Novia prestada - En la batalla y en el amor. Elizabeth Lane
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Desde el porche, Hannah lo fulminó con la mirada.
—¿Es que has perdido el juicio, Judd Seavers? ¿Te has visto bien? Parece como si acabaras de salir de un ataúd. No deberías estar levantado, y mucho menos conduciendo una calesa.
—¿Quieres venir o no?
—Alguien tendrá que cuidarte, ¿verdad? ¡Dame quince minutos!
Entró corriendo en casa y voló escaleras arriba. Pese a toda su preocupación, estaba entusiasmada ante la perspectiva de una salida. Desde la boda apenas había salido del rancho excepto para visitar a su familia. Un viaje al pueblo le levantaría el ánimo.
Después de vestirse a toda prisa, se lavó la cara y los dientes y se recogió el pelo. Edna la fulminó con una mirada desaprobadora cuando pasó por la mesa del desayuno para saludarla y recoger dos galletas. Pero desapareció antes de que su suegra le lanzara otra diatriba sobre sus malas maneras.
Su sombrero de paja seguía colgado en la puerta; lo tomó y salió corriendo. Judd la esperaba al pie de la calesa. Sonrió al ver sus prisas.
—No me habría marchado sin ti. Eso lo sabes, ¿verdad?
—Sí que lo sé —desvió la mirada para disimular el rubor que teñía sus mejillas. ¿Se acordaría de que lo había abrazado durante buena parte de la noche?
Judd rodeó la calesa y le ofreció su brazo para subir.
—Soy yo la que debería ayudarte. Y ese camino lleno de baches será terrible para tus costillas.
—Iremos despacio. No te preocupes.
Con otro gesto de dolor, subió al pescante. Hannah se dio cuenta de que aquel viaje no era ninguna broma: Judd tenía un motivo urgente para bajar al pueblo esa mañana. Y, de alguna manera, ella tenía algo que ver en ello. Se moría de curiosidad, pero tenía que esperar. Ya se lo diría a su debido tiempo.
Hacía una mañana soleada, el aire era fresco y limpio. Las alondras cantaban en los postes que separaban los pastizales. Sólo cuando el pueblo apareció a la vista Judd se aclaró la garganta para hablar:
—Iremos al banco. Quiero abrirte esa cuenta, para lo cual necesitarán tu firma. También añadiré tu nombre a los titulares de la cuenta que tenemos en la tienda de coloniales del pueblo. De esa manera, cualquier gasto que hagas lo cargarán al rancho.
—Eres muy generoso, pero… ¿tanta confianza tienes en mí?
—Confío en ti, Hannah —se volvió para mirarla—. Eres parte de la familia, y quiero asegurarme de que no os falte de nada ni a ti ni al bebé.
Para entonces ya habían llegado a las afueras del pueblo. Las tiendas empezaban a abrir sus puertas. Las aceras de madera estaban llenas de gente que se apresuraba a hacer sus recados antes de que arreciara el calor del día. Aquélla iba a ser su primera aparición como señora Seavers. Percibía las miradas de curiosidad que perseguían a la calesa calle abajo hacia la estación de ferrocarril, y no le costaba imaginar lo que estarían pensando. Durante años había sido la novia de Quint. Y ahora, en su ausencia, se había casado con su hermano.
¿La verían como una hábil oportunista, que había aprovechado al vuelo la oportunidad de cazar al cabeza de familia de los Seavers? ¿O acaso alguno de ellos había descubierto la verdad?
Bajó la mirada a su vientre levemente abultado: todavía no era revelador, como si simplemente hubiera engordado algo. Pero la gente era lista. Y sabía contar, eso desde luego.
En la estación, Judd detuvo la calesa. Bajó con algún esfuerzo y se volvió para ayudarla. El plan era recoger la correspondencia y pasar por la oficina del telégrafo antes de ocuparse de los demás asuntos. Ningún miembro de la familia bajaba al pueblo sin recoger antes el correo a la espera de saber alguna noticia de Quint.
Ese día, como siempre, no hubo ninguna. Pero Judd sorprendió a Hannah al redactar un mensaje para el telegrafista.
—Ese cable era para la agencia que contraté para que buscara a Quint —le explicó mientras se alejaba de la oficina.
—¿Qué les has dicho?
—Que ya no necesito sus servicios.
Hannah se lo quedó mirando asombrada.
—Vamos —la tomó del brazo—. Te lo explicaré de camino a casa.
Volvieron al centro del pueblo y aparcaron la calesa delante del banco. Se dirigieron directamente al despacho del director, el señor Brandon Calhoun. Hannah nunca había hablado con él, pero lo conocía, como todo el mundo en Dutchman’s Creek. Alto y de cabello plateado, era el hombre más rico de la región, propietario de una gran casa de ladrillo más grande todavía que la de los Seavers.
Levantándose de su inmenso sillón de cuero, saludó primero a Hannah y luego a Judd.
—¿En qué puedo ayudarlos, señor y señora Seavers? —preguntó con una sonrisa.
Hannah estaba impresionada.
Quince minutos después tenía su propia cuenta en el banco, con un cantidad tan generosa que se había mareado sólo de verla. Judd firmó una autorización para que recibiera mensualmente una transferencia de la cuenta del rancho, de manera que nunca le faltara efectivo.
—No sé qué decir… —susurró mientras se alejaban—. Nunca había tenido tanto dinero, Judd. Cuando vivía en casa, tenía que cambiar huevos por papel y sellos para enviar mis cartas a Quint. No he hecho nada para ganar esto, no me lo merezco…
Se volvió para mirarla con una extraña expresión de tristeza.
—El dinero no es por lo que has hecho, Hannah. Es para el futuro, cuando probablemente te habrás ganado hasta el último céntimo.
Y dicho eso la llevó a la gran tienda de coloniales. El viejo dependiente la trató con la misma deferencia con que la había atendido el señor Calhoun. No hacía tanto que Hannah le había llevado huevos y mantequilla para cambiar por los preciados artículos que la familia tanto necesitaba. Ahora, en cambio, llegaba allí como la señora Seavers y podía comprar cualquier cosa que se le antojara…
Judd había llevado la lista de la compra que le había hecho Gretel. Cuando llenó la bolsa, insistió en que Hannah eligiera también algo. Compró algunos metros de tela de buena calidad, hilo, agujas y botones con la idea de hacer unos vestidos para su madre y las niñas. Hannah firmó el recibo, consciente de que se trataba de un gesto de cara a la galería. En realidad, todo lo que Judd había hecho aquella mañana había sido de cara a la galería, como si quisiera mostrar a todo el mundo de qué manera esperaba que trataran a su esposa… ¿Pero por qué? ¿Y por qué ahora, cuando debería estar descansando en la cama?
Recordó el cable que había enviado a la agencia de detectives para dar por terminado su contracto. Sí, Judd sabía algo. Y antes de decírselo, la estaba preparando para ello. La sospecha de lo que podía ser le provocó un escalofrío.
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