Novia prestada - En la batalla y en el amor. Elizabeth Lane

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Novia prestada - En la batalla y en el amor - Elizabeth Lane Ómnibus Harlequin Internacional

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se volvió hacia el extremo más alejado del arroyo, donde la tierra había cedido para formar un empinado barranco. El ternero debía de haberse despeñado.

      Atravesó la llanura al galope. No había nadie cerca, así que tendría que encargarse él del ternero. Sólo esperaba que no se viera en la necesidad de tener que matarlo, si acaso estaba herido y no tenía cura.

      Una vez al borde del barranco, desmontó. Desde algún lugar del fondo, el ternero seguía mugiendo lastimosamente. Y ahora se le había unido la madre, que echaba de menos a su pequeño. Maldiciendo entre dientes, sacó su revólver y disparó tres tiros al aire. Era la señal convenida para pedir ayuda a sus hombres. El ternero de cuatro meses pesaría tanto como un hombre adulto y estaría enloquecido de miedo. Si tenía que descender por aquel barranco para intentar salvarlo, era mejor que lo supieran los demás.

      Tumbándose sobre el borde, se estiró todo lo posible. Ahora sí que podía ver al ternero. Un pino había detenido su caída ladera abajo. Desde allí había sus buenos quince metros hasta el fondo del barranco.

      El animal se retorcía impotente. En cualquier momento podría liberarse, o romperse alguna rama del pino, con lo que el animal se precipitaría a una muerte segura. No había tiempo para esperar ayuda. Tenía que lanzarle una cuerda ya.

      Corrió a su caballo y recogió el lazo trenzado que llevaba en la silla. Mientras lo desenrollaba, buscó con la mirada un lugar donde asegurarlo. En el arroyo no había más que unos pocos árboles jóvenes. Sólo una roca redonda, arrastrada hasta allí por algún alud de invierno, parecía lo suficientemente sólida como para resistir el peso del ternero.

      Aseguró la cuerda a la roca con dos vueltas y un nudo de seguridad. Luego, con el lazo en la mano, regresó al borde del barranco.

      El ternero seguía allí, mugiendo de terror. Judd lo enlazó con facilidad, pero sabía que eso no sería suficiente. El peso del animal tirando de la cuerda provocaría su estrangulamiento. Necesitaba lanzarle una segunda cuerda alrededor del cuerpo. Y para eso tendría que bajar por el barranco.

      Suspiró de alivio cuando oyó un grito seguido del galope de un caballo. Era Al Macklin, el capataz. En seguida se hizo cargo de la situación: lanzó a Judd una segunda cuerda y aseguró el otro extremo a su silla.

      Judd se enrolló el lazo a la cintura, dejando cuerda suficiente para atar al ternero.

      —Aguántala —le dijo al viejo capataz—. Cuando lo tenga atado, te aviso.

      —Lleva cuidado.

      Judd empezó a descender. La grava cedía bajo sus botas. Una lluvia de guijarros cayó al fondo del barranco. Procuró no mirar hacia abajo.

      El animal se revolvía de terror, apretándose el lazo en torno al cuello. Sin tiempo que perder, Judd se colgó de la segunda cuerda y se columpió para alcanzarlo por detrás. Mientras hacía un lazo con el otro extremo y apretaba el nudo, no pudo evitar que el ternero le coceara las costillas.

      Desde donde estaba, oyó llegar a las demás.

      —¡Listo! —gritó—. ¡Súbenos!

      El nudo que acababa de hacer se tensó, impidiendo que el animal se estrangulara y tirando de él al mismo tiempo.

      Pero entonces el suelo se hundió bajo sus pies. El ternero soltó un mugido de terror mientras la grava se deshacía. Judd tuvo la sensación de que la cuerda le partía el cuerpo en dos. Y de repente todo se volvió negro.

      Seis

      Hannah caminaba encorvada por los campos, como aplastada por el sol de la tarde en un cielo sin nubes. No soplaba la menor brisa. Incluso los insectos habían callado.

      La visita a su familia la había deprimido. Los pequeños se habían quedado mirando cohibidos su ropa lujosa, como si fuera una desconocida. Su padre había murmurado un simple saludo antes de retirarse al chiquero para reparar unas tablas. Su madre, ocupada con la colada, había rechazado su oferta de ayuda:

      —Por el amor de Dios, no puedo consentir que te estropees ese precioso vestido.

      La frase le había dolido. Hannah se habría puesto con gusto uno de sus viejos vestidos para visitar a su familia, pero Edna se los había dado a Gretel para que hiciera trapos con ellos. Aquella ropa nueva era lo único que tenía.

      Sólo Annie había parecido verdaderamente contenta de verla. Mientras batía la mantequilla en el porche, la había acribillado a preguntas sobre su nueva vida. ¿Cómo era su habitación? ¿Qué tal era la comida? ¿Cómo había conseguido ese nuevo vestido? Y, finalmente… ¿cómo era estar casada con Judd Seavers? Solamente aquella última pregunta le había resultado difícil de contestar.

      —Lleva fuera dos semanas, con el ganado. Pero, hasta el momento, es más un hermano que un marido.

      Se interrumpió, intentando encontrar las palabras más adecuadas. Fiel a su palabra, Judd no le había puesto una mano encima. Pero sus sentimientos por él distaban de ser fraternales. La oscuridad de su alma la asustaba y fascinaba a la vez.

      —Es incómodo… tanto para él como para mí, creo. Ambos necesitamos tiempo para acostumbrarnos a la situación. Quizá por eso se ha ido a las montañas.

      —¿No lo echas de menos?

      La pregunta de Annie la había sorprendido. Echaba de menos a Judd, incluso más de lo que le habría gustado admitir. Él era el único de la casa Seavers que la trataba como si su presencia allí le importara realmente.

      —Sí, me siento un poco sola —había replicado—. ¿Por qué no vas a visitarme? Serías bien recibida en cualquier momento.

      —¿Bien recibida? ¡Me sorprendería que la vieja Edna no me echara con una horca!

      —Yo soy un miembro de la familia, no una prisionera. Puedo recibir visitas cuando quieras. Si la señora Seavers te pone nerviosa, podemos hablar en mi habitación o salir a dar un paseo. Pero me encantaría que vinieras a tomar el té de las cinco. ¡Gretel hace unas tartas de limón que se te deshacen en la boca!

      Annie se la había quedado mirando horrorizada.

      —¿El té de las cinco? ¡Oh, Hannah, yo nunca sería lo suficientemente fina para eso!

      La comida había sido otro desastre. La madre de Hannah le había hecho un hueco en la mesa. Pero cuando Hannah lanzó una furtiva mirada al guiso, vio que apenas había suficiente para todos. Reunirse con su familia había significado quitarles la comida de la boca.

      Pretextando un dolor de estómago, había dado un beso a todos y se había marchado. La próxima vez que volviera, les prometió, no lo haría con las manos vacías. Al fin y al cabo, Judd le había asegurado que podía hacer uso de su pensión para comprar regalos a la familia.

      Pero se necesitaría algo más que unos cuantos regalos para sacar a los Gustavson de su miseria.

      Cuando llegó a la alambrada que separaba las dos propiedades, Hannah se volvió para contemplar el lugar que durante diecinueve años había llamado su hogar. El tejado estaba medio hundido y las paredes de troncos sin desbastar apenas protegían el interior del viento de invierno. La granja producía apenas lo suficiente para dar de comer a su familia.

      ¿Cómo

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