Novia prestada - En la batalla y en el amor. Elizabeth Lane
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En cuanto a las cartas que le había escrito fielmente y llevado al pueblo cada semana, podían estar en cualquier parte, perdidas en cualquier punto entre Colorado y el helado norte. Sólo podía rezar para que aquella última llegara a sus manos y él volviera a casa.
El primer mes, cuando tuvo una falta, no le había dado mayor importancia: sus reglas siempre habían sido irregulares. Pero cuando la falta se repitió en el segundo, un secreto temor empezó a corroerla por dentro. La última semana, cuando empezó a devolver por las mañanas, toda duda quedó despejada. Después de haber visto a su madre pasar seis embarazos, conocía los síntomas demasiado bien.
Hasta el momento se las había arreglado para disimular su estado a su familia. Pero su madre no tardaría en descubrirlo. Otro par de meses y el pueblo entero sabría lo que Quint y ella habían estado haciendo en la oscuridad del granero aquella tarde. Rasgó la página del cuaderno, la arrugó y empezó de nuevo.
Querido Quint,
Tengo algo importante que decirte…
El nudo que sentía en el estómago se cerró aún más. Quint había estado tan entusiasmado con su gran aventura…. La noticia lo dejaría destrozado. Era posible que incluso le echara la culpa a ella. Seguramente entendería que su deber no era otro que volver y casarse, pero no se sentiría nada contento con la perspectiva. Quint se le había quejado de la carga que suponía llevar el rancho y tener que soportar a su quejumbrosa madre. Por mucho que afirmara quererla, Hannah sabía que se sentiría atrapado con una esposa y un hijo…
Pero, a largo plazo, ni los sentimientos de Quint ni los de ella misma importaban. Un bebé estaba en camino: un espíritu inocente que se merecía una madre, un padre y un buen nombre. Un nombre honrado. Haría lo que tenía que hacer, y Quint también. No era el mejor principio para un matrimonio, pero llevaban años amándose. Si Dios lo quería, serían felices.
Si pudiera conseguir su palabra… Empuñando el lápiz, se inclinó sobre su cuaderno.
Vamos a tener un hijo, querido mío. Nacerá para diciembre. Sé lo mucho que quieres hacer fortuna en Alaska. Pero ahora tenemos que pensar en el bebé. Tienes que volver a casa para que nos casemos, cuanto antes mejor.
Cuando terminó la carta, tenía la vista nublada por las lágrimas. Dobló la hoja de papel y se la metió en un bolsillo del delantal. Acarició las monedas que allí guardaba y que había logrado ahorrar para comprar un sobre y un sello de correos.
Todas sus esperanzas y oraciones viajarían en aquella carta. De alguna manera tendría que conseguir llegar a Alaska, hasta donde estaba Quint. No podía ser de otra manera.
6 de junio de 1899
Judd llevaba cabalgando desde el amanecer, revisando los puntos sensibles del cercado por donde una vaca podía escaparse o herirse con el alambre de espino. Ya era mediodía y el sol ardía al rojo vivo. Estaba fatigado, sudoroso, con la garganta seca como papel de lija. Pero tenía que admitir que disfrutaba trabajando. Cualquier cosa era mejor que estar tendido en aquel horrible hospital, escuchando los gemidos de hombres que no volverían a sus casas más que dentro de una caja de pino.
Al llegar al abrevadero, desmontó. Mientras bebía el caballo, llenó su sombrero Stetson de agua y se la echó por la cabeza. En raros momentos como aquél, casi se alegraba de volver a sentirse vivo. Pero la sensación nunca duraba. Quizá su cuerpo se estuviera curando, pero la oscuridad de su alma lo acechaba como un pozo de arenas movedizas.
Echándose el pelo hacia atrás, contempló el extenso pastizal que separaba el rancho de los Seavers de la granja Gustavson. A lo lejos distinguió a alguien moviéndose: una mancha azul en el aire trémulo, acercándose. Se le hizo un nudo en la garganta al recordar a la chica Gustavson, la novia de Quint, corriendo por el andén detrás del tren en marcha.
