Novia prestada - En la batalla y en el amor. Elizabeth Lane

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Novia prestada - En la batalla y en el amor - Elizabeth Lane Ómnibus Harlequin Internacional

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pasaría un momento a ver a Judd. Seguramente estaría dormido. Dejaría que siguiera descansando, pero no por mucho tiempo. Sabía de gente con heridas en la cabeza que se había dormido para no despertarse jamás.

      Subió apresurada las escaleras. La puerta del dormitorio de Judd estaba cerrada. Por un instante se sintió tentada de abrirla y entrar. Pero lo primero era lo primero: cambiarse el vestido, lavarse un poco y arreglarse el pelo sólo le llevaría unos minutos.

      La puerta del dormitorio principal estaba entreabierta. Entró y se dirigió al armario. Al principio apenas pudo distinguir nada: todo estaba medio a oscuras. Los pesados cortinajes, que ella misma había descorrido, volvían a estar corridos. Debía de haber sido Gretel; tomó nota mental de hablarlo con ella cuando tuviera oportunidad.

      Distraída en sus reflexiones, intentó desabrocharse los botones de la espalda del vestido. Eran diminutos y muy incómodos de manipular. Peor aún: en los arañazos que se había hecho con el alambre de espino, la sangre seca le había pegado el tejido a la piel. De repente un botón se le saltó y cayó al suelo.

      —Vaya….

      —¿Necesitas ayuda?

      La profunda voz que oyó a su espada le robó el aliento. Se giró en redondo para ver a Judd tumbado en la cama, medio oculto por las sombras, con unos mullidos almohadones de plumas debajo de la cabeza vendada. Transcurrieron unos segundos hasta que logró encontrar la voz:

      —¿Qué estás haciendo aquí?

      —Intentando comportarme, y tú no me estás ayudando en nada —replicó con tono irónico—. Te advierto que no fue idea mía que me trajeran aquí. Los hombres que me subieron dieron por hecho que ésta seguía siendo mi habitación. Y evidentemente también el doctor.

      —¿No se lo dijiste?

      —¿Decirles que no me acuesto con mi mujer? Eso habría sido dar pasto a rumores, ¿no te parece? —suspiró—. Siéntate aquí, Hannah, para que pueda ayudarte con esos botones. Créeme que conmigo no corres ningún peligro.

      Hannah vaciló, pero solamente por una fracción de segundo. Necesitaba ayuda, y Judd tenía razón: en su compañía no corría peligro alguno. Pero entonces… ¿por qué le palpitaba tanto el corazón mientras se acercaba a la cama?

      Se sentó en la cama, de espaldas a él. Enseguida sintió el áspero roce de sus dedos en la piel.

      —¿Puedes? ¿No te duelen las manos?

      —Estoy bien. Y quédate quieta. Tengo alguna experiencia con estas cosas.

      El comentario la hizo ruborizarse. Sabía tan pocas cosas de aquel hombre… ¿Habría querido decirle que sabía cómo hacer el amor a una mujer? Se ruborizó aún más.

      Era como si se hubiera tragado la lengua. Se esforzó por formular las palabras, pensando en sacar un tema que llevaba algún tiempo preocupándole.

      —Eh… volviendo a lo de antes… creo que hay algo de lo que deberíamos hablar, Judd.

      —¿De qué se trata? —tenía la voz algo pastosa, probablemente por el efecto del whisky. Le había abierto el vestido hasta media espalda, deteniéndose en el borde de la camisola. En ese momento le estaba separando delicadamente la tela de la piel.

      —Es algo complicado. Me preocupa lo que pueda decir la gente de nosotros.

      —Soy todo oídos.

      Le deslizó un dedo por la columna, entre los omóplatos. Hannah hizo todo lo posible por ignorar la sensación. Aquel hombre no estaba bien, y por tanto no era responsable de sus actos. Pero ella sí.

      —Nuestras familias saben que no estamos viviendo como marido y mujer. Gretel también. E imagino que el doctor Fitzroy ya lo habrá adivinado. Pero… ¿y si se enteran todos los demás… incluidos los hombres que te han acostado en esta cama?

      —¿Qué pasa con ellos? —acarició con los dedos toda la fila de botones, cerca de su cintura.

      —¿No crees que deberíamos decírselo?

      —¿Por qué? No es asunto suyo.

      —¿Pero entonces no sería mejor que pensaran que nosotros…?

      —¿Que dormimos en la misma cama? ¿Es eso lo que quieres que piensen?

      Hannah bajó la mirada a su alianza de oro.

      —Supongo que eso podría reducir los rumores. Estamos casados, al fin y al cabo. Pero a la gente le gusta hablar. Por eso necesito saber lo que piensas decirles.

      —Ni una maldita palabra. Lo que suceda o deje de suceder en esta habitación sólo es asunto nuestro… y quizá también de Quint, esté donde esté. Cuanto menos sepan los demás, mejor.

      —Y cuando ya no pueda esconder lo del bebé…. ¿qué pasará?

      —Quizá para entonces haya vuelto Quint —terminó de desabrocharle los dos últimos botones—. Suceda lo que suceda, Hannah, la gente hablará. Lo mejor que podemos hacer es mantener la cabeza bien alta y aguantar. Tarde o temprano el escándalo se acallará: en cuanto encuentren un tema nuevo del que hablar.

      —Ya —Hannah se levantó de la cama y se alejó, consciente de que llevaba la espalda del vestido abierto. Podía sentir su mirada clavada en ella mientras abría el armario. Parcialmente oculta por la puerta abierta, se lo deslizó por los hombros y lo dejó caer al suelo. Escogió apresuradamente un vestido tejido de color azul, abrochado al frente.

      Mientras Hannah se lavaba la cara y se arreglaba el pelo, Judd no dejó de observarla en silencio. Estaba lidiando con un pasador especialmente difícil cuando por fin se decidió a hablar.

      —Cuando aceptaste casarte conmigo, me prometí a mí mismo que te trataría como a una hermana. La gente que piense o diga lo que quiera: eso es lo que pretendo hacer.

      —Está bien, Judd —se volvió hacia él—. Pero dado que ahora formo parte de la familia… ¿por qué no me contaste lo de tu madre? He tenido que enterarme por el doctor Fitzroy.

      El dolor se dibujó claramente en su rostro magullado.

      —Quería decírtelo, Hannah. Ciertamente tenías derecho a saberlo. Sólo estaba esperando el momento adecuado.

      —¿Es por eso por lo que te has casado conmigo… por tu madre? ¿Para darle la alegría de un nieto antes de morir? —no era lo que había pretendido decirle. Sus pensamientos se habían traducido directamente en palabras.

      —Sí, por mi madre. Y por el bebé. Y por Quint. Y quizá incluso por ti.

      —¡Pero no por ti! —las palabras brotaron antes de que pudiera evitarlo—. Para ti esto ha sido un sacrificio… ¡una expiación por lo que le pasó a tu padre! ¡Te crees tan noble, Judd Seavers! ¿Pero qué pasa conmigo? ¿Crees que yo no tengo sentimientos? ¿Que no tengo orgullo?

      —Hannah… —intentó incorporarse, pero volvió a caer sobre los almohadones con un gruñido de dolor.

      Incapaz de mirarlo, se volvió y corrió hacia las escaleras. Las palabras que acababa de pronunciar habían

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