Novia prestada - En la batalla y en el amor. Elizabeth Lane
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Si se atreviera a plantearle a Judd el asunto… Pero él ya había sido más que generoso con ella. ¿Cómo podía pedirle más ayuda?
No había puerta en la alambrada de los Seavers. Con el tiempo, Quint y ella se habían acostumbrado a pasar entre el alambre de espino. Después de pisar el alambre inferior y de levantar cuidadosamente el superior, se recogió las faldas y se agachó para pasar. Justo en ese momento sucedió algo increíble. Una culebra de campo, inofensiva pero larga como un brazo, surgió de entre la hierba y se acercó a su pie.
No era la primera vez que Hannah veía una culebra, pero aquélla la asustó. Instintivamente dio un grito y saltó hacia atrás. Demasiado tarde oyó el sonido de la tela al rasgarse y sintió el arañazo del alambre de espino. Acaba de estropear su nuevo vestido, comprado con el dinero de los Seavers.
Poco a poco se desenganchó y pasó al otro lado. Los arañazos de la espalda no eran profundos, pero estaba sangrando. La falda estaba desgarrada. ¡Qué desastre! ¡Edna Seavers le soltaría la mayor reprimenda de su vida!
Cabizbaja, continuó andando por el sendero. Lavaría el vestido y procuraría arreglarlo lo mejor que pudiera. Pero nunca volvería a estar como antes. Peor que el destrozo era pensar en lo desagradecida que quedaría ante los ojos de Edna. La señora había sido lo suficientemente generosa como para comprarle un bonito vestido… y ella lo había roto.
La gran casa se levantaba a los lejos, blanca y brillante como la puerta de un cielo donde tendría que responder por sus pecados. Se enfrentaría al castigo que merecía con valentía y resignación. Era lo menos que podía hacer.
Al acercarse a la casa, se dio cuenta de que algo había sucedido. Hombres y caballos se arremolinaban en el corral. Reconoció la carreta que había partido para las montañas. El corazón le dio un vuelco. Los hombres habían vuelto. Y Judd entre ellos.
Sin preocuparse del vestido roto y de la sangre que le corría por la espalda, echó a correr.
Sólo cuando llegó a la puerta trasera y entró en el patio, se dio cuenta de que los hombres estaban sacando algo de la carreta: una camilla improvisada con dos ramas y una manta de lana. Tumbada, la figura de un hombre.
Hannah recorrió con la mirada la fila de rostros, buscando el único que no estaba. Se le cerró la garganta como si la estrangularan unas manos invisibles.
El hombre de la camilla gimió. Y Hannah se volvió para mirarlo. Judd tenía la ropa llena de sangre. Todo él estaba lleno de golpes, arañazos, cortes. Vio que abría los párpados hinchados.
—Hola, Hannah… siento no estar muy presentable… —cerró los ojos y volvió a desvanecerse.
Hannah se volvió entonces hacia un joven vaquero, el que tenía más cerca.
—¡Tú! ¡Monta en seguida y ve a buscar al médico! ¡Date prisa! Los demás, metedlo dentro. Ya me contaréis luego lo que ha pasado.
La madre de Judd había salido al porche con su bastón. Estaba blanca como la cera. Permanecía tiesa como una vara, apretando los labios. Quint le había contado a Hannah que su padre había muerto en una estampida de ganado, y que los hombres le habían entregado su cuerpo destrozado. En aquel preciso instante, la pobre mujer debía de estar reviviendo aquella antigua pesadilla.
—¡No, señora Seavers! —gritó Hannah, corriendo hacia el porche—. ¡Judd está vivo! ¡Sólo está herido, no se va a morir!
Edna le dio la espalda y entró en la casa. Un instante después, Hannah oyó el portazo que dio al encerrarse en su habitación.
El joven vaquero había ensillado un caballo y salía ya disparado hacia la puerta del rancho. Hannah se volvió de nuevo hacia los hombres que portaban la camilla: no estaba acostumbrada a mandar, pero alguien tenía que tomar las decisiones, y rápido.
—Llevadlo al comedor y poned la camilla sobre la mesa. Si el doctor necesita operarlo, ése será el mejor lugar. Ya lo acostaremos después.
Al Macklin, el capataz, le lanzó una mirada llena de respeto.
—Buena idea. Ya habéis oído a la señora, chicos. Mantenedlo bien horizontal. Despacio…
Judd apretó la mandíbula mientras los hombres subían la camilla al porche. Sufría horribles dolores, pero se esforzaba por no demostrarlo. Hannah le agarró una mano por debajo de la manta que le cubría.
—Creo que tiene algunas costillas rotas… y el cielo sabe qué más —dijo Al en voz baja—. Pero después de lo que le ha pasado, señora, su marido tiene suerte de seguir vivo —con unas pocas frases, la puso al tanto de lo ocurrido—. Salvó al ternero. El viaje en carreta debió ser un infierno para él. Pero Judd Seavers las ha pasado peores. Es un tipo duro.
—Sí —Hannah le apretó la mano con fuerza—. Ya lo sé.
Entraron al comedor, apartaron las sillas e instalaron la camilla sobre la mesa cubierta por el mantel de lino. Las ramas rasgarían la tela y arañarían la madera de caoba, pero no importaba.
Macklin despidió a los hombres.
—Hicimos todo lo que pudimos para traerlo aquí. Supongo que podrá encargarse usted de él hasta que llegue el médico. Un poco de whisky le aliviará el dolor —antes de abandonar el salón, se volvió hacia ella—. No se tome a mal lo de Edna. Ayudaría si fuera capaz de hacerlo, pero no es una mujer fuerte.
—Gracias —se concentró en Judd. Tenía los ojos cerrados y le costaba respirar. Ella no era médico. Y tampoco tenía experiencia en heridas graves.
Pero tenía que hacerlo. Si el doctor estaba ocupado con algún paciente, o atendiendo a alguna mujer de parto, tardaría horas en llegar. Buscaría a Gretel: sí, eso sí que sería inteligente. Había cuidado de Edna durante años. Seguro que tendría alguna experiencia como enfermera.
Corrió a la cocina: no había nadie. El delantal de Gretel estaba colgado de su percha de costumbre. No estaba su gran bolso de rafia: sólo entonces recordó que era el día en que solía bajar al pueblo. Tenía una amiga allí, otra alemana. Quint le había comentado que solían pasar la tarde bordando y jugando a las cartas. Si Gretel había ido a visitarla, seguro que volvería tarde.
Volvió con Judd y se inclinó sobre él. Tenía la cara magullada y el pelo lleno de sangre y de barro. En ese momento sólo la tenía a ella. Su ayuda tal vez no fuera de mucho valor, pero al menos podría limpiarlo y conseguir que estuviera más cómodo hasta que llegara el médico.
—Judd, ¿puedes oírme? —le acarició una mejilla.
Haciendo un gran esfuerzo, abrió los ojos.
—Así que… ¿soy el plato principal?
Por un instante, Hannah pensó que debía de estar delirando. Hasta que se dio cuenta de que era una broma por el hecho de estar acostado en la mesa.
—Les dije a los hombres que te pusieran aquí para que el médico pudiera examinarte mejor. Pero hasta que llegue, tendrás que soportarme a mí… Dime dónde te duele.
—Por todo el cuerpo —murmuró—. Pero que no se te ocurra prepararme el funeral. No pienso convertirte en la