Novia prestada - En la batalla y en el amor. Elizabeth Lane
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Hannah imitó los movimientos de los dedos de ardilla de Edna, colocando la galleta sobre el platillo de plata que estaba al lado de su plato.
—Y ahora, con el cuchillo de la mantequilla…
Edna cortó una punta de mantequilla y la dejó cuidadosamente en el borde del platillo. Luego partió un pedazo pequeño de galleta, untó una minúscula cantidad de mantequilla y se llevó el diminuto bocado cuidadosamente a la boca.
Todo el proceso le pareció a Hannah lo más absurdo y menos práctico del mundo. A la gente que comía de esa manera evidentemente le sobraba tiempo que perder.
—Y ahora, hazlo tú para que yo te vea —Edna se recostó en la silla mientras clavaba en Hannah su mirada de halcón.
Le temblaron las manos mientras untaba de mantequilla el minúsculo pedazo de galleta. Se disponía a llevárselo a la boca cuando escapó de entre sus dedos y cayó sobre el inmaculado mantel de lino.
—Oh… —Hannah se apresuró a recogerlo y comérselo, esperando que Edna no viera la mancha de grasa que había dejado la mantequilla.
La había visto, por supuesto. La mujer arqueó una fina ceja y se puso a tamborilear con los dedos sobre la mesa.
—Que una mujer tan torpe y estúpida haya conseguido encandilar a un hijo mío es algo que escapa a mi comprensión. Repítelo, niña, y esta vez… ¡hazlo bien!
A esas alturas, los nervios de Hannah estaban tan alterados que apenas pudo sostener el cuchillo: se le escapó de la mano y cayó con un estrépito al suelo. Sólo la llegada de Gretel con el té la libró de una reprimenda.
Hannah se obligó a conservar la paciencia mientras Gretel le llevaba otro cuchillo. Edna le estaba enseñando a comportarse como una Seavers. Apretaría los dientes y aprendería todo lo que pudiera.
Estudió la manera en que su suegra tomaba el té e imitó todos sus movimientos. Poco a poco, consiguió superar los siguientes minutos sin cometer ninguna incorrección. Sí, estaba aprendiendo. Y el té de menta le estaba sentando bien. Fue incluso capaz de probar los huevos revueltos.
—He avisado a una modista para que te haga ropa nueva —dijo Edna—. Evidentemente no puedes pasearte por ahí con esos harapos que has traído de tu casa. Cualquiera diría que te has pasado los diez últimos años enganchada a una mula… ¡algo que, por cierto, es bien posible!
A pesar de su resolución, aquello le afectó. Después de todo, sus padres habían hecho todo lo posible para que sus hijos fueran bien vestidos.
—No todo el mundo puede permitirse bonitos vestidos, señora Seavers. Dado que no pienso asistir a ningún baile de gala, seguiré con la ropa que llevo puesta.
—¡Absurdo! ¡La gente te verá! ¿Qué pensarán de mí si dejo que mi nuera vista como una pilluela? Priscilla Hastings es la mejor modista de todo el condado. También es una excelente peluquera —miró ceñuda la gruesa trenza que Hannah se había hecho apresuradamente—. ¡Qué desgracia de pelo! ¡He visto colas de caballo mejor cepilladas que tu melena!
—No necesita usted…
—Ni una palabra más, jovencita —Edna se levantó temblorosa y recogió su bastón—. Tú querías ser una Seavers, y te las has arreglado para conseguirlo. Pues bien… ¡ahora parecerás y te comportarás como una Seavers, y no como la hija de un sucio e ignorante granjero noruego!
Hannah levantó bruscamente la cabeza. Que criticara su ropa y sus maneras era una cosa. Pero que insultara a su familia era algo completamente distinto.
—¡Mis padres son gente honrada y trabajadora! —le espetó—. No me importa quién se crea que es, señora Seavers. ¡No consentiré que hable de mi familia en ese tono!
Edna ya había llegado al umbral de la puerta. Volviéndose, arqueó una ceja con desdén.
—Bueno, por lo menos tienes agallas, niña. Puede que lo tuyo tenga solución. Tengo que escribir unas cartas. Priscilla estará aquí a las diez. Dile a Gretel que me avise cuando llegue.
El bastón de Edna resonó lúgubre en el suelo de madera mientras se alejaba hacia su habitación. Hannah permaneció sentada a la mesa, temblando. Estaba haciendo todo lo posible por llevarse bien con su suegra. Pero al parecer ella estaba decidida a humillarla de todas las maneras posibles.
Maldijo a Judd… ¿cómo podía haberse largado a las montañas, dejándola allí sola con aquella mujer? O quizá ése había sido el plan… Juntarlas a las dos y luego quitarse de en medio. Si eso era lo que había pretendido, ¡iban a tener algo más que palabras cuando volviera a casa!
Gretel abrió la doble puerta que separaba el comedor de la cocina. Entrecerrando los ojos, miró primero la mesa y luego a Hannah.
—¿Ha terminado ya, señorita?
La servilleta se le cayó al suelo mientras se levantaba.
—Ya he terminado, gracias —respondió, luchando contra las lágrimas—. Y no me llamo «señorita». Mi nombre es Hannah. O, si prefiere las formalidades, soy la señora Seavers. Señora de Judd Seavers —y abandonó apresurada la habitación.
Cuando la calesa de la señora Priscilla Hastings se detuvo ante la casa de los Seavers, Hannah ya había recuperado la compostura. Después de salir a dar otro paseo con el perro, había regresado a tiempo de lavarse bien la cara para que no se le notara que había llorado y de desenredarse bien el pelo.
Pensó que estaría lista y preparada para lo que pudiera suceder. Pero cuando, de pie ante la ventana de su dormitorio, vio a la elegante modista descender de la calesa, se le volvió a encoger el corazón. Consciente de que se llevaría una reprimenda si no bajaba pronto, estaba esperando en el salón cuando Edna entró con la modista. Priscilla Hastings, viuda, de unos cuarenta y tantos años, era una mujer rellenita, de generoso pecho, mejillas sonrosadas y pelo gris primorosamente peinado. Hannah se había preparado para que le cayera mal, pero inmediatamente cayó rendida ante su simpatía.
—Creo haberte visto por el pueblo, Hannah… sí, camino de la estación con alguna carta, si mal no recuerdo. Bueno, no importa, empecemos ya.
Sentándose en una otomana, abrió el gran bolso que llevaba. Dentro había varias revistas del Harper’s Bazaar, un maletín guateado lleno de retales de tela, una cinta de medir, tijeras, un cuaderno de notas y un acerico lleno de alfileres.
—Necesitarás algo para salir, por supuesto, y varios vestidos para casa —le dijo, hojeando una revista—. Te he señalado algunos estilos que podrían venirte bien.
Hannah lanzó una mirada aterrada a Edna, que se había instalado en su mecedora. Seguro que tenía que saber que, de allí a dos meses, ninguno de aquellos vestidos le valdrían. ¿Por qué entonces no decía nada?
Edna hizo un gesto casi imperceptible con la cabeza, y Priscilla sonrió.
—Creo que vas a tener un bebé. Te haré los vestidos con dobles costuras para que podamos agrandarlos quitando unos pocos pespuntes. Cuando tengas el bebé, volveré y los arreglaremos otra vez. No te preocupes, que no diré nada: soy una mujer muy discreta. ¿Cuánto tiempo crees que duraría en este trabajo si fuera por ahí contando cuentos en cada casa? Y ahora echa