Novia prestada - En la batalla y en el amor. Elizabeth Lane
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—Yo tampoco —bajó los escalones hacia el patio.
Su madre había sugerido que hablaran en el porche, pero Hannah parecía demasiado inquieta para permanecer en un solo lugar. Y él también.
—¿Crees que estará bien?
—Tenemos la esperanza de que sí. Alaska es muy grande. Si Quint ha llegado a los campos mineros, seguro que no le resultará fácil enviar cartas, ni recibirlas.
—Yo le he escrito todas las semanas —le tembló la voz, como si estuviera a punto de llorar.
—Y nuestra madre. Yo también le he escrito algunas cartas. Tendrá montones de ellas esperándolo cuando llegue a Skagway.
Caminaron unos cuantos metros en silencio, hacia el corral donde dos vacas de triste aspecto dormitaban bajo el techado del cobertizo.
—Dijiste que querías hablar conmigo, Judd.
—Sí —era una de las cosas más difíciles que había hecho nunca—. Quiero hacerte una oferta, Hannah. Quizá no valga mucho, pero escúchame al menos.
Se volvió para mirarlo.
—De acuerdo. Te escucho.
—Bien —aspiró profundamente, obligándose a sostenerle la mirada—. Hoy tu madre nos hizo una visita. Nos contó lo de tu bebé.
Hannah se tambaleó como si hubiera recibido un golpe en el estómago. Se apoyó en la valla del corral con una mano, sintiendo una ligera náusea. Había querido mantener el secreto durante el mayor tiempo posible. Pero su madre lo había compartido con las dos últimas personas a las que se lo habría confesado.
—No tienes que convencerme de que el bebé es de Quint —dijo Judd—. Después de haberos visto juntos a los dos durante tanto tiempo, no tengo ninguna duda. La pregunta es: ¿qué vamos a hacer ahora?
—¿Vamos? ¿Desde cuándo esto se ha convertido en un problema tuyo, Judd?
—Desde que me enteré de que llevabas en tus entrañas un hijo de mi hermano. Carne de mi carne y sangre de mi sangre.
Maldijo de nuevo para sus adentros: iba a hacerla llorar. Pero Hannah procuró dominarse.
—Yo le he escrito a Quint contándole lo del bebé. Le he escrito un montón de veces. Seguro que, una vez que reciba mis cartas, tomará el próximo barco de vuelta a casa.
—¿Pero las recibirá? ¿Y cuánto tardará en volver? Si sigue en el Klondike para cuando llegue el invierno, quizá no pueda hacerlo hasta la primavera.
A Hannah se le encogió el corazón.
—El bebé podría nacer antes de que Quint volviera a casa.
—Sin un padre que lo reconozca y sin apellido.
Un halcón nocturno planeó en la oscuridad, con la luz de la luna reflejándose en el blanco de sus alas. El caballo que Judd había atado a la valla se removió inquieto. Hannah se quedó mirando a aquel hombre de expresión taciturna, diez años mayor que ella. Lo conocía desde siempre, y sin embargo era como si no lo conociese en absoluto. Seguro que no iba a decirle lo que, por un breve instante, se le había pasado a ella por la cabeza. No. Por supuesto que no.
—La oferta que quiero hacerte es que te cases conmigo, Hannah —Judd estaba hablando rápido en aquel momento, atropelladamente—. No sería un matrimonio verdadero, por supuesto. No en el sentido físico, aunque sí en el legal. De esa manera tu hijo recibiría el apellido Seavers y el derecho a heredar el legado de Quint algún día. Y detendría en seco las murmuraciones que pronto empezarán a correr por el pueblo.
—No del todo. La gente sabe contar —replicó Hannah al cabo de un silencio.
—Sí, sabe contar y lo hará. Pero tú serías una Seavers. Una mujer casada. Y me tendrías a mí para defender tu honor.
Una mujer casada. La esposa de Judd. Las piernas se le habían convertido en gelatina. Tuvo que apoyarse de nuevo en la valla para no caer. Lo último que había esperado de aquella visita era una proposición de matrimonio.
Judd seguía esperando, mientras estudiaba su rostro con expresión inescrutable. ¿Qué había podido moverlo a hacerle una oferta tan descabellada? ¿Acaso su madre le había pedido que rescatara a su hija del oprobio y de la vergüenza?
¿Lo habría reflexionado bien? Con un esfuerzo, encontró la voz para hablar.
—¿Qué pasa con Quint? ¿Qué sucederá cuando vuelva a casa?
—Está todo pensado. El abogado de la familia dejará preparados los papeles antes de la boda. Cuando Quint vuelva, los firmaremos y tú serás libre para casarte con el padre de tu hijo.
Hannah se quedó mirando al suelo. La siguiente pregunta flotaba en el ambiente, fría y oscura, demasiado horrible para ser formulada.
—¿Y si Quint no vuelve? ¿Qué pasará entonces?
—Eso depende de ti. En cuanto quieras tu libertad, firmaremos esos papeles. Tu hijo seguirá siendo un Seavers, con derecho a herencia —suspiró—. Pero por ahora no es necesario que nos pongamos en esa posibilidad. A no ser que recibamos noticias que lo desmientan, tendremos que suponer que Quint se encuentra bien y que terminará volviendo a casa.
—Sí, por supuesto —la noche era cálida, pero Hannah se estremeció de pies a cabeza. Alzó la cabeza para mirar la estrella polar, preguntándose dónde se encontraría Quint en aquel momento.
Casarse con Judd… ¿sería un acto de traición o un acto de sacrificio, por el bien del hijo de Quint? ¿Realmente estaba pensando en aceptar?
—Puedo prometerte que serás tratada como Quint hubiese querido —dijo Judd—. Tendrás tu propio dormitorio y cualquier cosa que necesites en cuestión de ropa, cosas para el bebé e incluso regalos para tu familia. Gretel seguirá encargándose de la cocina y del trabajo de casa, y cuidará de mi madre. Eso no cambiará.
Hannah jugueteaba con la tela de su falda mientras asimilaba sus palabras. Los Gustavson siempre habían sido pobres, pero también habían sido felices. A ella nunca le había preocupado el trabajo duro, ni había malgastado el tiempo anhelando lujos. La idea de tener una sirvienta le resultaba tan extraña como vivir en la luna. En cuanto al resto…
Algo se encogió en su interior cuando se imaginó a sí misma pasando los días en aquella silenciosa y lóbrega casa, con Edna Seavers y su ama de llaves. Siempre había supuesto que cuando se casara con Quint, se marcharían a vivir a otra casa. Pero en la farsa de matrimonio que Judd le estaba proponiendo, eso sería imposible. Y tampoco podría quedarse con su familia: no si quería que su hijo fuese aceptado como un Seavers.
Detrás de ella, Judd esperaba en silencio. Quizá había imaginado que saltaría ante la posibilidad de llevar una vida cómoda, de vivir en una elegante casa de rancho, de llevar ropa que no fuera la que ella misma se hacía y sentarse a comer viandas que otros cocinaban por ella. Pues bien, se equivocaba. En aquel