino lo empujara a ello. Esa era la razón fundamental de su silencio respecto de su pasado: ni siquiera a su hijo le reveló jamás nada de lo vivido antes de cumplir los veintinueve. Esperaba que su silencio durante este intervalo de su existencia resultara una fuente de especulación romántica para su hijo y que, por tanto, lo mantuviera un poco más cerca de su familia.
Deseaba para su hijo una carrera honorable. Por qué, ya lo veremos.
Le había sugerido a menudo el prestigio asociado a la química. Su hijo se limitaba a reírse. Le sugería una carrera en matemáticas. «Dos y dos son cinco», respondía su hijo al instante. Se olvidaba del tema y acometía un elogioso relato de la vida del antropólogo. «Los hombres tienen cuatro patas», replicaba su hijo, «pero han aprendido a llamar manos a dos de ellas». Su padre suspiraba.
–¿Por qué no te decides entonces por la ingeniería civil?
–Para construir un puente –respondía el hijo– cargas a un hombre con las cosas que odia hasta que, con la espalda encorvada hasta el suelo, vuelva a llamar patas a sus manos.
Roger le daba la espalda de repente y, calándose el sombrero hasta los ojos, salía a la calle.
Bueno, ¿qué iba a hacer al respecto? ¿Qué iba a hacer su hijo? ¿El haragán?
–Eh, eh –mascullaba para sí mismo–. Yo le enseñaré.
Pero cuando los padres mascullan que ya enseñarán ellos, es junto cuando van a aprender algo.
Entonces, cierto día, su hijo apareció en casa sin bigote. Roger se fue a su habitación y cerró la puerta. Allí estuvo durante horas caminando de un lado a otro, las manos a la espalda, un gesto extraño en la cara, muy triste y muy feliz a la vez. De hecho, tenía el aspecto de un hombre al que le acaban de arrojar un vaso de agua fría en plena cara a la vez que le han ofrecido un sustancial aumento de sueldo.
Por una parte, Roger estaba perplejo, y por otra, profundamente tranquilo. Algo parecía haberse roto en él, aunque al salir de la habitación más tarde, en torno a su boca se había instalado la severidad y la frialdad brillaba en sus ojos.
Conforme salía, toqueteaba afanoso y totalmente absorto una pequeña tira de papel. La había puesto con las demás en sus atestados bolsillos.
Abrió de un empujón la puerta que conducía a la sala que él y sus amigos tanto frecuentaban.
Por fin, todos guardaron silencio.
Estaban más que incómodos. Luego se sobresaltaron. Había llegado eso que habían estado aguardando; eso que habían estado esperando estaba a punto de suceder. Sentían que estaban justo en el umbral de eso que llaman aventura, y que los tornaría para siempre de figuras triviales y aburridas en algo histórico y terrible.
Pidieron una ronda de cerveza y bocadillos. Roger se abstuvo de estos últimos.
–No –dijo él, como respondiendo a algo que hubieran coreado–. No, chicos, aquí no nos falta nada salvo un poco de cautela y una buena ración de presteza.
Uno de ellos preguntó qué ocurría.
–Esto –dijo despacio, poniéndose una mano en la cadera y alargando los dedos con suavidad, estirándolos cuan largos eran desde la palma–. Esto es lo que ocurre… necesito vuestra ayuda conjunta, ¿comprendéis?
Ellos afirmaron.
–También necesito discreción, ¿entendéis?
Asintieron con la cabeza.
–¿Puedo confiar en todos… vosotros?