No había vuelto a verla desde aquella mañana. Ni tampoco había vuelto a saber de Quint. Quizá la chica había recibido alguna noticia y quería compartirla con él. Esperó, observándola. Mientras la veía acercarse, se llevó una decepción: no era Hannah, sino la madre de los Gustavson. Caminaba pesada, cansinamente, como si cargara un invisible peso sobre los hombros.
Para cuando Judd terminó de desensillar el caballo, la señora Gustavson ya había llegado a la puerta principal. Recordando sus buenas maneras, salió a recibirla con la intención de acompañarla hasta la puerta. Incluso desde lejos pudo advertir su expresión de angustia. Estaba llorando, De cuando en cuando se limpiaba con un viejo trapo que le servía de pañuelo.
Al ver a Judd, se irguió, alzó la barbilla y se guardó el trapo en un bolsillo de su raído vestido. En su juventud, debía de haber sido tan bella como su hija. Pero dos décadas de pobreza, de trabajo agotador y de constante cuidado de sus pequeños le habían pasado factura. Cualquier rasgo de belleza que había poseído se había gastado, descubriendo un fondo de orgullosa dureza escandinava. Por muy pobre que fuera, Mary Gustavson era una mujer con la que había que contar.
—Buenos días, señora Gustavson.
—Judd —asintió secamente con la cabeza. Sus ojos, enrojecidos por las lágrimas, eran de un azul algo más claro que los de su hija—. Supongo que tu madre estará en casa.
—Sí. Suele tomar el té en el salón a esta hora. La acompaño hasta la puerta.
Le ofreció su brazo, pero la mujer ignoró el gesto. Sus ojos estaban clavados en la gran casa de dos plantas, con sus contraventanas blancas y su porche de estilo victoriano. El padre de Judd la había levantado quince años atrás. El verano siguiente, cuando su familia no llevaba más que un año instalada, una estampida de ganado acabó con su vida. Al conocer la noticia, su esposa sufrió un ataque de apoplejía que la dejó inválida.
Durante los años siguientes, Edna Seavers convirtió aquella casa en un mausoleo para vivos. Judd no podía culpar a Quint de haber querido escapar de allí: él mismo había pensado en marcharse. Pero aquél era su hogar. Lo necesitaban allí, especialmente en aquellos momentos. Y además, no tenía ningún otro refugio cuando lo acometían las pesadillas.
—¿Ha recibido su hija alguna noticia de Quint? —le preguntó mientras subían los escalones del porche.
Mary Gustavson no respondió. Estaba tensa, rígida. Su cara había adquirido la estoica expresión de un soldado marchando hacia la batalla. Judd le abrió la puerta, pero ella le apartó la mano, empuñó el pomo y lo hizo girar enérgicamente tres veces, como para anunciar su presencia.
El suelo de madera del vestíbulo crujió bajo el peso de unos pasos. Se abrió la puerta del fondo y apareció una mujer alta y robusta. Gretel Schmidt llevaba cuidando de Edna desde que sufrió su ataque. También se ocupaba de la cocina y del resto de tareas domésticas. Judd valoraba sus servicios y le pagaba lo suficiente para que no cambiara de trabajo.
—Gretel, la señora Gustavson ha venido a ver mi madre. Supongo que estará en el salón.
—Por aquí.
Gretel la guió por el pasillo. Judd se disponía a salir cuando de repente vaciló. Mary Gustavson no había ido allí por una simple visita de cortesía: algo marchaba mal. Si estaba relacionado con su familia, lo mejor que podía hacer era quedarse. Después de colgar su sombrero en el perchero de detrás de la puerta, siguió a las dos mujeres hasta el salón.
Los altos ventanales del salón daban al este, ofreciendo una espectacular vista de las montañas.